Como ha escrito Slavoj Žižek, la resistencia es rendición. Acaso el deber de los espíritus verdaderamente críticos, en esta coyuntura, no es simplemente conservar lo ganado. Tal vez es momento de dar un paso adelante, de construir nuevamente, sin nostalgias, una crítica y un arte de vanguardia. Rebelión antes que resistencia. Hemos negado suficientemente, es tiempo de afirmar. Por ejemplo: que, como ha señalado Terry Eagleton, la crítica es siempre política. En ese sentido, y para mantenernos dentro de la jerga al uso, es radicalmente antidemocrática. Adelantémonos a los previsibles reparos: Esos tiempos han pasado, se trata de formas de resentimiento, su consecuencia última es el totalitarismo. Dejemos de lado las preguntas subyacentes –¿y si el nietzscheano repudio del resentimiento fuera lo verdaderamente pasado?, ¿y si el totalitarismo (estalinista) fuese el resultado de no haber sido suficientemente radicales, de haber dado un paso atrás?– y afirmemos: una nueva vanguardia no sólo es posible, es necesaria. La labor de la crítica es, hoy, imaginarla. Al crítico le corresponde ocupar el lugar que en el siglo XIX tuvo el poeta. Como ha escrito Ricardo Piglia, «la imagen del poeta como conspirador que vive en territorio enemigo es el punto de partida de la vanguardia desde Baudelaire».
Antes que nada, recordar: las vanguardias –y su pasión de lo real, para recurrir nuevamente a Badiou– se propusieron abandonar la representación a favor de la presentación. Así, el arte y la crítica de avanzada son aquellos que, literalmente, desenmascaran, ponen en evidencia la brecha entre lo real y su barniz ideológico. La vanguardia establece el presente, pues es puro acto. Puede afirmarse, entonces: en tanto apuesta a la disolución del semblante, todo gesto vanguardista es un atentado contra el orden burgués y su sistema de máscaras, la «sociedad del espectáculo», como la llamó Debord. En ella nada es verdadero, pues se ha legitimado lo falso: no el acontecimiento sino el simulacro, no la cosa sino la imagen, no el ser sino la apariencia. La sucesión ininterrumpida de mutaciones formales no es la eternización de la vanguardia sino su mortífera inserción en la lógica del mercado. Todo cambia pero nada es nuevo: de ahí que el posmodernismo sea una lógica cultural antivanguardista por naturaleza (del mismo modo en que el liberalismo es una ideología fundamentalmente antiemancipatoria). No hay en él convulsiones, apenas productos de temporada. Para diferenciar en este magma de obras cambiantes, debe apuntarse que un ejercicio de vanguardia es siempre desalienante y, por extensión, antiespectacular. Un ejercicio de vanguardia rastrea, en el hiato en entre el rostro y la máscara, el momento de verdad.
Siguiendo a Kierkegaard, no se trata de recordar sino de reanudar la experiencia del arte de avanzada: «Reanudación y recuerdo son un mismo movimiento, pero en direcciones opuestas; porque lo que uno vuelve a recordar ha ocurrido: así pues, se trata de una repetición que vuelve hacia atrás; mientras que la reanudación propiamente dicha sería un recuerdo que vuelve hacia delante». El primer paso de esta reanudación es el establecimiento de comunidades imaginarias: dado que los ámbitos de lo colectivo están suficientemente desprestigiados, la tarea de la crítica (de vanguardia) es fundarlos a través de cartografías del arte experimental y antimercantil. En plena posmodernidad –donde cambian las máscaras pero nunca el rostro–, la vanguardia es posible. Una película de Lars von Trier, un texto de Juan José Saer, una pieza de Julio Estrada, una obra de León Ferrari, un montaje de Romeo Castellucci, un edificio de Peter Eisenman: he ahí algunas marcas de constelaciones por trazar. No se trata de esperar el momento oportuno sino de reactivar la imaginación y el impulso utópicos. La cuestión es: ¿cómo establecer nuevas formas de subversión?
No debe perderse de vista el perfil eclesiástico del consenso democrático. Occidente, hoy, reúne a sus líderes en auténticos cónclaves (las llamadas cumbres), y define la marcha del mundo con acuerdos de naturaleza conciliar. Los medios de comunicación masiva son sus aparatos ideológicos. Abandonemos toda ilusión: la crítica de avanzada no puede desarrollarse desde los espacios hegemónicos. Salvo excepciones cada vez más escasas, los periódicos han dejado de ser el territorio natural de la crítica, que ha sido sustituida por formas de publicidad (o propaganda) disfrazadas. La capacidad integradora del sistema, su habilidad para convertir toda protesta en una nueva oferta mercantil, debe tenerse presente: la censura ya no es útil a los señores del dinero. De ahí que, aunque la denuncia siga siendo necesaria, resulte insuficiente.
La crítica de vanguardia ha de construir sus propios espacios, rehusarse a las supuestas libertades que, como dádivas, otorga el poder. La crítica de vanguardia ha de ejercer con severidad la disciplina y el rigor en tiempos de hedonismo democrático. La crítica de vanguardia ha de negarse a operar según el postulado que ha hecho del capitalismo una suerte de nueva Naturaleza, es decir, ha de ser cuidadosa de no ceñir su territorio a lo que el sistema legitima como posible.
Brecht se preguntaba en qué condiciones puede irrumpir lo nuevo. Una es la ruina de la lengua, el momento en el que se quiebra la relación entre las palabras y las cosas, cuando la creación verbal pierde prestigio a favor de la forma periodística. (Tal situación es la nuestra, como sabe cualquiera que lea los periódicos o fatigue la programación televisiva.) Otra es el abandono de las máscaras por parte del opresor, que muestra su rostro verdadero sin la necesidad de seguir masticando significantes vacíos (la democracia en primerísimo lugar). La crítica y el arte de avanzada persiguen el comienzo que implica lo nuevo, aquello que surge luego de la borradura de las apariencias. Conviene atender unos versos de Malévich: «Trata de no repetirte nunca, ni en el icono ni en el cuadro ni en la palabra, / si algo en tu acto te recuerda un acto antiguo, / me dice entonces la voz del nuevo nacimiento: / borra, cállate, apaga el fuego si es fuego, / para que los faldones de tu pensamiento sean más ligeros / y no se enmohezcan / para escuchar el hálito de un día nuevo en el desierto».
Después de todo, hablamos de la aspiración última de todo gesto vanguardista, el acontecimiento perseguido por Rimbaud: cambiar la vida. O mejor: alcanzar lo imposible. Habrá que estar atentos, entonces; rechazar toda forma de cooptación. La rebelión, decía Breton, se justifica por sí misma. Así en el mundo como en la crítica.
Plaquette crítica publicada con motivo del encuentro El Grito,
Casa Refugio Citlaltépetl, ciudad de México, septiembre de 2009
(algunos fragmentos pertenecen a un texto publicado anteriormente en Picnic)
Casa Refugio Citlaltépetl, ciudad de México, septiembre de 2009
(algunos fragmentos pertenecen a un texto publicado anteriormente en Picnic)
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