sábado, 21 de noviembre de 2009

Aprender a decir

I
Una sospechosa tranquilidad se instala en nosotros cuando llamamos a las cosas por su nombre. Sobrevienen todo tipo de seguridades. Es como si ese acto volviera familiar al mundo, lo domesticara. ¿Qué sentir entonces frente a lo que no puede nombrarse, de cara a su silencio terrible? Nombramos para olvidar, para tranquilizarnos. Pronunciar el nombre de un objeto es exorcizar su inquietante presencia, sacárnosla de encima. Con el tiempo aprendemos a entonar los vocablos “correctos”, olvidamos lo que los nombres ocultan. Nietzsche escribió: «Aquello para lo que encontramos palabras es algo ya muerto en nuestros corazones».


Aprovechar las comodidades de una lengua domesticada significa, entonces, extender el cementerio. A la obra de Samuel Beckett (1906-1989) la alienta una voluntad constante de esquivar los modos establecidos de decir, de evitar que lo dicho provenga de una fosa común. Enemiga de la facilidad, es una persistente interrogación del lenguaje, es decir, del mundo. El habla convencional brinda excesivas ventajas: el material de trabajo no ofrece resistencia, las palabras surgen naturalmente, una tras otra, sin retrasos. La escritura se vuelve un ejercicio tranquilizador. Los pensamientos parecen corresponderse con los vocablos, las cosas con sus nombres. El irlandés eligió abandonar su lengua natural y escribir en un idioma adquirido para desde ahí recuperar la inseguridad nerviosa de la entonación, la intranquilidad de la palabra que no llega.

II
Beckett fue un joven políglota. En el jardín de niños comenzó estudios de alemán; en la escuela primaria, de francés. Se licenció en filología moderna en el Trinity College de Dublín con especialidad en italiano y francés. Pero su lengua literaria era la materna.

En su primer período parisino (1928-1930) trabó amistad con un notable escritor a quien admiró profundamente y que se convertiría para él en una especie de mentor: James Joyce, también dublinés, también bebedor de Jameson, también políglota, también estudioso del francés y el italiano. La obra de Beckett escrita entre 1929 –cuando redactó sus primeros textos literarios– y 1936 –cuando finalizó el manuscrito de Murphy, el último libro de su autor dentro de la «historia de las representaciones», como ha visto Harold Bloom; su «última novela mala», para usar términos de Macedonio Fernández– manifiesta profundas deudas con el autor de Ulises. Más allá de las evidentes diferencias de orden filosófico, su trabajo en inglés puede leerse como extensión del universo joyceano. Hay esa confianza en la palabra, ese gusto por evidenciar las posibilidades plásticas del idioma.

De regreso en Dublín en 1930, incorporado a la planta docente del Trinity College, Beckett escribió su primer texto literario en francés, “Le Concentrisme”, una conferencia-ficción que leyó para la Modern Language Society y en la que expuso la vida y la obra de un poeta francés imaginario, Jean du Chas. A pesar del abandono momentáneo del inglés, el texto mantiene el tono habitual –humorístico y erudito– de su obra temprana. Tardaría siete años más en esbozar nuevos textos “franceses”.

Luego de pasar algunos años en Dublín y Londres, se instaló –esta vez de manera definitiva– en París, en 1937. A partir de entonces sus escritos se convirtieron en un campo de batalla regido por la tensión lingüística. Era el autor de un conjunto respetable de poemas, narraciones y ensayos, pero su autonomía estética no terminaba de consolidarse. En una carta de ese año a su amigo Axel Kaun (escrita en alemán), explicó: «En realidad se está volviendo cada vez más difícil para mí, incluso sin sentido, escribir un inglés oficial. Y cada vez más mi propia lengua se me presenta como un velo que ha de rasgarse para poder acceder a las cosas (o a la Nada) detrás de ella. [...] de vez en cuando tengo el consuelo de pecar, les guste o no, contra una lengua extranjera, como debería encantarme hacerlo, lleno de conocimiento e intención, contra la mía». En otra parte de la misiva establece lo que podría considerarse –como lo ha hecho Laura Cerrato– una definición de su poética: «literatura de la des-palabra».

Beckett tanteó la posibilidad de escribir en adelante su obra en francés ese mismo año. Esbozó los primeros versos de lo que se convertiría en la colección Poemas 1937-1939. (En una carta a su amigo Thomas MacGreevy de abril de 1938, refirió: «Escribí un poema breve en francés, pero nada más. Tengo la sensación de que cualquier poema que surja en adelante será en francés.») Impulsado por su colega Alfred Péron, que lo instaba a ejercer su nueva lengua, redactó además un texto crítico que dejó inacabado: “Les deux besoins” (1938). En él, Beckett habla de la «voz interior» del artista, a la que debe obedecer pero sin abandonarse a ella en su totalidad. Es evidente que, a sus 32 años, el autor irlandés trataba de aclararse las cosas: su lengua adoptiva se presentaba como una alternativa en la búsqueda de una voz personal.

