viernes, 12 de febrero de 2016

Movimiento perpetuo

Si un espectador durmiera una siesta de tres décadas y al despertar revisara la cartelera cinematográfica, tendría dificultades para determinar cuánto tiempo dedicó a soñar: Mad Max, Star Wars, Terminator... Más allá de los contrastes entre esas visiones, las películas lidian con ideas sobre el futuro. La cuestión, aquí, es la motivación de estos retornos: ¿la crisis ecológica?, ¿la desaceleración económica?, ¿una renaciente pulsión utópica?, ¿la clausura de la imaginación hollywoodense? La nueva pieza de la saga de George Miller, por lo pronto, no es un mero regreso nostálgico (es decir, puramente comercial) a las cintas que lo pusieron en el mapa.

Mad Max: furia en el camino (2015) relata, sobre la tierra yerma de sus antecesoras, una historia de ribetes pretendidamente feministas: la tiranía de Immortan Joe (Hugh Keays-Byrne), dueño del agua y de la existencia de la multitud que depende de él, es depuesta a favor de un gobierno de mujeres, encabezado por Imperator Furiosa (Charlize Theron). Max Rockatansky (Tom Hardy) pierde aquí centralidad para funcionar como un simple mediador evanescente, lo que Fredric Jameson ha definido comun agente catalítico que permite el intercambio de energías entre dos términos que de lo contrario se excluirían mutuamente.

Podría pensarse, en primera instancia, que a Mad Max: furia en el camino la anima un impulso emancipatorio, una sed de cambio radical, pero el atolladero ideológico de la película es evidente. La utopía de Miller y de sus coguionistas Brendan McCarthy y Nico Lathouris implica que basta con el cambio de mando para lograr la transformación. Es el turno de las mujeres, que ayudadas por Max (su sangre otorga bríos masculinos a Furiosa) gestan un golpe de Estado. Pero la mera ascensión (la película lo literaliza a través de un montacargas) de un gobierno femenino no es per se revolucionaria (¿alguien dijo Margaret Thatcher?): la revolución verdadera consistiría en un poder popular constituyente, que convirtiera a la masa informe de desdentados (siempre en segundo plano, salvo por un significativo instante en la secuencia final) en la dueña del agua y de los recursos. El verdadero aporte de Mad Max: furia en el camino se halla, en contraste, en sus brillantes escenas de acción.

Mad Max (1979) y especialmente Mad Max 2: el guerrero de la carretera (1981) dejaron claro que Miller es un artífice mayor. Lo que distingue el cuarto momento de la saga de otros productos de entretenimiento basados en la velocidad y la colisión de autos no es sólo el meticuloso diseño de producción (Shira Hockman y Jacinta Leong), la expresiva fotografía (John Seale) o el feroz ritmo de montaje (Margaret Sixel): es el contenido integral de los planos. En Mad Max: furia en el camino no hay posibilidad de fuga. El horizonte es una línea inmutable, encuentro de arena y cielo a veces interrumpido por accidentes topográficos. El desierto es, antes que un lugar de libertad ilimitada, una cárcel sin fronteras. Los automóviles se desplazan por el territorio a toda velocidad, consumiendo combustible sin parar, pero no llegan, en realidad, a ninguna parte. La película parece ocurrir en un espacio cerrado, escenario de una carrera hacia la nada aliñada con tormentas de arena y edenes clausurados. Tal es el relato secreto de la película: su propia forma, una lucha frenética por la supervivencia, por los recursos que la posibilitan, sin horizonte final.

George Miller ha entregado un bello western no del fin de los tiempos sino del presente perpetuo, esa era neomítica anunciada por Marshall McLuhan y aquí caracterizada como un retorno a lo tribal. Cuando Furiosa descubre que las tierras verdes en las que creció han dejado de existir, Max, mudo casi toda la cinta, le hace ver que no hay más destino que el punto de partida: donde está el agua, donde crecen las semillas, está la vida. El viaje es entonces circular. Mad Max: furia en el camino es una película sobre el gasto y la exhaución, sobre el derroche sin proyecto. Y es, sobre todo, un tratado de dromología: Quienquiera que controle el territorio lo posee. La posesión del territorio no es un asunto de leyes y contratos sino, primero y mayormente, un asunto de movimiento y circulación, escribió Paul Virilio, un autor que viene a la mente cuando se piensa en la cinta de Miller.

Mad Max: furia en el camino deja al espectador con el pulso revolucionado: en cierto punto, la película reniega de lo retinal y apunta al sistema nervioso para reivindicar al cine como experiencia del movimiento y la velocidad. Se inscribe, primitiva a fuerza de sofisticación, en la estela de El maquinista de La General (1926), de Buster Keaton. Resuenan las palabras de Dziga Vértov: Yo soy el ojo cinematográfico. Soy un ojo mecánico. Yo, la máquina, les muestro el mundo como sólo yo puedo verlo. Desde hoy y para todos los tiempos me emancipo de la inmovilidad humana. Yo estoy en movimiento ininterrumpido.

La Tempestad, México, julio-agosto de 2015