jueves, 5 de noviembre de 2009

Estrategias de autonomía

Literaturas postautónomas. Literaturas malas. Escrituras informes. ¿Estrategias estéticas o meros síntomas del consenso democrático? ¿Tiene algún sentido estudiar, hoy, el modo en que un relato formaliza su autonomía (que, por lo demás, nunca ha sido plena)? Sí, como parte de un combate necesario: «Debemos oponernos a todos los que sólo quieren finalizar, a la cohorte de los últimos hombres, extenuados y parasitarios, a su infernal “modestia”. El fin del arte, de la metafísica, de la representación, de la imitación, de la trascendencia, de la obra, del espíritu. ¡Basta! Declaremos de una vez por todas el Fin de todos los fines, el comienzo posible de todo lo que fue y será». En el espíritu de estas palabras de Badiou, declaremos improcedente la postautonomía. Como escribió Juan José Saer en “La narración-objeto”, ensayo adorniano donde los haya, la narración se estructura, en tanto arte, «con la autonomía opaca de un objeto y no con la transparencia conceptual del discurso».

El debate (o combate) no ha llegado, aún, a la menguante literatura mexicana contemporánea: poblada por posturas y gestos, es escasa en poéticas consistentes. Habitan en ella, sin embargo, dos proyectos de enorme significación para la narrativa en nuestra lengua. Se trata de escrituras aparentemente opuestas, contrastantes, marcadas, no obstante, por un aspecto crucial: la defensa de la autonomía de la narración. Daniel Sada (Mexicali, 1953) y Mario Bellatin (México DF, 1960) han escrito obras que, desde la fidelidad a sus postulados, presentan formas de especificidad literaria animadas por la creencia en el valor de la construcción formal. En suma, por una confianza en la “buena” factura.


La acción y la conjetura

En su acepción original, no burlesca, la parodia es una suerte de canto paralelo, una voz que incorpora sonoridades vecinas, sin imitarlas. La parodia otorga significados nuevos a expresiones que han quedado en desuso, da vida a lo que, de otro modo, sería letra muerta. La escritura de Sada es, en tal sentido, un complejo ejercicio paródico. En su prosa conviven –otros lo han señalado– la estética del corrido, la poesía del Siglo de Oro y el habla popular del norte de México, pero la extrañeza singular que produce surge de ciertos desplazamientos
: en su sistema narrativo, los elementos de la tradición adquieren funciones completamente nuevas. La métrica del romance español y de su hijo mexicano, el corrido norteño, deja de estar al servicio de las hazañas de los héroes –semidioses medievales, en el primer caso; revolucionarios o últimamente narcotraficantes, en el segundo– para adoptar la moral del fracaso de la narrativa moderna.

Octosílabos, sobre todo, pero también endecasílabos y alejandrinos, dan a esta escritura una musicalidad que, en determinados momentos, cuando sus arrebatos digresivos la distraen del seguimiento servil de la trama, alcanza la soberanía del tarareo, deviene ritmo que percute en la conciencia del lector, como se percibe, desde el inicio, en Albedrío
: «De ayer es la historia de hoy, de ayer la malversación. En Castaños, en invierno, pocas son las diversiones que entretienen a la gente. El acurruque es mejor, el gozo junto al fogón. Los ambientes embebidos de cocinas olorosas y mujeres trabajando: muy fume y fume los hombres dado que se saben cómo desviar el aburrimiento que traen los días desiguales de ventoleras y hielos; pues, cuando nadie supone, de pronto el sol sale grande como en tiempo de verano: los asombros se hacen tema que no dura una mañana porque antes del mediodía las nubes nublan al pueblo y por las tardes los fríos entran delgados mordiendo por debajo de las puertas: el viento echa niebla y lío para que la gente aguarde: por la noche, sin salir, ya sea que amanezca gris o se produzca un milagro».

En un barroco como Sada los desiertos y caseríos del norte de México producen horror vacui
, de ahí que su prosa funcione por acumulación. Frente al vacío, el vigor de la forma. Frente al silencio, la riqueza verbal. No es casual que en su poética confluyan, por un lado, Góngora (véase, si no, la fascinación por el hipérbaton) y, por el otro, la narrativa de maestros latinoamericanos como João Guimarães Rosa y José Lezama Lima. Una virtud tan devaluada como el “oído” adquiere en este sistema narrativo una nueva significación: con un rigor inusual, sin titubeos a la hora de detonar la hilaridad, Sada produce frases que hacen coexistir culteranismos, coloquialismos y arcaísmos. En el uso del habla vernácula como materia prima, y dentro de una tradición muy específica de la narrativa mexicana, es un discípulo aventajado de autores como Martín Luis Guzmán (en sus Memorias de Pancho Villa), Agustín Yánez, Juan Rulfo o José Revueltas.

