martes, 10 de noviembre de 2009

El retorno a lo real

La gasolinera no recibe tarjeta de crédito. El dependiente ofrece improperios, no ayuda. Cruzando la calle, un cajero automático. No funciona. En el banco, el joven intenta explicar su situación, ansioso porque su automóvil obstruye la circulación en la gasolinera, pero recibe un empujón de alguien de la fila, cae al piso: es expulsado. Vuelve al automóvil. Toma un arma de la guantera. Baja, enfila. Cruza la calle, pistola en mano. Entra en el banco, dispara a la gente. Regresa a la gasolinera. Ya en el auto, se vuela los sesos.

¿Qué clase de violencia atestiguamos en la secuencia final de 71 fragmentos de una cronología del azar (1994)? La película de Haneke presenta un conjunto fragmentario de planos (71, precisamente), registros distantes de una serie de acontecimientos aparentemente inconexos, separados en el montaje por abruptos fundidos. Todo recibe el mismo tratamiento: una expresión de amor, las tribulaciones de un niño inmigrante, la relación de un padre con su hija, la masacre en el banco. Reacio a cualquier psicologismo, el filme jamás construye el perfil psicológico de Max (Lukas Miko), estudiante devenido asesino. Desconocemos la fisiología de su comportamiento, sus resortes emocionales. La mirada glacial impide la empatía del espectador.

Sobre la violencia (2008), de Slavoj Žižek, permite abordar la cuestión con claridad: «En el sitio primario de nuestra mente, las señales fehacientes de violencia son actos de crimen y terror, disturbios civiles, conflictos internacionales. Pero deberíamos aprender a distanciarnos, a zafarnos de la fascinante atracción de esta violencia “subjetiva” directamente visible, violencia practicada por un agente claramente identificable. Es necesario percibir los contornos del fondo que produce esos arrebatos». Es interesante, aquí, vincular el distanciamiento (step back from) que solicita Žižek con el procedimiento del mismo nombre articulado por Bertolt Brecht. ¿Acaso no es precisamente ese efecto didáctico el que busca Haneke en sus filmes? Pensemos en Funny Games (1997), cuyo remake en lengua inglesa se estrenó en 2007. ¿Qué significa el guiño que nos hace Paul (Arno Frisch / Michael Pitt)? ¿Por qué nos pregunta si ya hemos tenido suficiente? Estos gestos brechtianos, además de recordar al espectador que está presenciando una ficción, lo vuelven cómplice de lo representado. En Funny Games (o Juegos sádicos, en la “traducción” de la distribuidora mexicana) la violencia es puesta en imágenes a través de largos planos que no nos ahorran nada… salvo el clímax. En Haneke, y esto es significativo, las víctimas mortales están fuera de campo. El tempo responde a una razón a la vez estética y política: hacer del cine una expresión antitelevisiva. Frente al cine mercantil, que convierte la violencia un producto de consumo, un espectáculo, Haneke ofrece una parodia de thriller en la que la tensión entre comedia y tragedia coloca al espectador en una posición distante, esencialmente reflexiva.

Funny Games es, de algún modo, la secuela de El video de Benny (1992), segunda cinta de la «trilogía de la glaciación» que completan El séptimo continente (1989) y 71 fragmentos…, películas todas surgidas de noticias aparecidas en la prensa. Haneke recupera al actor Arno Frisch como protagonista, como si Benny, el adolescente que para averiguar «cómo es» una muerte “real” liquida a una estudiante, terminara con los años convertido en un psicópata que hace del homicidio un entretenimiento junto a su amigo Peter (Frank Giering / Brady Corbet). Este díptico evidencia, con una explicitud ausente en el resto de su filmografía, el tema central del cine del director austriaco: no la violencia sino su representación. Pero ¿qué clase de violencia es representada?

Es importante volver a Sobre la violencia. Žižek establece tres categorías de la violencia: subjetiva (crimen, terror: la perturbación del estado “normal” de cosas), objetiva (racismo, discursos del odio, discriminación: el elemento inherente a ese estado “normal” de cosas) y sistémica (consecuencia del funcionamiento de nuestro sistema político-económico, «la contraparte de una violencia subjetiva demasiado visible»). Para Haneke, en ese sentido, la televisión tiene una función muy clara: es la interfaz entre las violencias sistémica y subjetiva, mantiene la invisibilidad de la primera a través del encuadre de la segunda. En las películas del director austriaco (nacido en Múnich en 1942), el aparato televisivo está siempre presente: acompañando la agonía de una familia suicida en El séptimo continente, mediando el asesinato de una adolescente en El video de Benny, presentando imágenes bélicas en 71 fragmentos…, chorreando sangre de un niño en Funny Games, arrojando imágenes pornográficas en La pianista (2001), haciendo saber a una familia que es vigilada en Observador oculto (2005). El extremo de la crítica a la cultura televisiva tiene lugar en Funny Games, cuando Anna (Susanne Lottar / Naomi Watts), en cierto momento, toma el arma de sus captores y asesina a Peter. Al espectador lo embarga un sentimiento de júbilo ante la venganza (que se experimenta como justicia); la decepción se instala en él cuando Paul toma un control remoto y retrocede la cinta, negando la acción de la mujer para aclararnos que no hay escapatoria: nos sabemos, por fin, manipulados. Explica Haneke: «Estoy preocupado por la televisión como el símbolo clave de la representación mediática de la violencia, y más generalmente de una crisis mayor, la cual veo como nuestra pérdida colectiva de la realidad y la desorientación social. La alienación es un problema muy complejo, pero la televisión está certeramente implicada en él. Nosotros, por supuesto, no percibimos ya la realidad sino, en su lugar, la representación televisiva de la realidad». ¿Y si la violencia fuera, más allá de su representación, una desesperada vuelta a lo real por parte de individuos cuya experiencia del mundo ha sido desrealizada? En La suspensión política de la ética (2005), Žižek propone –a partir de Genevieve Morel– una escena de La pianista como signo inequívoco de esta lógica: la total ausencia de coordenadas del deseo en Erika (Isabelle Huppert), la sensación de irrealidad en la que la sumen sus fantasías sexuales, la lleva a cortarse la vagina con una navaja, como si el dolor autoinflingido representara un retorno a lo real. Difícil no asociar esta figura al suicidio de la familia Berner en El séptimo continente.

