Para Laura
La naturaleza humana, básicamente cambiante
e inestable como el polvo, no soporta las ataduras;
si se ata, no tarda en romper con rabia las cadenas
hasta que absolutamente todo queda hecho pedazos,
las paredes, las cadenas y su propio yo.
Franz Kafka subrayado por Kubrick
La naturaleza humana, básicamente cambiante
e
si se ata, no tarda en romper con rabia las cadenas
hasta que absolutamente todo queda hecho pedazos,
las paredes, las cadenas y su propio yo.
Franz Kafka subrayado por Kubrick
Han pasado diez años de la muerte de Stanley Kubrick, y su obra no deja de suscitar equívocos. Kubrick es, además de uno de los grandes cineastas de la historia, un mito. Incapaz de aceptar su supuesto aislamiento –que nunca fue más que una absoluta dedicación a su trabajo y una férrea defensa del ámbito privado–, la prensa se creyó obligada a crear un personaje a la altura de sus necesidades. El inicio del documental Stanley Kubrick. Una vida a través del cine (Jan Harlan, 2001) pone a bailar, al ritmo de La urraca ladrona de Rossini –haciendo eco, así, de la golpiza que Alex (Malcolm McDowell) propina a sus insurrectos drugos en Naranja mecánica (1971)–, algunos de los adjetivos que han terminado por dibujar la figura mediática del cineasta neoyorquino: misterioso, excéntrico, megalómano, solitario, demente, controlador, obsesivo, meticuloso, perfeccionista, enigmático, hermético, exigente, tirano, subversivo, fóbico. Como el propio Kubrick declaró en una entrevista, su leyenda terminó por adquirir vida propia, hasta independizarse de su persona casi por completo.
Hay un adjetivo que, sin embargo, escapa a la lista del filme de Harlan, si bien ha circulado durante décadas entre los miembros de cierto sector de la crítica: misántropo. Una miríada de textos ineptos han creído encontrar, tanto en las películas como en la biografía de Kubrick, a un artista que odiaba a la humanidad (con un encono especial hacia las mujeres). Se habla de ausencia de emociones, de pesimismo, de desprecio por las empresas de los hombres, de ironía despiadada. La contraofensiva de su círculo íntimo (familiares, amigos, colaboradores) ha disparado sus municiones en la dirección equivocada, pues acepta los términos de la discusión: ¿cómo podía ser misógino si vivía rodeado de mujeres?, ¿cómo podía ser un tirano alguien que ofrecía el más dulce de los tratos? Se reconoce su tacañería, su excentricidad, su carácter obsesivo, pero al mismo tiempo se busca disculparlo, situando su obra en la estela de un humanismo ajeno a los estereotipos, pero igualmente legítimo. ¿Se trata, entonces, de un largo debate propiciado por malos entendidos? ¿Y si el aporte central de Kubrick fuera, precisamente, haber producido un cine antihumanista?
Gilles Deleuze ha escrito que los grandes cineastas pueden «ser comparados no sólo con pintores, arquitectos, músicos, sino también con pensadores. Ellos piensan con imágenes-movimiento y con imágenes-tiempo, en lugar de conceptos» (La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, 1983). En ese sentido, Kubrick fue un autor que pensó desde el lenguaje audiovisual, en paralelo a algunos de los grandes filósofos de la segunda mitad del siglo XX, el antihumanismo. En nuestros tiempos de consenso democrático, donde la reflexión ha sido relevada por la opinión y la política por la administración, atestiguamos la restauración de la antigua doctrina de los derechos naturales del hombre. Se trata, como ha escrito Alain Badiou en La ética. Ensayo sobre la conciencia del mal (2003), de un «violento movimiento reactivo respecto a todo lo que los años sesenta habían pensado y propuesto». ¿A qué se refiere, específicamente? A los aportes de tres pensadores franceses que publicaron obras capitales en las mismas fechas en las que Kubrick filmó sus primeras películas maduras (lo que no quiere decir que lo hayan influido; se trata, más bien, de un movimiento simultáneo): Michel Foucault declaró que el Hombre es un concepto histórico, construido de acuerdo a un cierto discurso, a una temporalidad, y que por ello mismo es imposible fundar una ética universal a partir de él; Louis Althusser denunció que el humanismo es una elaboración ideológica de la burguesía y propuso, a partir de Marx, un «antihumanismo teórico»; Jacques Lacan expuso que el hombre no tiene ninguna sustancia, ninguna naturaleza, ninguna esencia. De ahí que, en años recientes, Giorgio Agamben haya concluido que el hombre es en potencia: «Los comportamientos y las formas del vivir humano no son prescritos en ningún caso por una vocación biológica específica ni impuestos por una u otra necesidad; sino que, aunque sean habituales, repetidos y socialmente obligatorios, conservan en todo momento el carácter de una posibilidad, es decir ponen siempre en juego el vivir mismo» (Medios sin fin. Notas sobre la política, 1996).
