lunes, 12 de noviembre de 2012

La pesadilla de lo real

Gracias quiero dar al divino
laberinto de los efectos y de las causas
por la diversidad de las criaturas
que forman este singular universo…

Jorge Luis Borges, “Otro poema de los dones” 

El otro, el mismo
En Arqueologías del futuro (2005), su excepcional estudio sobre la ciencia ficción, Fredric Jameson encuentra, en los dos filmes mayores de Ridley Scott, un momento de quiebre en la concepción de la figura del otro. Así, mientras Alien. El octavo pasajero (1979) presenta a un extraterrestre en buena medida arraigado en la tradición, cuya singularidad extrema impide que lo asimilemos plenamente, Blade Runner (1982) da vida al «otro como el mismo», el androide, cuya diferencia es problemática pues comparte con nosotros la apariencia física (y no sólo ella). En ese sentido, Prometeo (2012) es el espacio narrativo donde ambas figuras son puestas en tensión. Por un lado, formas de vida alienígenas que –ahora lo sabemos– operan como armas biológicas; por el otro, un androide depurado al máximo que, a diferencia de los replicantes, no tiene un tiempo de vida limitado.
 

En realidad, la figura del otro en los filmes de ciencia ficción de Scott es proteica. Ya en Alien el esquema era, antes que dual, tripartito: primero, el “jinete del espacio” –convertido retroactivamente en un “ingeniero”, en Prometeo–, cuyo cadáver es hallado en el planeta LV-426; luego, la criatura feroz, depredadora, capaz de cambiar de forma, que sirve de vértice al relato de terror; por último, Ash (Ian Holm), el androide que protege los intereses de la Corporación en la nave Nostromo. La triada reaparece en Prometeo, pero David (Michael Fassbender) es un heredero de Roy Batty (Rutger Hauer) antes que de Ash. Recordemos el monólogo hamletiano del replicante de Blade Runner: «He visto cosas que ustedes no creerían. […] Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia». David es un androide que ha superado la melancolía (en cierto modo es inmortal), pero no la curiosidad.
 

Más allá de la opulenta puesta en imágenes, en el caso de Prometeo asistida por un refinado uso del 3D, la grandeza de los filmes de ciencia ficción de Scott reside en la inteligencia con la que esquiva los significados previos de la figura del alienígena, tanto en la literatura como en el cine. (Etimológicamente, el término es aplicable lo mismo a los extraterrestres que a los androides: alien, otro; igen, origen.) Su monstruo –la criatura de H.R. Giger– no es hijo de la Guerra Fría, es decir, no es una metáfora del comunista infiltrado en la sociedad liberal; es, más precisamente, una figura de lo real, como veremos en el siguiente apartado. Del mismo modo, su replicante no es un trasunto del extranjero, que trastoca el funcionamiento de la comunidad al introducir tradiciones exógenas, sino un reflejo de la irremediable mortalidad de los hombres. Los “ingenieros” de Prometeo invierten la función del androide («el otro como el mismo») y postulan el mismo como otro, una figura siniestra en el sentido freudiano, el terror que sobreviene al percibir lo extraño en lo familiar. Los “ingenieros” son nuestros creadores, es decir, nuestros “padres”; como se sabe, el padre es una figura ambivalente en la que conviven el amor incondicional y la hostilidad, producto del temor infantil a la castración.
 

Viscosidad de lo real
Slavoj Žižek se detuvo por primera vez en Alien, uno de los fetiches a los que recurre constantemente para plantear el problema de lo real, en el libro que sentó las bases de su estilo expositivo, El sublime objeto de la ideología (1989). Tema central del último Lacan, lo real constituye, junto a lo simbólico y lo imaginario, la triada de registros del ser que el pensador ilustró con un nudo borromeo, en cuyo centro se inscribe el objeto a, la causa del deseo. En tanto no puede integrarse en el orden de la significación (es su límite, aquello que le da forma), lo real no puede ser representado, sino apenas aludido. De ahí que la sangre del alien sea corrosiva: disuelve las apariencias, el tejido de la realidad (un intento de representar el encuentro traumático con lo real del que, a fin de cuentas, surge la conciencia). El xenomorfo habita la intersección de lo imaginario y lo real, pues en última instancia, como explica Žižek en Cómo leer a Lacan (2006), es la libido: vida en estado puro, con la supervivencia y la reproducción como únicos fines.
 