Además de redactar estos nuevos escritos, Beckett se inició en esos años en una práctica que en adelante no abandonaría: la autotraducción. En colaboración con Péron –quien a finales de los años veinte le había propuesto traducir “Anna Livia Plurabelle”, un fragmento del entonces Work in Progress de Joyce– vertió a su idioma adoptivo Murphy y “Love and Lethe”, un cuento de su temprano More Pricks than Kicks (1934). Estas tentativas son el antecedente del exilio definitivo. (Una cita de otro de sus amigos, E.M. Cioran –quien, como se sabe, abandonó el rumano y escribió sus libros fundamentales en francés–: «Una patria es una lengua y nada más». Mudar de idioma, entonces, es expatriarse.)

III
El lenguaje, lo insinué al principio, no surge de una necesidad comunicativa sino del terror a lo desconocido. La literatura beckettiana trabaja en el sentido opuesto: lo pervierte para que indague en lo ignoto, para que interrogue aunque de antemano sea evidente la ausencia de respuestas. Se propone perforarlo con silencios, extraer de él la expresión de todo aquello que no puede nombrarse. Actúa desde una intemperie en la que impotencia e ignorancia son los motores de la escritura.

Watt, escrita en inglés entre 1941 y 1944, es un punto de inflexión, la «primera novela buena», para seguir con Macedonio. El relato patentiza el alejamiento de las formas narrativas tradicionales y marca la aparición del universo beckettiano, regido por una poética autónoma aunque aún ligado a Joyce en ciertos giros estilísticos. La trama es reducida a su mínima expresión y, como se ha apuntado en repetidas ocasiones, funciona como una alegoría de la imposibilidad de hallar respuestas a las preguntas esenciales: los personajes centrales son Watt (What?) y Knott (Not), a una pregunta (¿Qué?) se responde con una negación concluyente (No). El discurso del narrador incrementa constantemente las incertidumbres; una duda mayúscula se cierne sobre los nombres de las cosas, que en todo momento se revelan fallidos: «Watt prefería relacionarse con cosas cuyo nombre ignoraba que con aquellas cuyo nombre conocido había dejado de ser el nombre adecuado». En cuanto las palabras se domestican conviene abandonarlas, buscar unas nuevas. A partir de Watt los personajes de Beckett entran en un conflicto permanente con el acto de nombrar, constantemente modifican su manera de llamarle a las personas o a las cosas: hablar no es ya nombrar sino desdecir.

La novela fue escrita durante la ocupación nazi de Francia. Beckett se había incorporado a la Resistencia y, temiendo ser detenido como algunos conocidos suyos, se ocultó con Suzanne, su mujer, en el pequeño poblado de Roussillon, donde permaneció algo más de dos años. Trabajó con campesinos del lugar; evidentemente, sólo podía hablar con ellos la lengua local. Lo mismo ocurría con su compañera, que prácticamente no hablaba inglés. Con el paso de los meses terminó pensando y hablando exclusivamente en su idioma adoptivo. De ahí que el manuscrito del libro esté lleno de acotaciones en los márgenes... redactadas en francés. El inglés (o franglais, como le llamó muchos años después) con el que está escrito era para su autor casi una lengua foránea con la que sólo tenía contacto al momento de la composición.

Al terminar la guerra, Beckett hizo un breve viaje a Irlanda y volvió a Francia para presentarse como voluntario (buscando regularizar su estadía en el país) de la Cruz Roja irlandesa en Saint-Lô, una ciudad normanda devastada por los bombardeos. En prácticamente todo 1945 no escribió nada salvo dos textos en francés: “Saint-Lô”, poema, y “La pintura de los Van Velde o el mundo y el pantalón”, ensayo de crítica de arte donde, teniendo como excusa un par de exposiciones paralelas de los hermanos Geer y Bram van Velde, reflexionó sobre las relaciones entre la realidad y la representación.

