En “Razones” (1984), suerte de ars poetica que sirvió de pórtico a la primera antología del autor santafecino, nos dice: «Ya no vale la pena escribir si no se lo hace a partir de un nuevo desierto retórico del que vayan surgiendo espejismos inéditos que impongan nuevos procedimientos, adecuados a esas visiones». Para distanciarse de la proclama política, del tratado, del artículo periodístico, del manual, en suma, para abandonar la órbita del texto como proveedor de sentido y, por lo tanto, cómplice del discurso hegemónico, la prosa narrativa ha de nacer, en tanto arte, de una radical puesta en crisis. Si el lenguaje normalizado es la expresión de un mundo definido por convenciones, su perversión representa el cuestionamiento mismo de la naturaleza de lo real. Dado que su conocimiento –y por lo tanto su representación– es imposible, la realidad no es más que nuestra tentativa de expresarla.
Desde esta perspectiva, a un tiempo literaria y filosófica, Saer se dispuso a crear formas y procedimientos que se ajustaran a sus «espejismos». La lectura atenta de sus textos centrales –Cicatrices (1969), El limonero real (1974), La mayor (1976), Nadie nada nunca (1980) y Glosa (1986)– revela una filiación que termina por imponerse: la filosofía barroca de Leibniz, que presenta al mundo como una sucesión interminable de pliegues. Saer entendía la narración como «un modo de relación del hombre con el mundo»: desde la autonomía de la ficción, su obra está construida por una prosa que emula, con inconfundible precisión estilística, las escurridizas inflexiones de lo real. Si, como ya se dijo, representar es, por principio, una empresa fallida, el texto no hará más que registrar, desde la impotencia, nuestras vacilantes percepciones. Así, la supuesta realidad, el hipotético referente objetivo será interrogado a través de un dueto, conciencia y memoria, cuya fiabilidad es, ay, dudosa. La experiencia del mundo queda marcada, entonces, por los ineficaces medios usados para aprehenderlo. De ahí que la escritura de Saer insista en los detalles, en la descripción obsesiva de los objetos, acaso exorcizando así el vértigo provocado por el sentimiento de irrealidad.
Como explicó Gilles Deleuze en El pliegue (1988), Leibniz concebía el mundo como una comunicación, establecida a través de plegamientos, entre dos niveles, el inteligible (la materia) y el sensible (el alma). El sistema narrativo de Saer traduce ese esquema al vínculo que la escritura crea entre lo real y nuestra percepción. El resultado es una prosa espiral, un punto de vista que dilata los instantes, que produce arrugas en el tiempo: «el procedimiento se emparienta con el de ciertos pintores que emplean capas sucesivas de pintura de diferente densidad para obtener una superficie rugosa, como si le tuviesen miedo a la extrema delgadez de la superficie plana» (“Razones”).
Uno de sus relatos más radicales, “La mayor”, ayuda a entender la mecánica de la escritura saeriana, que, formulada desde una estética negativa que no hace concesiones al lector –o que, en todo caso, brinda lo que Harold Bloom llama «placeres difíciles»–, apunta a la creación de una lengua privada que se despliega y repliega en modulaciones y que, al radicalizarse, se desentiende del argumento, borra los límites entre prosa y verso y, convertida en forma pura, emula la autonomía de la música: «Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo, masticaban despacio y estaban, de golpe ahora, fuera de sí, en otro lugar, conservando mientras hubiese, en primer lugar, la lengua, la galletita, el té que humea, los años».
Esa entonación, podríamos decir, asmática se explica con una frase que Deleuze desliza en su libro sobre Leibniz y el Barroco: «percibir es desplegar». El ritmo hipnótico de la prosa –que asimila tanto las libertades como las restricciones formales de la lírica moderna– abre paréntesis sucesivos que revelan, en una suerte de sondeo espeleológico, zonas de percepción. En algunos momentos de El limonero real, el narrador se concentra en la reseña obsesiva de los pliegues de las superficies, como queriendo demostrar que la realidad es indescifrable, que el referente es inagotable, que el relato puede extenderse indefinidamente. En Nadie nada nunca, el Gato repite una especie de mantra: «Pliegues y pliegues, superpuestos, postigos elásticos de ventanas puestas unas detrás de otras en el largo corredor rojizo. Pliegues, y pliegues, y después otros pliegues, y más pliegues todavía. Y así al infinito».
Como los versos de su maestro Juan L. Ortiz, la escritura de Saer remeda las fluctuaciones del torrente fluvial: el agua, elemento estable, transita por el cauce adquiriendo su forma cambiante. Así, los aspectos invariables (el elenco de personajes, el paisaje del Litoral, las obsesiones temáticas) fluyen por estructuras y procedimientos renovados cuyo roce produce un murmullo distintivo: la frase saeriana, que impone su sonoridad oscilante, que se despliega y repliega revelando la incertidumbre ante lo real.
Alejada de su funcionalidad doméstica, reproduciendo los quiebres sucesivos de la materia, la prosa de Saer ya no comunica. Expresa, desde la intemperie, el carácter inestable y convulso de la belleza.
El Poeta y su Trabajo, México, otoño de 2005
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