Clément Rosset nos permite intuir, en una hipótesis general deslizada en El objeto singular –publicado, por cierto, el año del estreno de Alien–, el posible motivo por el que Scott, con una visión artística superior, inscribió a estas películas en el género del terror (en Prometeo, si se quiere, parcialmente): «lo otro que da miedo no es lo desconocido, sino lo conocido en tanto que otro. El objeto terrorífico es entonces lo real en persona, percibido como insólito y bizarro». Y agrega: «Lo que aterroriza […] es lo real: no solamente en tanto que es singular, sino también en tanto que le corresponde ser terrorífico por su misma singularidad, desde el momento en que ésta es, para el que está confrontado a ella, una amenaza sin previo aviso (ya que su singularidad prohíbe, por principio, llamar al otro para esquivar su acontecimiento)». (Es difícil no pensar aquí en una cinta hermana de Alien, de 1982: La cosa del otro mundo. La pieza maestra de John Carpenter espejea la obra de Scott e incluso es posible pensarla, desde el título original, a partir das Ding, la Cosa, un concepto que Lacan recupera de Freud.)
 

Con estas lecturas como punto de partida, Prometeo puede ser entendida como una nueva exploración de lo real en su dimensión viscosa, de aquello que se niega a disolverse a través de la significación. Scott identifica un peligro, del cual toda la película es una metáfora: la manipulación genética. ¿Qué es el viaje al planeta LV-223, una posible base militar, sino la voluntad de acercarse al ADN primordial, a la clave de la vida humana? El filme encarna una ansiedad que el eslogan captura con precisión: «Ellos fueron en busca de nuestro origen. Lo que encontraron podría ser nuestro fin». Como ha escrito Jacques-Alain Miller, «lo real inventado por Lacan no es lo real de la ciencia. Es un real azaroso, contingente, en tanto falta la ley natural de la relación entre los sexos. Es un agujero en el saber». Prometeo plantea que, en el momento en que nos internemos en el núcleo de lo real de la especie, en su condición previa a la división sexual, sobrevendrá un encuentro intolerable con lo real. Los “ingenieros” encarnan esa pesadilla: no sólo nos engendraron, sino que diseñaron un arma biológica para aniquilarnos llegado el momento.
 

Formas de vida
En un par de versos del apartado final de “Canto de mí mismo” (1855), Whitman escribió: «Me alejo como el aire, agito mis blancos rizos hacia el sol fugitivo, / Vierto mi carne en remolinos y la disperso en jirones de espuma». Es prácticamente una descripción anticipada de la primera secuencia de Prometeo. Los “ingenieros” siembran la vida en la Tierra, en un acto ritual. Sus motivos son enigmáticos. Sabremos, más adelante, que también han sido capaces de crear a una especie polimorfa, cuyo aspecto depende del huésped del que se sirve, y que posiblemente utilizan para dar fin a sus descendientes en otros planetas. En Alien y sus secuelas, la Corporación que emplea a los tripulantes de las distintas naves, entre ellos Ellen Ripley (Sigourney Weaver) –la «amazona del espacio peligroso», como la llama Elfriede Jelinek–, se muestra muy interesada en el xenomorfo con el que se tiene contacto en el planeta LV-223, al grado de estar dispuesta a sacrificar a sus trabajadores si ello le permite hacerse de un ejemplar.
 

Ambas películas tienen como trasfondo, con más de tres décadas de distancia entre sí, la noción de biopoder, el control y la administración de la vida, de la fuerza productiva, uno de los bastiones del desarrollo capitalista, como sabemos por Michel Foucault. Ese biopoder, sin embargo, abre las puertas a una biopolítica: la vida, más allá de su origen, tarde o temprano se emancipa. Lo experimentan no sólo los “ingenieros” respecto al alien, que se vuelve contra ellos, sino el hombre respecto a los androides, que al adquirir conciencia, como se ve en Blade Runner y Prometeo, comienzan a tomar sus propias decisiones. El ser viviente quiere persistir, y en algún punto de su desarrollo quiere hacerlo en libertad.
 

