lunes, 15 de octubre de 2012

Notas sobre Julieta Campos

1. Hay un concepto, una idea que se impone en la lectura de los relatos de Julieta Campos. Es la del límite, el borde, el espacio de transición entre una condición y otra, acaso su contraria. Fabienne Bradu lo ha definido, con precisión, como el lugar que media, y aquí la cito, «entre lo sólido y lo líquido, entre lo lleno y lo vacío, entre el movimiento y la inmovilidad, entre la superficie y lo subterráneo, entre la vida y la muerte». Ahora que ciertos escritores utilizan, a la vez con entusiasmo y candor, el rentable término fronterizo –sobre todo aquellos que confunden las fronteras geográficas con las estéticas–, conviene volver a los libros de una autora exigente y rigurosa, creadora de una obra híbrida, sin fisuras, plena de recursos que componen, a través de una prosa soberana y límpida, relatos de estirpe hamletiana: narrar o no narrar, relatar o eludir la empresa. Estamos ante una obra que hace de la tensión dialéctica una fuente de potencia estética. Para evitar confusiones, recurro aquí a la iluminadora lectura que Slavoj Žižek ha hecho de Hegel: la dialéctica no como reconciliación de los opuestos sino como afirmación de la diferencia, la aceptación de la contradicción como tal. 

2. Me pregunto: ¿habré caído en alguna de las trampas que la propia Campos sembró en cada uno de sus libros? Me refiero a aquellas que desarman a los críticos carentes de ambición: cada texto de nuestra autora adelanta los argumentos del reseñista por venir. (Pienso, en medio de un discreto paréntesis, si no se halla ahí, en el reto de no repetir las tesis de la autora, la razón por la cual una obra tan ferozmente lúcida ha tenido entre nosotros tan pocos comentaristas perspicaces.) Las novelas de Campos, si es que así puede llamárseles, ofrecen la posibilidad de una historia y, al mismo tiempo, un arsenal de argumentos críticos. Son, digámoslo pronto, relatos potenciales o, para decirlo con el término de moda, metaficcionales. Pensemos en las páginas finales de Tiene los cabellos rojizos y se llama Sabina (1974): a lo que se cuenta –que no es más que la posibilidad de un desarrollo, o el comentario de su posibilidad– sigue un conjunto de reflexiones teóricas sobre la propia novela, sobre la Función de la novela (como reza el título del ensayo de Campos de 1973, acaso la contraparte del libro antes mencionado). Así, el crítico dócil recibe algunas frases-regalo que podría copiar y ampliar. Si algo resulta sorprendente en los textos de esta autora es la manera en que presenta las dos caras de la narración de manera simultánea. El relato y su comentario se tejen con una maestría pocas veces vista en la literatura de nuestra lengua. 

3. Así como los textos de Campos ponen sobre la página el concepto de límite, de frontera, de borde, dibujan una metáfora que anima una novela entera. La metáfora es la isla. La novela es El miedo de perder a Eurídice (1979). Se trata ciertamente de una metáfora relativa, si consideramos que la existencia efectiva de una isla, Cuba, definió en buena medida el imaginario que alienta el ciclo abierto con Muerte por agua (1965; rebautizada como Reunión de familia) y ampliado con Celina o los gatos (1968), además de las obras de madurez ya mencionadas. La primera frase de su relato último, La forza del destino (2004), dice categóricamente: «Empeñados, siempre, en narrar la Isla». La isla de Cuba es narrada en esta novela definitiva, acaso la historia que se nos escamoteaba en los libros que le anteceden. La Isla es la imagen de la Utopía, en un sentido a la vez literario y político. Y la Utopía, conviene recordar, no es el lugar que nunca existirá, como algunos pretenden con el uso del adjetivo utópico (incluso Marx cayó en la trampa) sino, por el contrario, el lugar que no existe porque habremos de construirlo. Para ceñirnos a lo estrictamente literario, ese lugar no es otra cosa que el texto. («Todos los textos son islas», se dice en El miedo de perder a Eurídice.) Cuando Campos habla de la Isla, habla de un deseo concreto: establecer la autonomía de la ficción. Conviene decirlo de una vez: Julieta Campos es uno de los exponentes mayores de la mejor tradición narrativa mexicana, la del relato vanguardista, que tiene como precursora la olvidada Novela como nube de Gilberto Owen y cuya última expresión es el conjunto de nouvelles de Mario Bellatin. Ahí están, entre otros, Juan Rulfo, Salvador Elizondo, Josefina Vicens, Juan Vicente Melo o el José Emilio Pacheco novelista. Me temo que, aunque no habla de autonomía de la ficción, Campos adelantó mi argumento en su Eurídice, donde escribe: «Decir que el deseo engendra el relato es decir que engendra la utopía, que es decir que engendra la Isla». No deja de ser significativo que el fraseo de nuestra autora, su ritmo inconfundible, evoque el oleaje. Como las olas, su prosa delimita un espacio. Los relatos de Campos son universos autónomos, todo ocurre dentro de ellos con suficiencia: la narración y su imposibilidad, la escritura y su crítica. Vertebrado por una coherencia sorprendente, el conjunto de sus ficciones forma un archipiélago irrepetible en el panorama de la literatura mexicana. 

