El reto es lo que sostiene
a lo que puede abismarse.
“Filo de equilibrio” (1992)
I
En su acepción original, no burlesca, la parodia es una suerte de canto paralelo, una voz que incorpora sonoridades vecinas, sin imitarlas. La parodia otorga significados nuevos a expresiones que han quedado en desuso, da vida a lo que, de otro modo, sería letra muerta. La escritura de Daniel Sada es, en tal sentido, un complejo ejercicio paródico. En su prosa conviven –otros lo han señalado– la estética del corrido, la poesía del Siglo de Oro y el habla popular del norte de México, pero la extrañeza que produce su lectura surge de ciertos desplazamientos: en su sistema narrativo, los elementos de la tradición adquieren funciones completamente nuevas. La métrica del romance español y de su hijo mexicano, el corrido norteño, deja de estar al servicio de las hazañas de los héroes –semidioses medievales, en el primer caso; revolucionarios o últimamente narcotraficantes, en el segundo– para adoptar la moral del fracaso, marca indeleble de la narrativa moderna.
Octosílabos, sobre todo, pero también endecasílabos y alejandrinos dan a esta escritura una musicalidad que, en determinados momentos, cuando sus arrebatos la distraen del seguimiento servil de la trama, alcanza la soberanía del tarareo, deviene ritmo que percute en la conciencia del lector: «la musiquita trola de su palabrerío despertaba rarezas de admiración y mundo» (“Todo y la recompensa”, en Juguete de nadie y otras historias, 1985). Hay una música, entonces, un frenesí que carga de intensidad a relatos que, dada su escasez argumental, se desmoronarían de manera estruendosa en otras manos:
De ayer es la historia de hoy, de ayer la malversación. En Castaños, en invierno, pocas son las diversiones que entretienen a la gente. El acurruque es mejor, el gozo junto al fogón. Los ambientes embebidos de cocinas olorosas y mujeres trabajando: muy fume y fume los hombres dado que se saben cómo desviar el aburrimiento que traen los días desiguales de ventoleras y hielos; pues, cuando nadie supone, de pronto el sol sale grande como en tiempo de verano: los asombros se hacen tema que no dura una mañana porque antes del mediodía las nubes nublan al pueblo y por la tarde los fríos entran delgados mordiendo por debajo de las puertas: el viento echa niebla y lío para que la gente aguarde: por la noche, sin salir, ya sea que amanezca gris o se produzca un milagro. [Albedrío, 1989]
En un neobarroco como Sada los desiertos y caseríos del norte de México producen horror vacui, de ahí que su prosa funcione por acumulación. Frente al vacío, el vigor de la forma; frente al silencio, la riqueza verbal. Hay un vínculo singular entre los vocablos desierto y palabra, que en latín y en hebreo tienen un origen común. El primero remite a lo que separa; el segundo, a lo que une. La palabra, antídoto del desierto: de ahí que en la poética de Sada confluyan el Piporro (el habla norteña) y Góngora (el uso del hipérbaton), síntesis menos excéntrica de lo que se supone. Una virtud tan devaluada como el “oído” adquiere en este sistema narrativo nuevos significados: sin titubeos a la hora de detonar la hilaridad, Sada produce frases que hacen coexistir cultismos, coloquialismos y arcaísmos. En el uso del habla vernácula como materia prima, y dentro de una tradición muy específica de la narrativa mexicana, es un discípulo aventajado de autores como Martín Luis Guzmán (en sus Memorias de Pancho Villa), Agustín Yánez, Juan Rulfo o José Revueltas.
Es conveniente, sin embargo, no restringir la genealogía de Sada a la literatura mexicana. En Ese modo que colma (2010), su último libro de cuentos, una suerte de canon personal se desliza de manera inesperada. El burócrata Atilio Mateo, protagonista de “Atrás quedó lo disperso”, tiene la costumbre de regalar ejemplares de la obra cumbre de Carlo Emilio Gadda, El zafarrancho aquel de via Merulana, cuyos destinatarios tienen vivencias funestas después de su lectura. Excepto Gastón, desempleado aficionado a los libros exigentes:
Leyó con rapidez el Ulises, de James Joyce; La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y la Divina Comedia, de Dante Alighieri, la traducción directa del toscano al español acometida por Bartolomé Mitre, en verso endecasílabo; teniendo en su haber otros retos pendientes: Paradiso, de José Lezama Lima; Gran Sertón: Veredas, de João Guimarães Rosa, y La vida instrucciones de uso, de Georges Perec. Una de las opciones más deseadas era la famosa novela de Carlo Emilio Gadda (y hela aquí), amén de otras proezas del mismo autor: La mecánica y El aprendizaje del dolor, que a saber cuándo las hallaría, en traducción castellana, desde luego; en fin, hazaña por venir, como sería la localización en librerías de otra obra italiana importante: Los Malasangre, de Giovanni Verga…
Inmediatamente se imponen las asociaciones: los recursos paródicos de Joyce, el barroquismo de Broch, la apropiación dialectal de Dante, la proliferación de historias en Perec, el universo rural de Verga, para no hablar de la filiación evidente de Sada con Lezama Lima y Guimarães Rosa. Podría agregarse a Guillermo Cabrera Infante.