Ripley y Elizabeth Shaw (Noomi Rapace) son, en tal sentido, figuras de rebelión. No es casual que se trate de mujeres: la posibilidad de concebir es crucial. Ambas, en algún momento, albergan al alien, y se niegan a engendrarlo a pesar de que la Corporación –que, como ha hecho ver Thomas Pynchon respecto a las grandes empresas, tiene necesariamente un carácter orgánico– les exige conservarlo. Ripley, en Alien 3, incluso se autoinmola para evitar que el monstruo nazca (una vez más). Shaw, por su parte, es estéril, pero paradójicamente aborta a un molusco implantador de aliens. Son, después de todo, obreras, proletarias que se resisten al control de sus cuerpos.
 

En este punto, Scott hace en Prometeo una suerte de guiño, acaso involuntario, sobre la saga de Alien. Después de todo, ¿no es la criatura, con su voluntad feroz de persistir, un espejo de la franquicia que nació al terminar los setenta? El Estudio (20th Century Fox), como la Corporación, busca explotar al máximo esa forma de vida polimorfa, singular, que incluso atenta contra sus propios intereses cuando se la pone a luchar contra el depredador de una franquicia menor. Prometeo es el nacimiento de una nueva saga, cuya difícil tarea será cuando menos equiparar la que conforman Aliens, el regreso (James Cameron, 1986), Alien 3 (David Fincher, 1992) y Alien: la resurrección (Jean-Pierre Jeunet, 1997). Ni siquiera Cameron fue capaz de disminuirla.
 

Un universo corporativo
Si en la Antigüedad naturaleza era el nombre de lo real, a partir de la modernidad ese nombre es capitalismo. En la saga de Alien no se percibe poder estatal alguno: los planetas –sus minerales, sus formas de vida– son explotados por empresas privadas. En Prometeo, la expedición es financiada por la Weyland Corporation, que se convertirá en Weyland-Yutani (a partir de Alien, cronológicamente posterior), un gigantesco organismo que, al parecer, administra la vida en el universo conocido. Scott ha sabido dar a su díptico un sutil espíritu anticapitalista: el verdadero peligro para los trabajadores no es la especie alienígena, sino la Corporación que busca explotarla a cualquier precio.

«La producción económica está atravesando un período de transición, en el que cada vez más los resultados de la producción capitalista son relaciones sociales y formas de vida. Dicho de otra manera, la producción capitalista está tornándose biopolítica», escriben Michael Hardt y Antonio Negri en Commonwealth (2009). Y añaden: «La acumulación capitalista en nuestros días ocupa una posición cada vez más externa respecto al proceso de producción, de tal suerte que la explotación cobra la forma de la expropiación del común». Prometeo, que transcurre en 2093, habla, como todo relato de ciencia ficción, del presente, y retoma las intuiciones de Alien: todo ha sido privatizado, incluso los cuerpos son propiedad de la Corporación.

La misión de la nave Prometeo es, en principio, científica: encontrar nuestro origen, el rastro de los “ingenieros”, a partir de las coincidencias de diversos mapas estelares encontrados en pinturas rupestres de culturas primitivas. El centenario Peter Weyland tiene, sin embargo, una agenda personal: desea que esos “dioses” le concedan más vida. Cuando David se lo plantea al único “ingeniero” que queda vivo, éste enfurece, le arranca la cabeza y hiere al magnate, cuya fantasía de eternidad se convierte en certificado de defunción. Su hijo androide, sin embargo, sobrevive. Seguirá explorando la galaxia con sus aires del Peter O’Toole de Lawrence de Arabia: «El truco, William Potter, es ser indiferente al dolor».


Icónica, México, otoño de 2012

1 comentario:

  1. Y pensar que la mayoría ve tan sólo mera ciencia ficción.

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