Los pichiciegos, subtitulada Visiones de una batalla subterránea, narra la historia de una comunidad clandestina de desertores que, en espera del fin de los combates, habita un refugio subterráneo, bautizado por ellos como la pichicera. (En algunas regiones de la pampa argentina se conoce como pichiciego a una variedad del armadillo.) Las esperanzas están perdidas y lo que tiene lugar es la construcción de una sociedad capitalista regida exclusivamente por la acumulación. El comercio con los ingleses –un sistema de trueque: información sobre las posiciones del ejército argentino a cambio de provisiones– se sostiene en el liderazgo de el Turco (como se apoda en el Río de la Plata a las personas de origen árabe), quien no admite otra moral que la del comercio. Así, el escenario de la ficción es un espacio cerrado antes que los paisajes nevados de las islas; se narra la configuración de una comunidad hermética, no la épica de una batalla desigual. ¿En qué sentido puede hablarse, entonces, de una novela sobre la Guerra de las Malvinas? Los pichiciegos es otra cosa: un relato anticipatorio –se tiene la tentación de usar la palabra clarividente– sobre el fin de la dictadura cívico-militar argentina y la llegada del, para usar un término de Alain Badiou, capital-parlamentarismo (al que, por un abuso semántico, llamamos democracia).
Conviene entender las condiciones de escritura de este libro, una de las cumbres de la narrativa argentina contemporánea. Fogwill, que además de sociólogo es publicista y mercadólogo, que además de ser un escritor de primer orden se regodea en ciertos pasajes de su biografía, trabajó durante la dictadura tanto para una de las empresas intervenidas por el gobierno de Roberto Viola –general de la genocida Junta Militar– como para el grupo Socma, un holding de los Macri, familia de millonarios con amplia influencia en Argentina. (Mauricio Macri, hijo del magnate Franco Macri, es el actual alcalde de Buenos Aires, luego de su paso por la presidencia de Boca Juniors.) Reúno estos antecedentes para ayudar a entender el papel que en Los pichiciegos juegan ciertos saberes, que no por casualidad tienen que ver con la supervivencia y el negocio, que aquí son la misma cosa. El asunto es, entonces, que Fogwill sabía. ¿Qué sabía? Que, dentro del propio régimen, se estaba cocinando la democracia. De ahí que sus personajes hablen de futuras elecciones, en ese momento impensables. El escritor lo explica en sus propios términos en una entrevista aparecida en Clarín el 25 de marzo de 2006, con motivo de la reedición de Los pichiciegos: «trabajaba en Socma y sabía cómo se estaba fabricando el tránsito a la democracia. En realidad, ellos apostaban a [Ítalo Argentino] Luder, el candidato del peronismo, […] el plan cultural de la democracia lo escribí yo, en Socma, para Luder. Era uno de los tantos miles de papers que salían para proyectos de gobierno». Con su habitual ferocidad, agrega: «[en Los pichiciegos] deposito en clave un montón de datitos, para que vean que yo me avivé y que todos los demás son unos pelotudos. Es la venganza del tipo que entiende. Y esos datitos tienen un valor literario, obviamente».
Con independencia de su estatura estética, Los pichiciegos funciona, insisto, como una novela de anticipación. Su tema no son las Malvinas, excusa que permitió a Fogwill urdir un universo específico y una trama. Su tema es la sospechosa naturalidad con la que Argentina pasó de la sangrienta dictadura a la democracia liberal, es decir, a la forma política del capitalismo avanzado. Fogwill no enjuicia, señala. Su posición es ambigua, cuando no confusa. Simplemente sabía que desde el propio régimen se fraguaba el paso al neoliberalismo, que requería de formalidades “democráticas” para funcionar. «Esto termina con una elección», pensó el escritor cuando inició la guerra.
Para finalizar, conviene citar un pasaje de la novela que funciona alegóricamente –y, de paso, muestra la capacidad expresiva de una prosa que articula la condensación claustrofóbica de la lengua–: «El polvo químico. En estas putas islas no queda un solo tarro de polvo químico. ¿Por qué lo derrocharon? Lo derrocharon, lo olvidaron: ¡No queda un puto tarro de polvo químico! / Ni los ingleses ni los malvineros, ni los marinos ni los de aeronáutica: ni los del comando, ni los de policía militar tienen un miserable frasquito de polvo químico, tan necesario. No hay polvo químico, nadie tiene. / Con polvo químico y piso de tierra, caga uno, cagan dos, tres, cuatro, o cinco y la mierda se seca, no suelta olor, se apelotona y se comprime y al día siguiente se la puede sacar con las manos, sin asco, como si fuera piedra, o cagada de pájaros. / Así cagaban antes, hasta que se agotaron las existencias de polvo químico».
La dictadura cívico-militar no ofrecía ya garantías a los dueños del capital, el desempeño económico era desastroso. La recuperación de las Malvinas fue el intento desesperado de la Junta de afianzar un poder que se le iba de las manos. Pero se había acabado el polvo químico. Cuando todo comenzó a heder, se puso en marcha el negocio de la transición democrática, cuyo desenlace fue, luego de la caída de Alfonsín, la llegada al poder de Carlos Menem, con resultados por todos conocidos. ¿Cómo no pensar en el Turco de Los pichiciegos? ¿Cómo no ver en esta novela magistral un ejercicio de clarividencia? Democracia y consumo, restos de una guerra.
Istor, México, invierno de 2008
No hay comentarios.:
Publicar un comentario