Cuando leemos un texto que acusa a Kubrick de misántropo, debemos entender el verdadero reclamo. No incomoda que odie a los hombres, sino que los presente al margen de las tranquilizadoras concepciones de la ideología humanista (es decir burguesa). Las emociones que despiertan sus películas nunca son las mismas, por la sencilla razón de que el significado es construido, no sin dificultades, por el espectador (de ahí que frecuentemente se hable, en lo referido a su trabajo, de ambigüedad o de ambivalencia). No encontramos en la pantalla a hombres buenos y malos (salvo en sus películas épicas, Patrulla infernal –1957– y Espartaco –1960–), percibimos por el contrario individuos en situación (el dolly out en cintas como Naranja mecánica o, especialmente, Barry Lyndon –1975– es ejemplar en ese sentido). ¿Era, entonces, un relativista moral? No. Cinematográficamente, se acerca a lo que Badiou ha señalado en la estela de Aristóteles: «No hay ética en general. Hay sólo –eventualmente– ética de procesos en los que se tratan los posibles de una situación». Así como no hay juicios preestablecidos –antes que demostrar, su cine muestra–, en las películas de Kubrick no hay emociones codificadas. Michael Herr entendió el asunto a la perfección cuando escribió en su Kubrick (2000): «Los críticos se quejaron, con abundancia de palabras, de que Ojos bien cerrados [1999], al igual que las demás películas de Stanley, no les decía una y otra vez lo que debían sentir, por lo que, añadían, era una película sin sentimientos».
¿Desde dónde pensar, entonces, el cine de Kubrick? Sus ideas fílmicas no son, ni por asomo, brechtianas, pero muchas de sus estrategias pueden asociarse al distanciamiento, procedimiento que separa lo real del semblante, el rostro de la máscara (y, en este caso, el hombre del Hombre). Su celebrado uso de la música –posiblemente no ha existido un director con mayor talento para establecer vínculos entre imagen y sonido– es un buen ejemplo. Antes de Kubrick –aunque por desgracia ha seguido ocurriendo después– la banda sonora tendía a establecer un determinado plano de sensaciones, conducía al espectador en la dirección emocional deseada. En Kubrick no sólo hay deslumbrantes moments musicaux (con 2001: Odisea del espacio –1968– y Barry Lyndon como logros mayores), verdaderos manifiestos sobre la autonomía del lenguaje cinematográfico –no pueden narrarse, sólo describirse–, hay también un permanente gesto irónico, un efecto distanciador: Naranja mecánica es el mejor ejemplo de ello (aunque oscila entre la ciencia ficción y la comedia negra, bien puede ser vista como un musical: piénsese en el momento en el que Alex practica la ultraviolencia junto a sus drugos mientras canta “Singing in the Rain”), pero también las secuencias inicial y final de Dr. Insólito (1964). Por un lado, cuerpos celestes y naves espaciales rotando al dictado de El Danubio azul de Strauss; por el otro, una sucesión de hongos atómicos montados al ritmo de “We’ll Meet Again” de Vera Lynn. (Hay una escena menos célebre en la que se aprecia, en otro sentido, el enorme rigor conceptual y la gran sensibilidad musical de Kubrick: hacia el final de Ojos bien cerrados, William Harford, interpretado por Tom Cruise, encuentra a su mujer –Nicole Kidman– dormida junto a la máscara que utilizó en una de sus aventuras nocturnas. La pieza elegida es Musica ricercata II, de György Ligeti, que, en el momento en que Harford se lleva la mano al corazón, sobrecogido, se detiene en una sola nota de piano, tocada obsesivamente, en un gesto que significó para el compositor húngaro, según ha declarado, dar «puñaladas a Stalin».)