Los textos mayores de Sada –Albedrío
(1989), Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), Casi nunca (2008)– surgen del rigor conceptual, del ajuste entre imaginario y escritura, y forman, en conjunto, un gran tratado tragicómico sobre la vida de provincias. Salvo excepciones, sus libros nos hablan de un destino tan imperturbable como fallido. Nada avanza, todo permanece pavorosamente inmóvil. Sus personajes vagan por el mundo, discurren sin sentido: su aparente dinamismo no es más que la vibración de un tiempo suspendido en una tierra abandonada por Dios. Como si hiciera eco del tedio de sus creaturas, paralizadas por una palabrería frenética, la prosa anula el progreso de las historias hasta reducirlas a una suerte de escena pictórica en la que van acumulándose detalles (casi siempre nimios) que dan a la superficie una apariencia densa y grumosa.

Un pasaje de Luces artificiales
(2002) dice: «Milagrosa puerta esa, que trajo la calma, permitiendo a su vez un deslinde prudente de quien presto a recomponer halló en un santiamén dos derroteros: una acción y una conjetura». Los relatos de Sada se desarrollan, sí, mediante acciones y conjeturas. El narrador se entromete en la historia, ironiza, exhibe las inseguridades de los personajes. Eso no le basta: constantemente dinamita nuestras certezas, pone en duda la validez de las acciones. Supone, presume, calcula. En las capacidades retóricas de este narrador conjetural es evidente la estirpe cervantina.

En Sada la parodia es ley del mundo. La potencia de su estilo surge de esa revitalización constante de las formas. El “¿Cómo decir ahora?” que abre Una de dos
(1994) explica bien la clase de autor a la que nos enfrentamos. Cómo decir: el cuestionamiento que todo artista de la narración se plantea antes de acometer la redacción de un texto. Cómo decir ahora: cada época impone una problemática estética distinta. Su novela más reciente, Casi nada, suerte de summa estilística sadiana, se desentiende (como Una de dos) de las obligaciones de la métrica para apostar por un ritmo sostenido en la aposiopesis: frases truncas, omisiones que instalan la duda en el lector, que sin embargo se sabe leyendo un idioma dentro del idioma.

El texto, el cuerpo, el placer

Si hacemos caso, con las reservas pertinentes, a ciertos pasajes de Underwood portátil. Modelo 1915
(2005), a Bellatin le atrajo, antes que el perfil creativo de la escritura, su mecánica, la pulsión física que dispara caracteres sobre la página. Tuvo la fortuna, entonces, de realizar sus primeros ejercicios en una máquina que, a diferencia de la computadora, da a la acción de escribir un sentido casi performativo: «En ciertas ocasiones, me descubrí utilizándola para copiar páginas enteras del directorio telefónico o fragmentos de los libros de mis escritores preferidos». Esta idea, la del apego al acto antes que a sus efectos, ayuda a entender el trabajo de Bellatin. En un texto reciente, Demerol sin fecha de caducidad (2008), se traviste en una Frida Kahlo que habla desde una hipotética ultratumba: «Dijo haber detectado, casi desde los orígenes de su oficio, una inquietud constante por pintar sin pintar. Es decir, por resaltar los vacíos, las omisiones antes que las presencias. Quizá por eso la artista de sus primeras obras –las que era posible ver en ese momento– buscó muchas veces realizarlas sin necesidad de utilizar la pintura en el sentido tradicional, sino como un simple recurso para ejercer, de manera un tanto vacía, el mecanismo de la creación. Por ese motivo, en más de una ocasión copió sin cesar las figuras que aparecían en los frascos de alimentos o de medicinas. También obras de otros autores. Se dedicó durante algún tiempo al trabajo de transcripción. Ejercicio que separa muchas veces al arte de su función original».