El director austriaco es uno de los maestros del cine contemporáneo entre otras razones por la asombrosa coherencia conceptual de sus proyectos. No es la trama sino la forma la que delinea el mensaje de cada cinta. En ella, el hábito es presentado, y aquí uso palabras de Žižek, como «el medio de la violencia social». El hábito no es sólo un factor que colabora en la desrealización y, por extensión, en la aparición de actos violentos “irracionales”, es la materialización misma de la violencia sistémica, encarnada en la incomunicación (71 fragmentos…, Código desconocido), la represión (La pianista, Observador oculto, El listón blanco), la marginalización (de nuevo Observador oculto
y El listón blanco) o la alienación (El video de Benny). La vida cotidiana como ritual sin sentido, los gestos repetidos al infinito (El séptimo continente). O, en el contexto inmediatamente anterior a la Gran Guerra, las normas de comportamiento de una sociedad opresiva y conservadora, la educación que siembra en los niños la semilla del odio, una semilla, por otra parte, masificada, como acaso nos quiere hacer ver el blanco y negro de El listón blanco (2009). En una larga secuencia de 71 fragmentos…, Max practica ping-pong obsesivamente: un golpe, otro golpe, uno más. (Es sabido que una de las funciones del deporte es liberar energías agresivas.) Como ha escrito Félix de Azúa en otro contexto, «muy pocos comprenden que esta acumulación de violencia invisible nunca es inocua».

La apacible vida vienesa es contrapunteada en 71 fragmentos… por la violencia bélica mediatizada. La aparente distancia del conflicto es tranquilizadora, permite olvidar que es el sustento de las “pacíficas” sociedades de bienestar. (El olvido de las responsabilidades, sin embargo, puede no ser eficiente. En Observador oculto, el éxito de Georges Laurent (Daniel Auteuil) y la marginación del argelino Majid (Maurice Bénichou) muestran su mutua necesidad en una escena de estremecedora violencia.) Pero la representación televisiva es también garantía de realidad. Un niño rumano sobrevive en las calles ante la indiferencia general. Cuando, exhausto, se entrega a la policía, la historia aparece en los noticieros. Sólo entonces una familia decide adoptarlo. Por lo demás, la masacre bancaria termina realizándose cuando la difunde el noticiero.

Los aportes estéticos y éticos del cine de Haneke no deben distraer de su mensaje eminentemente anticapitalista. En El séptimo continente, Anna (Birgit Doll) tira los ahorros de la familia en el escusado, como parte de una destrucción ritual de los bienes, que los Berner reducen a añicos con una prolijidad perturbadora, como si para poder “partir” la pareja y su hija tuvieran que borrar las huellas de su paso material por el mundo. Por otra parte, las muertes de 71 fragmentos… tienen lugar en el espacio que articula la vida de los personajes del filme: un banco. Hay, incluso, la representación de un fermento: en el orden precapitalista de El listón blanco se insinúa el nacimiento de la sociedad que engendrará al nazismo, esa reacción brutal a los movimientos emancipatorios de los años treinta del siglo pasado.

El cine de Haneke es una reflexión sobre la violencia sistémica y las trampas del entretenimiento, que la disfraza de subjetividad para mejor consumo de la sociedad del espectáculo. El potencial utópico de sus filmes reside en mostrar, vía el distanciamiento y la provocación, la violencia intrínseca del orden social capitalista. De ahí que, a pesar de sus hallazgos estéticos, El tiempo del lobo (2003) sea una cinta fallida. Al imaginar el paso siguiente para la reinvención de la vida comunitaria, Haneke, como otros de sus contemporáneos, sólo pudo concebirlo a través de una catástrofe sin nombre que obliga a los habitantes de las ciudades a buscar refugio en el campo. Ese tropiezo no impide situarlo como uno de los indudables maestros del cine contemporáneo: «El cine es el arte de la manipulación. Siempre he querido que mis películas sugieran una duda en cuanto a la realidad que muestran en la pantalla. Es para alertar al espectador, para despertar su vigilancia. También es posible, gracias al poder del cine, luchar contra las imágenes que, hoy en día, quieren hacer de la brutalidad un producto consumible. Para mí, Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini, tuvo ese papel. Me chocó tanto que me sentí mal durante mucho tiempo. Es una de las pocas películas de la historia del cine que hace entender lo que significa la violencia. Habría que volver a hacer un Saló de vez en cuando». Con radicalidad, sin concesiones, Haneke lo ha hecho varias veces, sacudiendo la pasividad del espectador, al que nunca trata como consumidor. Después de todo, la ruptura del hábito no es otra cosa que la obediencia al mandato de Rimbaud: cambiar la vida.

La Tempestad, México, noviembre-diciembre de 2008
(con añadidos posteriores, a raíz del estreno de El listón blanco)

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