IV
1946: Un momento definitorio, la «revelación» que marcaría el inicio de la obra madura de Beckett. De visita en Foxrock, el condado dublinense en el que nació, tuvo una epifanía en el cuarto de su madre. En La última cinta de Krapp (significativamente escrita en una de sus escasas “vueltas” al inglés, en 1958) la ficcionalizó en un pasaje: «Espiritualmente un año de profundo desaliento y carestía hasta aquella memorable noche de marzo, en el extremo del muelle, bajo el ventarrón, jamás lo olvidaré, en que de repente todo se me aclaró. Al fin, la visión. [...] Lo que entonces vi de repente fue esto: que la creencia que había guiado toda mi vida, es decir... (Krapp apaga el aparato con impaciencia, adelanta la cinta, enciende de nuevo) ...grandes rocas de granito, la espuma brillando a la luz del faro y el anemómetro dando vueltas como una hélice, para mí era claro, en fin, que la oscuridad que siempre me esforcé en contener era en realidad mi más...» Ahí se detiene. En una carta a James Knowlson de 1987, explicó que la frase podía completarse con «mi más querido aliado». Resulta sumamente tentador asociar esta «visión» no sólo con el cambio de rumbo de la poética beckettiana sino también con la adopción de una nueva lengua. ¿Qué mejor manera de encarar la oscuridad de la que había huido que entregándose al rigor de un idioma adquirido, en el que ya había hecho algunos ensayos?

El cambio de lengua en Beckett se dio durante la escritura del que se convertiría en su primer relato “francés”: “El final”. En su monumental biografía Damned to Fame. The Life of Samuel Beckett (1996), Knowlson explica que, habiendo redactado buena parte del texto en inglés, súbitamente lo terminó en su idioma adoptivo para luego traducir a éste la parte restante. La escritura de este cuento concentra las relaciones del irlandés con sus dos lenguas y marca la elección definitiva de la segunda. “El final” (aparecido originalmente como “Suite”) fue el inicio de «un frenesí de escritura» que entre 1946 y 1953 le llevó a producir algunos de los textos más importantes de la literatura moderna, como su Trilogía –Molloy, Malone muere y El Innombrable– o Esperando a Godot, su primera obra dramática mayor.

En estos relatos hay cambios evidentes respecto a todo su trabajo anterior: el narrador adopta la primera persona (que dejará muy pocas veces en el resto de su obra); la escritura es contenida, expresiva a fuerza de privación; el desarrollo de las historias (de tramas mínimas) se basa en la miseria física y espiritual de los personajes, desamparados que se acompañan exclusivamente de su discurso y que, al final, no son más que una voz entonada infatigablemente. Todos estos recursos serán llevados al extremo en la primera obra maestra de Beckett: Molloy (escrita en 1947 pero publicada en 1951). Como explicó a Ludovic Janvier, «Molloy y las demás se me aparecieron el día en que caí en cuenta de mi propia locura. Sólo entonces comencé a escribir las cosas que siento».

El exilio idiomático representa la muerte de Joyce en el universo beckettiano. En Watt quedan resabios, juegos verbales que sólo un discípulo de aquél podría escribir. Pero en las obras que le siguen el autor de Finnegans Wake está ausente, desterrado: «Joyce cuanto más sabía más podía. Como artista tiende a la omniscencia y la omnipotencia. Yo trabajo con impotencia, ignorancia», explicó a Israel Shenker en 1956.

V
Algunas frases pueden dar una idea de la forma en que Beckett entendió su exilio verbal:

«Quizá sólo la lengua francesa puede darte lo que quieres, quizá sólo el francés puede hacerlo» (lo dice Lucien, un personaje de Dream of Fair to Middling Women, la primera novela de Beckett, escrita en 1932 –años antes de su exilio verbal– y publicada, póstumamente, en 1992).

«Era una experiencia distinta de escribir en inglés. Era más emocionante para mí... escribir en francés» (entrevista con Israel Shenker, 1956).

«[E]n francés es más fácil escribir sin estilo» (declaración a Nicklaus Gessner, 1957. En su Proust (1931), Beckett había analogado el estilo con «un pañuelo alrededor de un cáncer de garganta»).

«[El francés] tenía el efecto debilitador adecuado» (comentario a Herbert Blau, años cincuenta).

A propósito de la lengua inglesa:
«en ella no puedes dejar de escribir poesía» (declaración a Richard Coe, 1964).

«Me puse a escribir, en francés, con el deseo de empobrecerme aún más. Ése fue el verdadero motivo» (declaración a Ludovic Janvier, 1968).

Beckett decidió abandonar la “poesía” (entendida como lirismo), cimentar su poética en la mendicidad, la pobreza. Esta prosa llena de privaciones, forzada a narrar las vicisitudes interiores y exteriores de seres que parecen vivir después de la Historia o fuera de ella, emula el balbuceo primigenio, el primer decir. Los personajes beckettianos intentan esquivar el mundo ametrallándolo con palabras, pero son finalmente derrotados. En última instancia, esas palabras (siempre ajenas) invocan el silencio, extienden el vacío, lastiman para siempre: «Sí, las palabras que oía [...] las oía por primera vez, e incluso la segunda, y a menudo también la tercera, como puros sonidos, libres de toda significación, y probablemente era ésta una de las razones de que conversar me resultara indescriptiblemente penoso» (Molloy).

La Tempestad, México, marzo-abril de 2003
(posteriormente ampliado para la revista argentina La Intemperie)

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