Luego de asumir el impulso mecánico que les da vida –la mirada atenta en el procedimiento, la preocupación por el funcionamiento preciso de la maquinaria–, queda claro lo que Bellatin produce: artefactos narrativos. Ya que es imposible resistirse a la tiranía de la escritura –
«una condición que no tengo más remedio que soportar»–, la única alternativa es encontrarle a ese esfuerzo una piel que lo dote de visibilidad: un imaginario impiadoso, historias habitadas por una caterva de personajes física y moralmente contrahechos.

Se tiene la tentación de deducir el programa teórico que anima los libros de Bellatin. El ciclo iniciado por Efecto invernadero
(1992) y cerrado con Flores (2000) impone como referencia El grado cero de la escritura de Barthes: «un estilo de la ausencia que es casi una ausencia ideal de estilo; […] un modo negativo en el cual los caracteres sociales o míticos de un lenguaje se aniquilan a favor de un estado neutro o inerte de la forma». El segundo ciclo, que va de El jardín de la señora Murakami (2000) a Jacobo el mutante (2002), invita a ser leído desde la perspectiva de Blanchot en De Kafka a Kafka: «la literatura tiende […] a construir un objeto. Objetiva el dolor constituyéndolo en objeto. No lo expresa, lo hace existir de otro modo, le da una materialidad que ya no es la del cuerpo, sino la materialidad de las palabras». Con Perros héroes (2003) comenzó una nueva etapa, un viraje que no puede leerse de espaldas a El placer del texto de Barthes: «Parece que los eruditos árabes hablando del texto emplean esta expresión admirable: el cuerpo cierto. ¿Qué cuerpo?, puesto que tenemos varios: el cuerpo de los anatomistas y de los fisiólogos, el que ve o del que habla la ciencia: es el texto de los gramáticos, de los críticos, de los comentadores, de los filólogos (es el fenotexto). Pero también tenemos un cuerpo de goce hecho únicamente de relaciones eróticas sin ninguna relación con el primero». Y agrega: «El placer del texto es ese momento en el que mi cuerpo comienza a seguir sus propias ideas –pues mi cuerpo no tiene las mismas ideas que yo».

Bellatin concibe el texto como metáfora del cuerpo. No para inscribir su gestualidad sino para hacer visibles las ficciones del yo. El Gran Vidrio
(2007) lleva por subtítulo Tres autobiografías, y podría haber incluido una cuarta, La jornada de la mona y el paciente (2006). Todo en ellas está planteado desde las ideas del cuerpo, y aquí me veo obligado una vez más a recurrir a Barthes. Si el texto de placer es el de la cultura, el que guiñe la tradición y nos conforta, el texto de goce dinamita los fundamentos históricos, pone en crisis nuestras certidumbres. Así, quien «mantiene los dos textos en su campo […] goza simultáneamente de la consistencia de su yo (es su placer) y de la búsqueda de su pérdida (es su goce). Es un sujeto dos veces escindido, dos veces perverso».

Bellatin, el perverso, registra procesos. Ofrece un dispositivo y, con él, su mueca irónica: detrás de esta retórica finamente construida encontramos a un sombrío humorista, al redactor de comedias para desollados vivos. Cada artefacto narrativo posee un manual de operación diferenciado, cuyas normas no sólo pautan la escritura y su desarrollo, sino que involucran al lector, que ha de construir un sentido llenando los vacíos que el texto deja en el camino como si se tratara de horadaciones o grietas en la página. Bellatin recurre a una prosa desnuda, blanca, expresiva a fuerza de contención, cuya austeridad no es más que un simulacro de transparencia discursiva (aquí el antecedente es, sin duda, Salvador Elizondo). Un pasaje de El jardín de la señora Murakami
, referido a un kimono: «No tenía dibujos ni relieves en el bordado»; otro, sobre modistos: “debían llevar su talento hasta el punto más elevado sin dar muestra evidente de ello». Como se dice en El Gran Vidrio, la cuestión es, sencillamente, «dejar que el texto se manifieste en cualquiera de sus posibilidades».

El hecho de que los libros de Bellatin se comuniquen entre sí, que unos se vuelvan el tema de otros, que recurran a imágenes o se desplacen hacia la puesta en escena y, por lo tanto, parezcan incómodos en el formato “libro”, no es más que una estrategia de autonomía. Se trata de literatura por otros medios:
«Nunca salir de la literatura ni de la escritura, más bien echar mano de la fotografía, de la música, para ver cómo estructuran sus propios relatos».

Otra Parte, Buenos Aires, otoño (austral) de 2009
(a partir de textos aparecidos en La Tempestad y, ay, Letras Libres)

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