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La ciencia como discurso fallido, que destruye aquello que pretende solucionar, ya estaba presente en dos mediometrajes semiprofesionales de Cronenberg, Stereo (1969) y Crimes of the Future (1970), además de Parásitos asesinos, pero en Rabia (Rabid, 1977) el canadiense da un paso adelante: los experimentos alcanzan la urbe y sus habitantes. Todo comienza, una vez más, en un edificio aislado, moderno para más señas. Se trata de una clínica de cirugía plástica, frente a la cual tiene lugar un (torpe) accidente de moto. Así, Rose, interpretada por la actriz porno Marilyn Chambers, será hospitalizada. También aquí el problema es la medicina, la ciencia, las innovaciones que arrojan resultados indeseados. Un injerto en la piel, a través de cirugía experimental, termina produciendo debajo de la axila de Rose una cavidad vaginal de la que emerge un cuerpo fálico, un aguijón que succiona sangre. Las víctimas –que esperan favores sexuales– se transforman en zombis rabiosos, sedientos. El fantasma del sida en el aire. El subtexto, tanto en Parásitos asesinos como en Rabia: la promiscuidad como reacción a las formas represivas de la moral suburbana. Y, como consecuencia, cuerpos cuyos límites dejan de ser claros, y cuya interacción extiende epidemias. De ahí que, por aquellos años, Cronenberg fuera apodado el “rey del horror venéreo”.
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La película de Cronenberg que nadie vio: Fast Company (1979). Existe porque el director necesitaba el trabajo, requería el dinero. Había terminado el guion de El engendro del diablo, pero no conseguía el financiamiento para volcarlo en imágenes. El naciente “rey del horror venéreo” hizo un paréntesis, una cinta sobre una compañía de carreras de autos. Una anomalía en una filmografía sobre lo anómalo. Hay automóviles, aún no integrados cuasi orgánicamente a los hombres. Hay algo de sexo, que no inquieta mayormente (si bien contiene un momento interesante, adelanto de futuras visiones: aceite de motor derramado en unos senos). Hay, también, una explosión, donde muere el villano de la película. Porque Fast Company es una lucha entre buenos y malos, una especie de western deslavado que sustituye los caballos por los autos. Un serie B decente que permitió a Cronenberg seguir afinando su mirada. Por primera vez –alguna virtud tiene Fast Company– se percibe cierto pulso, cierta manera de operar la cámara (ya está Mark Irwin detrás de ella). Una forma austera, sigilosa, de poner ante el lente lo que se quiere mostrar. Los mejores momentos operan en el marco documental (el registro de carreras reales) y se entrelazan con la historia de pilotos heroicos, empresarios abusivos y las chicas que los rodean. Las imágenes, al fin, se suceden rítmicamente (Ronald Sanders será, desde entonces, el editor), con un coherente diseño de producción como fondo (Carol Spier es la encargada).
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En El engendro del diablo (The Brood, 1979) aparece un director, dueño de un mundo y de recursos formales para ponerlo en imágenes. El vínculo entre la mente y la carne es, aquí, total –y anticartesiano–: cierto tipo de terapia experimental, llamada psicoplásmica, convierte los temores en entidades físicas. Su inventor, el doctor Hal Raglan (Oliver Reed), lo expone en su libro The Shape of Rage, que podría ser el nombre de la película: La forma de la ira. A pesar de sus marcas de época, El engendro del diablo ha resistido bien el paso de los años, pues en el fondo no es más que un drama familiar, extremado hasta el horror. (Es la cara oscura de otra película del mismo año: Kramer contra Kramer.) Se trata de la separación de una pareja, con una hija pequeña en el medio. La mujer, Nola (Samantha Eggar) –moldeada, según se dice, a partir de una ex esposa de Cronenberg–, es la paciente dilecta del doctor Raglan. Como producto de su formalización de la ira, ha nacido una manada de niños mutantes que aniquilan a todo aquel que le ha inflingido algún tipo de dolor. Filmada con una solvencia que ya no abandonará a su autor, El engendro del diablo sintetizó espléndidamente los intereses del primer Cronenberg, anticipados con torpeza en Parásitos asesinos y Rabia. Las imágenes son acompañadas por la música de quien mejor entiende, en términos sonoros, el universo del canadiense: su compatriota Howard Shore. Todo en El engendro del diablo es ominoso: la idea de que los sentimientos reprimidos desemboca en cáncer tiene aquí una de las materializaciones más brutales que puedan verse en pantalla. Al terminar la década de los setenta, Cronenberg estaba listo para ser Cronenberg.