4. Más que un estilo, Campos es una voz. Una voz que se fragmenta, que se multiplica, que parece atender a la identidad escindida (y por lo tanto borrosa) de su autora, cubana y mexicana a un tiempo. «Somos todas las voces. Somos un torrente», escribe en La forza del destino. Lo que podría sonar a soflama demagógica es en sus relatos un recurso de desdoblamiento permanente: sus narradores presentan distintas perspectivas o posibilidades de la historia hasta convertirse, más que en voces autónomas, en un coro multiforme. Acaso este recurso sea un modo de representar la dialéctica de lo individual y lo social y, al mismo tiempo, de negar el principio de identidad. Porque, después de todo, ¿quién narra? Es probable que Campos se haya sentido identificada con aquella célebre y portentosa página titulada “Borges y yo”. A uno le suceden las cosas para que el otro escriba. Sin embargo, nuestra autora intenta resolver la dicotomía a través de la voz fragmentada y coral: en sus libros están la Julieta Campos mujer y la Julieta Campos narradora, a quienes se suman los personajes (narradores en muchos casos) que animan sus ficciones, y que, de algún modo, son también trasuntos de su autora. ¿Quién narra, entonces, en los relatos de Campos? Todos y nadie. 

5. Félix de Azúa ha distinguido entre los narradores de historias y los artistas de la narración. Los primeros recurren a la lengua codificada, utilizan el lenguaje como un simple vehículo comunicativo para contar una historia, con personajes, intriga y representación verosímil. Los segundos no están seguros de tener algo que contar, pero saben que su compromiso es, como ha dicho Juan Goytisolo, «el de devolver a la comunidad lingüística una lengua distinta de la que ha recibido en el momento de comenzar su propia creación». Y lo asumen situando en primer término su incandescente materia prima. Sobra decir que Campos es una de nuestras mayores artistas de la narración. Aquí me permitiré, sin embargo, una posdata política. Campos encarna un ejemplo notable de escritor de izquierda, o mejor, de persona de izquierda que escribe. Su nivel de sofisticación le impidió confundir los ámbitos: realizó una obra literaria de avanzada, comprometida con las exigencias de la narrativa de su tiempo. No hay, en ninguno de sus textos, voluntad aleccionadora en el campo político, si bien es difícil disociar la utopía que sus narraciones construyen de la utopía a la que sus compromisos políticos apuntaban. Me ubico a la izquierda de sus posiciones, pero no puedo dejar de añorar el tipo de intelectual que Campos representa, congruente en su vanguardismo tanto en lo estético como en lo político. Pocas cosas me parecen más repugnantes que la llamada “izquierda moderna”, término inventado por la derecha para impulsar el nacimiento de una izquierda a modo, posmoderna. La obra y el pensamiento de Julieta Campos dibujan algo bien distinto, ajustado a la exigencia de Rimbaud: ser absolutamente modernos. 

Leído en un homenaje a Julieta Campos con motivo de su muerte, junto a Fabienne 
Bradu y Margo Glantz. Casa Refugio Citlaltépetl, México DF, octubre de 2007

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