En el caso de Gadda, detengámonos en la excepcional “Nota a la traducción” del Zafarrancho de Juan Ramón Masoliver:
Con un sentido esencialmente plástico, acción e implicaciones se confían a los gestos, a los nombres mismos y palabras de los personajes, cuya habla distinta basta a caracterizarlos y develar su psicología, costumbres, opiniones y reacciones sin menester otra intervención, análisis ni consideraciones del autor. Modos dialectales y ribetes eruditos, retornos estróficos, onomatopeyas y tics, que de los diálogos ascienden al recitado mismo del autor.
La descripción del arte de Gadda podría aplicarse, sin modificaciones, a la prosa de Sada. El idiosincrásico uso de los dos puntos, que en el mexicano es un recurso a la vez rítmico y sintético, revela el influjo profundo del narrador italiano.
II
Los textos mayores de Sada –Registro de causantes (1992), Albedrío (1989), Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (1999), en algún sentido Casi nunca (2008)– surgen del rigor conceptual, del ajuste entre imaginario y escritura. Forman, en conjunto, un gran tratado tragicómico sobre la vida de provincias. Salvo excepciones, sus relatos nos hablan de un destino tan imperturbable como fallido. Nada avanza, todo permanece pavorosamente inmóvil. Sus personajes vagan por el mundo, discurren sin sentido: su aparente dinamismo no es más que la vibración de un tiempo suspendido en una tierra abandonada por Dios. Como si hiciera eco del tedio de sus creaturas, paralizadas por una palabrería frenética, la prosa anula el progreso de las historias hasta reducirlas a una suerte de escena pictórica en la que van acumulándose detalles (casi siempre nimios) que dan a la superficie una apariencia densa y grumosa.
En Sada, la parodia es ley del mundo. La potencia de su estilo surge de esa revitalización constante de las formas. El «¿Cómo decir ahora?» que abre Una de dos (1994) explica bien la clase de autor a la que nos enfrentamos. Cómo decir: el cuestionamiento que todo artista de la narración debe plantearse antes de acometer un relato. Cómo decir ahora: cada época impone una problemática estética distinta. De ahí que Sada no se haya mantenido siempre fiel al uso de la métrica. Sus libros posteriores a Porque parece mentira… se desentienden de esa obligación para apostar por un ritmo sostenido en la aposiopesis: frases truncas, omisiones que instalan la duda y el desconcierto en el lector, que sin embargo se sabe leyendo un idioma dentro del idioma.
Un pasaje de Luces artificiales (2002): «Milagrosa puerta esa, que trajo la calma, permitiendo a su vez un deslinde prudente de quien presto a recomponer halló en un santiamén dos derroteros: una acción y una conjetura». Los relatos de Sada se desarrollan, así, mediante acciones y conjeturas. El narrador se entromete en la historia, ironiza, exhibe las inseguridades de los personajes. Eso no le basta: constantemente dinamita nuestras certezas, pone en duda la validez de las acciones. Supone, presume, calcula. En las capacidades retóricas del narrador –el personaje central de todo el universo sadiano– es evidente la estirpe cervantina. La lección del Quijote es dual. Por un lado, la conjetura como procedimiento narrativo; por el otro, la elevación de la parodia a arte mayor. Aquí puede intuirse la coyuntura que hizo de Sada un neobarroco (por más que se sintiera incómodo con esa denominación). La parodia es característica de los estilos postclásicos, de su reacción ante la retórica imperante. ¿Acaso el canon de la literatura mexicana no tiende precisamente al clasicismo, a la palabra justa y el verbo templado?