Pero la música no es el único recurso a través del cual Kubrick impide que el espectador se identifique con lo que ve (su cine es claramente antiempático). El narrador, que en las primeras películas –Casta de malditos (1956) o Patrulla infernal– impedía la autonomía del relato fílmico, pues lo ligaba a sus orígenes literarios, adquirió una función distinta a partir de Lolita (1962). No es ya una voz que nos pone en contexto, sino que construye, a través de comentarios que nunca son meramente enunciativos, una distancia respecto a los hechos. Barry Lyndon es un momento cumbre de este procedimiento: el narrador (Michael Hordern) recurre a un tono alejado de la corrección palaciega que podría esperarse en una historia ambientada en el siglo XVIII para instalar un ánimo ambiguo en el espectador, que queda atrapado entre la majestuosa melancolía de Sarabande de Händel y la sutil ironía del narrador conjetural (cuya impronta puede detectarse, por ejemplo, en dos películas estrenadas en 2003: Dogville, de Lars von Trier, y Las maletas de Tulse Luper, de Peter Greenaway).
Las actuaciones son un punto importante en la cuestión del distanciamiento. Se sabe que Kubrick extenuaba –es una manera de decirlo– a los intérpretes haciéndolos repetir decenas de veces las escenas. Su intención era alejarlos del naturalismo, aunque aspiraba por momentos a lograr algunas escenas cargadas de “normalidad”. Herr ha escrito que el cineasta seleccionaba, en el montaje final, «las tomas donde [a los actores] se les veía más exagerados, incómodos, emocionalmente confusos». Jack Nicholson, por ejemplo, fue literalmente exprimido –a veces con resultados notables– en El resplandor (1980): por momentos nos convence de ser Jack Torrance, para luego transformarse lo mismo en un consumado comediante que en un terrorífico psicópata. En Naranja mecánica –junto a Dr. Insólito, su obra más fársica– Kubrick lleva al extremo la teatralidad amparado en la inmejorable actuación de Malcolm McDowell. Los resultados, en este caso, demostraron ser contradictorios (y sospechosamente antipolíticos). Como ha visto el director Michael Haneke, la película representa un «error de cálculo». La hiperestilización de la brutalidad impide el distanciamiento del espectador hasta el punto de volverla consumible, incluso entretenida. Paradójicamente, Kubrick parecía tener clara la cuestión en una entrevista: «diría que el tipo de violencia que puede provocar ciertos impulsos es la “divertida” […] Violencia irreal, violencia saneada, violencia presentada como una broma». La prueba más clara de su fracaso –conceptual, mas no estético– es el entusiasmo que la cinta despertó entre grupos de vándalos ingleses, que encontraron en ella una suerte de motivación suplementaria. Kubrick terminó retirándola de la exhibición en la Gran Bretaña: se trata de una de las autocríticas más contundentes en la historia del cine.
