lunes, 28 de marzo de 2011

Domar la bestia del corazón

En 2009, cuando se anunció que el premio Nobel de literatura recaía en Herta Müller (Nitzkydorf, 1953), no sólo quedó en evidencia la ignorancia de la prensa “globalizada” (desconcertada porque una escritora rumana tenía al alemán como lengua materna; súbitamente, la minoría suaba adquirió existencia mediática), sino, fuera del ámbito germánico, la incapacidad mayoritaria de la crítica para distinguir, entre el ingente volumen de libros editados en los últimos 20 años, a una de las voces más poderosas de la literatura contemporánea. Lo cierto es que de Müller ya se habían publicado en español cuatro libros notables. Y, entre ellos, una obra maestra, La bestia del corazón. La trascendencia editorial del Nobel ha permitido que Siruela añada un par de títulos, ambos destacados.

Los textos escritos a propósito de Müller se concentran, casi sin excepción, en el tema fundamental de su narrativa: la vida durante la dictadura de Nicolae Ceauşescu, que tuvo lugar entre 1967 y 1989. (Un régimen, por cierto, sostenido por las principales potencias “democráticas” de Occidente, dada su independencia de la Unión Soviética.) La obra de la escritora vendría a ser, de ese modo, una suerte de novelística documental que tendría como finalidad recordarnos las opresivas condiciones de vida en los países del llamado “socialismo real”. ¿Se trata, entonces, de la nueva Solzhenitsyn, premiada como parte de los festejos liberales por las dos décadas transcurridas desde el hundimiento del comunismo?

Por fortuna, libros como En tierras bajas (1982), El hombre es un gran faisán en el mundo (1986), La piel del zorro (1992) o La bestia en el corazón (1994) impiden, con una escritura de sorprendente riqueza sensorial, su posible utilización propagandística: son literatura en el sentido más alto del término. Lo mismo ocurre con Hoy hubiera preferido no encontrarme a mí misma (1997), que forma, junto a los títulos de los noventa mencionados antes, una suerte de trilogía sobre el deterioro de las relaciones personales en tiempos de Ceauşescu. En un entorno vigilado, marcado por carencias civiles, Müller atiende lo universal antes que lo particular: no el yugo de la Securitate sino la conducta de individuos sometidos a la opresión, la explotación y la humillación. No, la rumana no construye grandes frescos históricos, listos para su adaptación al cine; por el contrario, centra su mirada en los pequeños gestos, la desviación de los afectos hacia los objetos cotidianos, el modo en que la lengua coloquial se eleva, se despega de la realidad para asumir formas metafóricas de enorme intensidad expresiva.

Por su parte, Todo lo que tengo lo llevo conmigo (2009) es el gran aporte de Müller a la literatura sobre la experiencia concentracionaria. En diversas entrevistas, la autora ha tenido la honestidad de distinguir entre los Lager y el Gulag, entre el proyecto genocida de la Alemania nazi y el brutal sistema penitenciario de la Unión Soviética. Lo que no le impide volver la mirada al momento en que, inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, el gobierno de Stalin, en represalia por la alianza de la Rumania fascista con Hitler, ordenó trasladar a los ciudadanos de origen alemán a campos de trabajos forzados en Ucrania, para colaborar en la reconstrucción de la URSS. Basada en el testimonio del poeta Oskar Pastior, otro rumano de expresión alemana, así como en diversas entrevistas con otros sobrevivientes, Müller construyó un relato de estremecedora belleza, sostenido en una prosa de delicado lirismo.

Con un rigor infrecuente, la escritora ha compuesto una obra donde el tema, más allá de la anécdota, se encarna en la lengua. En un alemán asistido por las inflexiones del habla rumana, con el fragmento como unidad narrativa, Müller entrega a imprenta libros que desnudan los mecanismos de la opresión: los de la familia, los de la sociedad, los del Estado. Atentando contra la transparencia del lenguaje, su escritura asume la contención que, en tiempos oscuros, era (¿es?) una estrategia de supervivencia. No hay, siquiera, signos de exclamación o de interrogación en sus textos, que sin embargo son territorios donde no escasean ni la intensidad ni el azoro. Y en medio de todo, como columnas que soportan los relatos, innumerables canciones populares rumanas, tristes e irónicas. Quizá porque, como decía Beckett, cuando la mierda te llega al cuello, lo único que queda es cantar.

La Tempestad, México, marzo-abril de 2011