martes, 11 de septiembre de 2012

La querella de la cultura

Antes que una «durísima radiografía de nuestro tiempo y nuestra cultura», como lo publicitan tanto sus editores como los reseñistas afines, el último libro de Mario Vargas Llosa permite apreciar una de las características centrales del momento que vivimos: la primacía de la opinión sobre el pensamiento. Travestido de ensayo de ideas, La civilización del espectáculo es un compendio de artículos y conferencias que, aparecidos en diarios y revistas, opera como un largo y farragoso lamento por el fin de la cultura burguesa.

A la par que defiende a la economía de mercado –«sistema insuperado e insuperable para la organización de recursos»–, el escritor peruano denuncia una de sus consecuencias flagrantes: la banalización de los productos de la cultura derivada de su mercantilización (la industria cultural, para decirlo adornianamente). Y elige un término –algo extraño en un humanista liberal– asociado a textos bien conocidos de la tradición marxista: espectáculo. Remontémonos, por ejemplo, a Walter Benjamin: «La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma» (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936). Pero el libro referencial sobre este tema, con el que Vargas Llosa coincide superficialmente, es La sociedad del espectáculo (1967), de Guy Debord. Una frase basta, sin embargo, para distinguir la posición del francés: «La producción capitalista ha unificado el espacio, que ya no está limitado por sociedades exteriores. Esta unificación es a la vez un proceso extensivo e intensivo de banalización».

En la introducción del libro, “Metamorfosis de una palabra”, Vargas Llosa repasa algunas tesis sobre la cultura. Extraña, tratándose del tema central del libro, la falta de exhaustividad. El autor se detiene en T.S. Eliot, George Steiner, Debord y Gilles Lipovetsky; con el avance de la lectura, queda claro cuál es el espíritu rector de La civilización del espectáculo: «Eliot afirma que la alta cultura es patrimonio de una elite y defiende que así sea porque, asegura, “es condición esencial para la preservación de la calidad de la cultura de la minoría que continúe siendo una cultura minoritaria”». Con sus matices, el libro de Vargas Llosa se coloca en esa posición, si bien asume que el proceso de democratización cultural (y de la banalización que, según él, ésta produce) es irreversible. ¿Qué lamenta, entonces? La pérdida de autoridad, de jerarquías y de consensos estéticos, que considera una consecuencia del «carnaval» de Mayo del 68.

Es difícil poner en duda que la cultura ha sufrido, en Occidente, un proceso de transformación significativo en el último medio siglo, donde se ha gestado la llamada posmodernidad, célebremente definida por Fredric Jameson como «la lógica cultural del capitalismo tardío» (tardío: herencia –optimista– de Marcuse). Sin embargo, sólo la desinformación respecto al desarrollo de las artes contemporáneas puede llevar a alguien a afirmar lo que sigue: «nuestra época […] ya no produce creadores como Ingmar Bergman, Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona ícono del cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un Orson Welles, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura». Vargas Llosa no sólo parece desconocer las innumerables exploraciones fílmicas de las últimas décadas, sino que demuestra una ignorancia supina respecto a la importancia de Warhol, a quien considera un pintor.

Vargas Llosa se siente burlado por lo que experimenta ante la producción artística actual. Sobre la música, se limita a ejemplificar la decadencia a través de la música pop. Sobre la literatura, despotrica contra los best-sellers. ¿Está realmente informado el Nobel de literatura? Su libro es una triste respuesta negativa. El articulista semanal quiso escribir un ensayo polémico, pero entregó a imprenta un texto para la pequeña burguesía ilustrada que, incapaz de asimilar las transformaciones de la cultura contemporánea, prefiere acusar de timo a todo lo que escapa a su comprensión. 

¿Qué significa, hoy, defender la idea de “alta cultura”? Escribe Terry Eagleton en La idea de cultura (2000): «Además de otras cosas, es un instrumento por medio del cual un orden dominante se forja una identidad propia en piedra, palabras y sonidos». Es imposible, entonces, no recurrir de nuevo a Benjamin, en un pasaje de sus Tesis sobre la historia (1940): «Todos [los bienes culturales] deben su existencia no sólo a la fatiga de los grandes genios que los crearon, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie». Defender la “alta cultura”, hoy, es defender la “civilización” en el sentido imperial del término: la sociedad de clases. 

La civilización del espectáculo llega con décadas de retraso, lo que inhibe cualquier debate serio sobre sus postulados, demolidos anticipadamente por pensadores como Debord o Jameson. El primero los caracterizó como «pensamientos sumisos», cuyo carácter no dialéctico los vuelve equivalentes a la publicidad del sistema. El segundo, por su parte, ha hablado del «desgañitado patetismo con el que los conservadores […] lamentan la pérdida del pasado y de la tradición». Opiniones sin ideas, el libro es un llanto reaccionario en lo estético, lo político y lo moral (¡critica el sexo sin amor!). Vocero habitual del orden dominante (recomiendo la lectura de la página 182, donde explica lo que la cultura es para los liberales: una ideología que garantiza la circulación del capital), Vargas Llosa es incapaz de pensar fuera del sistema. La civilización del espectáculo, escrito con una prosa periodística muchas veces obtusa, es un fruto previsible de la cultura a la que pretende denunciar. 

La Tempestad, México, julio-agosto de 2012

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