Así como descreía de la “naturaleza humana”, Kubrick no rindió culto a ninguna concepción preestablecida del cine. Aunque su estilo se volvió claramente identificable a partir de Dr. Insólito y en términos de factura hay un rasgo común a todas sus cintas –la búsqueda de la perfección, la máxima depuración a través de muy diversas técnicas–, todas ellas son radicalmente distintas entre sí (lo que no impide que su obra forme un conjunto coherente): en su historia, en su registro, en su contexto histórico, en su género. Este último aspecto sirve para entender la gran inteligencia que anima el cine de Stanley Kubrick (1928-1999). El cineasta comprendía a la perfección la función del género: establecer un código compartido entre el director y el público, pero también, en palabras de Rick Altman, «enlazar y explicar todos los aspectos del proceso, desde la producción hasta la recepción» (Los géneros cinematográficos, 1999). Aparentemente, sus filmes funcionan siempre dentro de uno o más cánones genéricos: noir (El beso del asesino –1955–, Casta de malditos), bélico (Miedo y deseo –1953–, Patrulla infernal, Cara de guerra –1987–), épico (Patrulla infernal, Espartaco), comedia (Lolita, Dr. Insólito), ciencia ficción (2001, Naranja mecánica), drama de época (Barry Lyndon), terror (El resplandor), melodrama (Lolita, Ojos bien cerrados), el thriller (Casta de malditos, de nuevo Ojos bien cerrados). Kubrick, sin embargo, desmontó cada uno de esos sistemas expresivos para ofrecer obras de arte disfrazadas de productos industriales, como lo hicieron ciertos autores de serie negra respecto a la novela policial. Hay, entonces, un desplazamiento de algunas funciones del género, lo que desemboca, en mayor o menor medida, en un efecto paródico. El cineasta Jaime Rosales ha llamado a este proceso «transgresión invisible», a su juicio la gran lección de Kubrick: «avanzar en un lenguaje que quiere redefinirse sin perder de vista al espectador». En este plano, el complejo entramado simbólico –una suerte de exorcismo de las visiones del pasado y del futuro en las películas anteriores de su autor, como ha sostenido Fredric Jameson– que articula una aparente historia de fantasmas como El resplandor la convierte en un logro mayúsculo.
Volvamos al inicio. ¿Acaso no se ha acusado a Kubrick, también, de deshumanizar a sus personajes? Resulta interesante asociar su “frialdad” y su “insensibilidad” –en suma, su impiedad– a las de los constructivistas rusos de los años veinte, que celebraban la mecanización y rehuían todo psicologismo. (Paradójicamente, el estalinismo significó la restauración del viejo hombre del humanismo, el individuo psicológico, esta vez inscrito en el «socialismo con rostro humano». Hoy se reclama, desde la ideología liberal de los derechos del hombre, en medio de una profunda crisis económica global, la construcción de un «capitalismo con rostro humano».) Lo que esa vanguardia perseguía no era otra cosa que la superación del Hombre, esa entelequia dominada por pasiones y sentimientos y enraizada en la tradición (burguesa). Es momento de defender el antihumanismo de Stanley Kubrick como un paso decisivo del cine moderno hacia su autonomía artística. Su obra es sobre la humanidad, no sobre lo que el humanismo postula acerca de ella. De ahí que sea pertinente preguntarse por qué, en una película (2001) y un proyecto (Inteligencia artificial, materializado en 2001 por Steven Spielberg, que conservó diversos gestos de la idea original), el director neoyorquino piensa en la posibilidad de una humanidad que trasciende su cuerpo y afirma su inmortalidad en las máquinas. En este punto, y para finalizar, citemos nuevamente a Badiou: «Cierto, la humanidad es una especie de animal. Es mortal y depredadora. Pero ni uno ni otro de estos papeles pueden singularizarla en el mundo de lo viviente. En tanto que verdugo, el hombre es una abyección animal, pero es preciso tener el valor de decir que en tanto víctima, en general no es mucho mejor. […] Ahí está el hombre, si se insiste en pensarlo: en aquello que hace que se trate […] de una bestia que resiste de una manera muy diferente que los caballos: no por su cuerpo frágil, sino por su obstinación en persistir en ser lo que es; es decir, precisamente otra cosa que una víctima, otra cosa que un ser-para-la-muerte, o sea: otra cosa que un mortal».
La Nave, Veracruz, septiembre de 2009
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