Aunque se instaló joven en la ciudad de México, Sada construyó una escritura que se opone a los estilos dominantes en el centro del país. Su admiración por el Piporro no es, en ese sentido, circunstancial; es una afinidad en más de un sentido política. Monsiváis es útil en este punto: «Se necesitaba un arquetipo para uso exclusivo de los norteños de México y, en el límite del barroquismo, un actor depura al personaje y lo convierte en arquetipo de una cultura fronteriza, un modo de ser mexicano en ambientes naturales, un regocijo nómada. Y parecerse a Piporro obliga a Eulalio González a educar la voz hasta volverlo un prontuario de costumbres». Sada entendió que no existe un uso “natural” de las palabras, que la lengua literaria arroja realidades una vez que, paradójicamente, asume su carácter artificial.
La prosa de Sada –sus versos rara vez tienen el mismo nivel– puede asociarse a la poesía neobarroca latinoamericana en una dirección concreta de esta tendencia, señalada por Roberto Echavarren en el prólogo de la muestra Medusario: «es una reacción tanto contra la vanguardia como contra el coloquialismo más o menos comprometido». En otro momento de ese texto, pareciera que habla de nuestro autor, a propósito del ethos al que lo hemos asociado: «El arte barroco repudia las formas que sugieren lo inerte o lo permanente, colmo del engaño. Enfatiza el movimiento y el perpetuo juego de las diferencias, dinámica de fuerzas figurada en fenómenos. Es un arte de la abundancia del ánimo y de las emociones, que no son jamás, sin embargo, transparentes».
III
Metáfora de la soledad, el desierto expresa un desamparo casi cósmico. En los territorios donde Sada dispone sus historias, los caseríos dispersos se erigen por oposición al vacío. Sus habitantes deambulan tratando de averiguar quiénes son, pero la ausencia de respuestas instala en ellos una férrea moral del fracaso. El desierto invita a la errancia, a la búsqueda –siempre fallida– de la identidad. Pero, sobre todo, motiva la rebelión frente al silencio. Primero el balbuceo, después la palabra. Luego la frase y, tal vez, la epopeya. O más bien su contrario. El personaje tragicómico es, en palabras del propio Sada, «un infatigable trabajador desilusionado».
En Lampa vida (1980), Hugo Retes, payaso fracasado, frecuentemente apedreado, busca un lugar en el que su vocación sea aplaudida, para él mismo reconocerse como aquello que ha querido ser. En Albedrío, Chuyito –niño harto de regaños– huye de su casa (y de la escuela) para unirse a los gitanos que pasan por su pueblo, quienes lo transforman en una milagrosa enana barbuda. En Una de dos, Constitución y Gloria Gamal –gemelas idénticas– forman, desde la muerte prematura de sus padres, una pareja indivisible: decidirán compartir a un pretendiente, fieles a su parecido. En Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, Cecilia y Trinidad González se verán convertidos súbitamente en un fin de raza al desaparecer sus hijos, Salomón y Papías, a los que rastrearán infructuosamente, como para confirmar su propia existencia. Errancia sin tregua en busca de la identidad. Y, en el transcurso, una metralla de palabras.
Luego de Porque parece mentira…, auténtico monumento de la lengua, Sada optó por trasladar su moral del estropicio al desconcierto urbano. Aunque pasajes de Luces artificiales, Ritmo delta (2005) y La duración de los empeños simples (2006) manifiestan la estatura de su autor, las novelas carecen de la reverberación entre materia del relato y prosa de sus ejercicios anteriores. Las mejores manifestaciones de su visión desencantada se hallan en sus dos novelas maestras, Albedrío y Porque parece mentira…, pero también en un puñado de cuentos admirables repartidos en Juguete de nadie, Registro de causantes y El límite (1997), donde el tedio desértico hace mella en los personajes.
Sada entendió que, para no sucumbir al reconocimiento por lo ya logrado, se imponía la necesidad de dar un giro a su proyecto narrativo. Pero no replanteó su escritura ni su manera de encarar el texto: decidió renovar los decorados. Lo que en apariencia es intrascendente adquirió un peso insospechado: al mudar las historias del desierto y sus poblados a la ciudad, el sustento conceptual de su proyecto fue afectado en lo esencial. La tentativa iniciada con Luces artificiales tuvo en La duración de los empeños simples la confirmación de su naufragio: despojada de su relación con la zona de realidad de la que surgió, la prosa queda abandonada a peripecias más cercanas a la gesticulación que al estilo.
