miércoles, 10 de septiembre de 2014

Utopía y redención

No hay tiempo. La frase, pronunciada por todos, no se refiere ya a un momento concreto. Destruida la continuidad de la experiencia, fragmentada nuestra atención, el devenir ha sido abolido: hay sólo esto, aquí, ahora. No hay tiempo. Sin tiempo no hay relato, y sin relato nuestro enlace con la realidad se deteriora. El magma indistinto de la comunicación termina por anegarlo todo, por instaurar un presente perenne. Franco Berardi Bifo escribe en The Uprising. On Poetry and Finance (2012): «Sólo un acto de lenguaje que escape a los automatismos técnicos del capitalismo financiero hará posible el surgimiento de una nueva forma de vida». Hay, entonces, una tarea política para la literatura del presente, en un entorno de colapsos nerviosos: la reactivación de lo sensible a través de la recuperación del tiempo. No se trata necesariamente de escribir fábulas sobre el tiempo, como llamó Ricœur a La señora Dalloway, La montaña mágica o En busca del tiempo perdido, sino de colocar esta problemática en el núcleo de la actividad del narrador. 

Desde su singularidad irreductible, Peter Handke (Griffen, 1942) ha asumido esta empresa, que podría describirse como la búsqueda del «momento de la sensación verdadera», para usar el título de uno de sus libros. A través de los años, el austriaco ha vinculado esa idea al cambio constante de las condiciones de escritura (de sus condiciones de vida). El resultado: una obra de enormes diversidad y originalidad. Cualquiera que ha leído a Handke sabe que se trata de un autor capital, pero es además un pensador en el sentido más amplio del término; ha hecho de la narración su método de conocimiento. Escribe en Ensayo sobre el cansancio (1989): «el arte de narrar como la forma de hablar más generosa y que originariamente está más libre, casi siempre, de las opiniones del que narra». 

La noche del Morava, novela de 2008 traducida ahora al castellano –por Eustaquio Barjau, su mejor intérprete–, se inscribe de manera brillante en lo que Handke ha buscado en sus libros desde finales de los ochenta: la reinvención de la epopeya. Hay, para el austriaco, un cansancio «bueno», aquel que nos desarma, que nos sustrae del hábito para permitirnos estar en presencia de las cosas, obtener una auténtica imagen. «La mirada épica», escribe en Historia del lápiz (1985), «es aquella que, en el enorme vestíbulo de la estación de trenes, permanece inmutable, y afectada por todo». Esta forma de entender la epopeya, ligada con frecuencia al viaje –un tema caro a Handke–, ha producido obras como El año que pasé en la bahía de nadie (1994) o la monumental La pérdida de la imagen o por la sierra de Gredos (2002). El escritor se ha negado a aceptar el ethos de la novela moderna: el fracaso. Sus personajes, sin embargo, no son héroes a la usanza tradicional –hoy sólo viables en la industria del entretenimiento–, no participan de la moral del triunfo sino que aspiran a romper la aparente clausura del mundo. El héroe handkeano busca «hacerse digno de habitar la Tierra». 

Novela que se ubica entre las más extensas de la bibliografía de Handke (471 páginas), La noche del Morava espera del lector una disposición específica: «un libro, el fruto de la calma y de la paciencia, el fruto del tener tiempo». El relato, que posee algunas características de las epopeyas medievales, expone el «viaje circular» de un escritor austriaco, evidente trasunto de Handke, por diversos territorios europeos. El narrador es uno de sus siete testigos –deambula en el lugar una misteriosa mujer, ocasionalmente interviene en la historia–, que escuchan su relato durante una noche, en un barco que flota en el río Morava, anclado a la orilla de un enclave serbio. El viaje transcurre en los Balcanes, así como en lugares de España, Alemania y Austria. El ex autor, como le llaman quienes lo oyen, pues lleva años sin escribir, reflexiona no sólo sobre la desintegración de Yugoslavia –un tema que ha aparecido en la obra del austriaco desde el polémico Un viaje de invierno a los ríos Danubio, Save, Morava y Drina, o justicia para Serbia (1996)–, sino sobre la soledad, la literatura o el amor. En trece capítulos de una extensión progresivamente menor, Handke organiza experiencias lo mismo reales que oníricas a través de una prosa cuya cadencia se sostiene en el uso de subordinadas, que siempre aportan sentido. 

En el inicio del segundo capítulo irrumpe el tiempo como tema, en una suerte de explicación de los procedimientos de la novela: «aquí siento, o barrunto a la vez, que él, el tiempo, el querido tiempo, está de mi parte y que yo, así que en mi narración pasan sólo cosas buenas, me muevo, no, me apoyo en él. Y esto, me parece, hace que en el tiempo de la narración, a diferencia de lo que ocurre en el tiempo del cómputo […], en vez de fechas dadas de antemano, prescritas, se ofrezcan formas, o simplemente fórmulas del tiempo con cuya ayuda puedo jugar, sí, saltar, sí, investigar y olvidar el tiempo que está en vigor». Los hechos, narrados de forma autorreflexiva, comprimiendo y dilatando el tiempo de todas las formas imaginables, se evaporan, sorpresivamente, en las últimas páginas. ¿Fue un sueño? O ¿es el modo en que Handke nos dice que el recuento de una vida es necesariamente una confesión en clave, el reconocimiento de una culpa? Las claves autobiográficas están por todas partes en este libro extraordinario y desconcertante, que hace de la literatura un ejercicio de utopía y redención. 

La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2014

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