La obra de Sebald (1944-2001) ha sido asociada, con excesiva frecuencia, a la melancolía. Más allá de la sospechosa rehabilitación de ese estado en el campo de los estudios culturales –la fidelidad obsesiva al objeto perdido induce, en última instancia, a la inacción–, una lectura atenta de los textos sebaldianos revela que, a pesar de las frecuentes muestras de temperamento melancólico, la órbita que rige su literatura es la del duelo y no la de Saturno, el astro de quienes padecen la bilis negra. Como escribió en el prólogo de La descripción de la infelicidad (1985), ésta «incluye en sí la posibilidad de su superación». ¿No estamos, entonces, ante un escritor que realiza un trabajo de duelo en lugar de uno que percibe un devenir siempre trágico? Es posible que el propio Sebald no tuviera del todo clara la distinción, a pesar de sus nada escasos conocimientos en el campo de la psicología.
Su interés en la «amnesia colectiva» alemana proviene de ese luto reflexivo, y constituye uno de los temas centrales de su obra, como lo muestran algunos de los potentes ensayos de Campo Santo, dos de los cuales –“El remordimiento del corazón” (sobre Peter Weiss) y “Con los ojos del ave nocturna” (sobre Jean Améry)– pertenecen a la edición original –la española prescindió de ellos– de Sobre una historia natural de la destrucción (1999), libro prefigurado en “Entre historia e historia natural” (1982) y que bien pudo incluir “Construcciones del duelo” (1983), reflexión sobre Günter Grass y Wolfgang Hildesheimer que arroja luz sobre el propio Sebald. En Inglaterra, donde pasó más de la mitad de su desarraigada existencia –en Austerlitz (2001) creó a su alma hermana–, el escritor encontró la distancia necesaria para mirar la terrible historia reciente de su país: «No hay hasta la fecha una explicación adecuada de por qué la destrucción de las ciudades hacia el final de la Segunda Guerra Mundial, con las escasas excepciones que confirman la regla, no fue objeto de descripción literaria, ni entonces ni más tarde, aunque de ese problema reconocidamente complejo hubieran podido sacarse con cierta seguridad conclusiones importantes sobre la función de la literatura». Así, el exilio voluntario desembocó en una mirada a la vez distante y compasiva que, a juzgar por el dibujo de Jan Peter Tripp que ilustra la portada del poemario póstumo Sin contar (2003), tenía una expresión incluso fisiológica. El Holocausto, por un lado; los muertos de los bombardeos aliados, por otro: entre una y otra catástrofe, el silencio de toda una literatura. Basta leer, a este respecto, los conmovedores relatos incluidos en Los emigrados (1992).
Como Walter Benjamin, Sebald practicó una arqueología de la modernidad. Y encontró un recurso que convirtió su prosa –formada por pacientes pliegues, por intensas sinuosidades en las que Proust y Bernhard conviven de un modo inesperado– en el espacio idóneo para el trabajo de duelo: la memoria. Una memoria que busca reconstruir los lugares tanto naturales como urbanos que el hombre, el cáncer de la Tierra, como lo llamó Cioran, ha arrasado. En ese sentido, sus paseos –a la vez físicos y bibliográficos: las lecturas se tejen con las experiencias vividas– representan una especie de método. Como se lee en Vértigo (1990), Los anillos de Saturno (1995) o los fragmentos narrativos sobre Córcega incluidos en Campo Santo –capítulos de un frustrado libro sobre la isla–, el ánimo contemplativo de Sebald produce relatos en los que ficción e historia, autobiografía y ensayo, crónica de viaje y apunte reflexivo coexisten sin fisuras. El paseo –que, significativamente, lo llevaba a diversos cementerios– era practicado por él como una manera de exorcizar cierto vacío vital que en ocasiones lo absorbía; no es casual, entonces, su afinidad con el escritor suizo a quien dedicó un texto magistral en Hospedaje en una casa de campo (1998), volumen aún inédito en español del que se desprende El paseante solitario. En recuerdo de Robert Walser. En ese texto, maduro e inconfundible como los que aparecen al final de Campo Santo, la voz de Sebald se libera de los corsés genéricos para entregarnos, sencillamente, ejemplos insuperables del arte de la narración.
«Mi medio es la prosa, no la novela», declaró nuestro autor en una entrevista, y sin embargo compuso tres libros de versos que lo ubican como un poeta en absoluto despreciable: Del natural (1988), For Years Now (2003; escrito en inglés y aún no traducido a nuestra lengua) y Sin contar (2003), en el que sus textos dialogan con los excepcionales dibujos de Tripp, compañero de la escuela primaria a quien Sebald dedica un texto integrado a Campo Santo. En Sin contar encontramos, sencillamente, ojos: de artistas, de amigos, de escritores. Ojos que nos miran por encima de poemas escuetos, esenciales, que recogen sutiles epifanías. Una de ellas, inscrita debajo de la mirada inclemente de Beckett, y que remite a la música de los salmos bíblicos, me parece la metáfora perfecta para expresar el modo en el que la obra de un gran escritor, y Sebald lo es, nos cobija: «Te cubrirá / con sus / plumas / & / entonces tú / descansarás / entre sus alas».
Hoja por Hoja, México, julio de 2007
No hay comentarios.:
Publicar un comentario