Sin embargo, Sada siguió fiel a su preocupación fundamental: la búsqueda de la identidad. En Luces artificiales, Ramiro Cinco trata de enmendar su fealdad a través de la cirugía plástica que, supone, transformará la medianía de su destino. La duración de los empeños simples continúa por esta senda –abandonada parcialmente en Ritmo delta– a través de una familia cuyos miembros tratan de darle sentido a sus vidas al amparo de ciertas obsesiones: Leonora, la madre, a través de la urinoterapia y el naturismo; Alberto, el padre, mediante la creación de geografías imaginarias; Luis Lauro, el hijo, convirtiéndose en un poeta de vanguardia. Pero las novelas urbanas de Sada se obstinan en simplificar. Los juegos con la métrica –que el título La duración de los empeños simples sea un endecasílabo no debe confundirnos– se abandonan a favor de la elasticidad de la forma, que no siempre está a la altura de las exigencias. Ese recurso, comprensiblemente, dejó de ser válido para el narrador, pero Una de dos había demostrado que su autor podía sostener el rigor de su escritura sin ceñirse a corsé alguno.
El rigor regresa en esa suerte de summa sadiana que es Casi nunca, novela problemática por distintos motivos. Gestado en los años ochenta, cuando Sada encontró su voz distintiva, el texto logró su forma final más de dos décadas después. Encontramos esa prosodia inconfundible, pero con un enfoque en buena medida clásico. Es una novela lograda, tal vez la mejor que urdió luego de Albedrío y Porque parece mentira la verdad nunca se sabe (a la que parece responder: casi nunca), pero representa el reconocimiento de una imposibilidad, la de abandonar el ámbito de sus primeros libros. «Me crearon el resquemor de que no puedo escribir sobre la ciudad porque la impregno con mi mundo», dijo en una entrevista cuando se le preguntó por el peso que otorga a la crítica. Comedia a la vez erótica y ranchera ambientada en los años cuarenta, Casi nunca no está exenta de destellos deslumbrantes, pero en ella asoma el anacronismo.
En los cuentos de Ese modo que colma (2010) se hallan las mejores páginas del último Sada. La variedad formal de los relatos revela, si no una renovación, sí el dominio pleno de los materiales narrativos, la exploración firme de un universo cerrado aunque diverso. Un caso merece atención, sin embargo, “El gusto por los bailes”, que abre el volumen. Cuento en verso, es un ejemplo perfecto de por qué los hallazgos de Sada se hallan en la prosa: el octosílabo, que hace del relato una suerte de canción norteña, carece de cualquier valor poético: la anécdota es banal y queda la sensación de que el capricho es el motor. Todo lo contrario ocurre en el resto de los textos, piezas pulidas, hilarantes, donde el arte paródico sadiano se percibe en plenitud. Ahí están los infatigables trabajadores desilusionados, que recuperaron su sentido en Casi nunca con la figura del agrónomo Demetrio Sordo, otro buscador de identidad.
Ponciano Palma y Sixto Araiza, los choferes que protagonizan A la vista (2011), pertenecen a esa estirpe, pero la novela se lee con la impresión de que pudo ser un cuento. Parodia y delirio del verbo, la poética de Sada, en este punto, se estanca. Uno oye nuevamente esa voz inconfundible, una de las más notables de la literatura contemporánea en castellano, pero la trama, lejos de encarnar el desconcierto del hombre moderno –para lo que el desierto es un escenario privilegiado–, se extravía en recursos que la emparientan con el cine mexicano más costumbrista.
En sus abundantes páginas maestras, no obstante, la prosa de Sada da al fracaso la dignidad de la epopeya. En un tiempo en el que el lenguaje ha sido degradado hasta lo indecible por los medios, su escritura se antoja, antes que una forma de resistencia, una negativa a participar de la corrupción de las palabras: la lengua como campo de batalla. Uno sale de los textos sadianos con la sensación de haber lidiado con una materia incandescente. En sus frases, el idioma está vivo: late. Si, como creía Karl Kraus, la lengua es un barómetro del estado del mundo, queda alguna esperanza luego de leer Albedrío, luego de leer Porque parece mentira la verdad nunca se sabe. Sus paisajes de la derrota adquieren, desde esa perspectiva, un paradójico aire utópico. Hay que respirarlo.
Héctor Iván González, ed., La escritura poliédrica.
Ensayos sobre Daniel Sada, Tierra Adentro, México, 2012.
(El ensayo es la síntesis, la ampliación y la corrección de textos aparecidos anteriormente
en Cuaderno Salmón, Letras Libres (ay), Otra Parte y La Tempestad)
No hay comentarios.:
Publicar un comentario