miércoles, 10 de septiembre de 2014

Formas del desconcierto

«Me ganaba la vida únicamente con el trabajo de mis manos», escribe Thoreau en el inicio de Walden, cuando rememora sus días en una cabaña construida por él a orillas del lago con ese nombre, en Massachussetts. La frase, leída al borde de una alberca en una escena de Color contracorriente (Upstream Color, 2013), adquiere peso en voz de Shane Carruth (Myrtle Beach, EEUU, 1972): director, guionista, actor, productor, compositor de la banda sonora, editor y camarógrafo de dos largometrajes que, tanto por sus medios de producción como por su modo de entender el relato audiovisual, proponen otra manera de hacer cine en la fábrica del imaginario global. 

Dos filmes, separados por nueve años de distancia, han bastado para situar a Carruth como una de las miradas cinemáticas más singulares de este siglo. Se trata de relatos arduos, rigurosos, donde se construye la posibilidad de un nuevo cine de ideas y, paralelamente, se ensayan sus formas. El espectador de Primer (2004) y Color contracorriente (su título comercial es engañoso: Los colores del destino) recibe por todo premio el desconcierto. A la par de sugerentes experiencias sensibles, son películas-enigma, ficciones con un sustrato científico que oscurecen sus claves para estimular interpretaciones. Después de todo, Carruth se formó como matemático y trabajó en el desarrollo de simuladores de vuelo. 

Aunque sus trabajos se inscriben en la ciencia ficción, lo que supone ciertos procedimientos, el cine de Carruth es poderosamente personal. Contra las cintas que plantean temas complejos con estructuras narrativas simplificadas –para cumplir la exigencia mercantil de comunicabilidad–, Primer y Color contracorriente piden al espectador una disposición específica. La segunda cinta, concretamente, convierte el visionado en una suerte de lectura multisensorial, donde los sonidos son tan significativos como las imágenes, en tanto los componentes del filme –las transiciones, por ejemplo– presentan distintos grados de interacción entre ellos. 

Célebre por su bajo presupuesto, Primer narra las tribulaciones de un par de ingenieros que, al construir un dispositivo que reduce el peso de los objetos, inventan accidentalmente una máquina del tiempo. La película es, ante todo, un desafío intelectual: la austera puesta en imágenes, donde se aprecia la precisa técnica de montaje del debutante, entreteje bucles temporales que llevan la trama al borde de lo ininteligible. La lectura política se impone: lo primero que Aaron (Carruth) y Abe (David Sullivan) hacen con su descubrimiento es explotar el mercado bursátil. El dinero aparece en sus vidas, y con él los dilemas morales –llevados a la textura del filme de 16 mm a través de filtros de color. La incapacidad de asimilar la nueva estructura de la realidad corroe el vínculo entre ambos. Carentes del menor asomo de espectacularidad, los viajes en el tiempo nunca antes fueron tan sobrios, tan íntimos. 

Si en Primer la irrupción del dinero disuelve el tejido de la amistad, en Color contracorriente se plantea la necesidad de reconstruir los vínculos. Kris (Amy Seimetz) y Jeff (Carruth) son personas quebradas en sentido dual, económica y emocionalmente. Ambos han experimentado un suceso traumático del que no tienen memoria: la inoculación de un gusano que permitió a un ladrón manipular su voluntad, sometiéndolos además al extraño ejercicio de copiar páginas de Walden. ¿Una forma de convencerlos de que lo mejor es una vida austera, sin pertenencias? Cuando hace tomar agua a Kris, las palabras del ladrón aluden al consumo como adicción: «Cada trago es mejor que el anterior, lo que te deja con el deseo de uno más». Carruth explora la dualidad del libro de Thoreau: por un lado, la defensa radical de la libertad individual (el mantra de la economía de mercado); por el otro, la construcción de una sociedad en comunión con el entorno, entregada a la felicidad. 

Despojados de sus posesiones, Kris y Jeff ven fracturada su identidad. El montaje de la cinta compone esa crisis: una visión fragmentaria que encadena planos de enorme riqueza sensorial, con un aire del estilo tardío de Malick, pero que no sucumben a su preciosismo trascendentalista. Aislados, quebrados, la mujer y el hombre se encuentran. Todo comienza a adquirir sentido a partir de entonces: surge una memoria común (¿metáfora del cine?), «una nueva experiencia del mundo desde el punto de vista de los Dos» (Badiou). Kris se libra del misterioso artista sonoro que, mientras se dedica a la crianza de cerdos –dobles animales de quienes fueron precarizados–, parece controlar sus vidas. La pareja distribuye copias de Walden entre aquellos que han sido sometidos: nace una comunidad, conciliada con su ser “natural”, acaso la que Thoreau imaginó al hablar de los aborígenes australianos: «¿No sería posible combinar la robustez de estos salvajes con la condición intelectual del hombre civilizado?». «El sol no es sino una estrella de la mañana», escribió el ensayista en la última línea del libro, y como tal se alza en el cielo de Color contracorriente

La Tempestad, México, marzo-abril de 2014

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