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La secuencia tiene un aire teatral. Se trata de una conferencia de prensa. ¿O es una demostración? Dispersos en un auditorio de asientos rojos, los espectadores atestiguarán la existencia de telépatas. Se pide a un sujeto, aparentemente sorprendido, que suba al estrado. Se le solicita que piense en algo específico, algo que no viole la seguridad de su organización, quizás algo personal. Pero los espectadores –dentro y fuera del filme– sabemos, al mirar el rostro tenso del telépata, que algo se sale de control: en este duelo mental, el voluntario muestra un obsceno rictus de placer. Pronto, cuando la cabeza estalle con gran estruendo, sabremos que Cronenberg ha abandonado los parásitos, las infecciones, los zombis: el asunto, ahora, es la colonización de las mentes. Como en El engendro del diablo –que comienza también con una escena teatral–, en Telépatas: mentes destructoras (Scanners, 1981) los horrores del cuerpo o de la mente se presentan a partir del principio de transparencia sintáctica. Cronenberg piensa que las experiencias extremas piden ser mostradas sin excesos retóricos, de ahí la funcionalidad del relato, sostenido en un uso maestro de la elipsis, que el montaje de Ronald Sanders convierte en principio compositivo. Telépatas, por cierto, es otra aterradora perspectiva de un experimento que sale mal. Durante el período de gestación, ciertas mujeres son inoculadas con Ephemerol, medicamento que hace de sus hijos mutantes con poderes telepáticos. El problema, como siempre, es que algunos scanners, en la edad adulta, tienen ambiciones. Después de todo, ¿qué es esta conexión entre sistemas nerviosos sino un comentario sobre el poder de la ideología en el cuerpo social? Darryl Revok (un poderoso Michael Ironside) encarna la voluntad de dominio.
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«Las sociedades siempre fueron remodeladas mucho más por la naturaleza de los medios con que se comunicaban los hombres que por el contenido de la comunicación», escribió Marshall McLuhan, un pensador menos inocente de lo que se pretende. Si atendemos a sus ideas, hoy nos encontramos en una etapa videoelectrónica, donde la imprenta ha perdido poder a favor de los nuevos medios, esencialmente la televisión y, como de algún modo anticipó, Internet. En ese sentido, Cuerpos invadidos (Videodrome, 1982) es la gran obra cinemática sobre el surgimiento de la generación postalfabética… en clave de pesadilla. El programa de videos snuff que da nombre a la película produce, sin mayores explicaciones, un tumor cerebral que hace de la realidad un paisaje alucinatorio, gobernado por una tecnología erotizada. La imaginería que vemos en pantalla proviene de la mente de Max Renn (James Woods), cuyo punto de vista es adoptado por el filme. La explicación de su padecimiento la tiene Brian O’Blivion (Jack Creley), un científico desaparecido que se comunica a través de videos, que sólo existe en los videos. ¿Cómo no ver, en ese profesor cuyo apellido alude no tanto al olvido como a la inconsciencia, al mismísimo compatriota de Cronenberg, el profesor McLuhan, que para más señas padeció un tumor cerebral? El director canadiense entendió, con enorme lucidez, que en el capitalismo la libido, articulada por tecnologías, ha sido reducida a mera pulsión. Y esa energía va a parar, irremediablemente, al consumo. En este caso, de imágenes. En la era videoelectrónica y celular-conectiva (los términos son de Franco Berardi Bifo) todo está orientado a la destrucción de la singularidad del deseo: se construye, así, un deseo masivo, genérico. La «nueva carne», fusión orgánica de cuerpo y máquina que trasciende al previsible ciborg, altera la percepción hasta el punto en que no se trata de una confusión entre realidad y fantasía, sino de la construcción de una realidad enteramente nueva: aquella producida por el paisaje mediático. «La pantalla de televisión es la retina del ojo de la mente», explica el doctor O’Blivion.
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Aunque el carácter visionario del cine de Cronenberg era evidente en los primeros años ochenta, el canadiense creyó necesario añadir a su filmografía una pieza capaz de abrirle un espacio en la industria, con la idea de garantizar la viabilidad de sus proyectos futuros. De ahí que, en su primera producción estadounidense, decidiera rodar una adaptación de La zona muerta, novela de Stephen King que captura, explícitamente, los temores de la Guerra Fría. Zona muerta (The Dead Zone, 1983) es un thriller que, a pesar de sus elegantes secuencias, se ubica entre los filmes menores de su autor. Y, sin embargo, permite confirmar el tema medular del cine de Cronenberg: la libido y sus fantasmas. ¿Qué ocurre cuando Johnny Smith (Christopher Walken) se niega a pasar a la casa de su prometida, pues prefiere esperar el «momento indicado» para el coito? Ocurre que ese momento queda en suspenso indefinidamente, pues un accidente automovilístico lo dejará en coma por un lustro. Despertará, sin embargo, transformado en vidente: a partir de ahora podrá ver lo que ocurre en otros lugares, reconstruir el pasado y anticipar el futuro. (Mientras tanto Sarah, su antigua novia, se ha casado con otro.) La trama de Zona muerta, un tanto previsible, delata las ansiedades de la Guerra Fría cuando Johnny da la mano a Greg Stillson (Martin Sheen), un político en franco despegue que, de llegar a la presidencia de los Estados Unidos, tendrá como misión exclusiva desatar el apocalipsis nuclear. Será necesario detenerlo. Lo importante, sin embargo, es la figura del personaje principal. Como antes los telépatas o aquellos que, a causa de la irrupción videoelectrónica, albergan un tumor en el cerebro, Smith encarna a la perfección al personaje cronenberguiano: el solitario cuya alteración perceptual le permite ver la realidad ajeno a toda convención nacida de la “normalidad”.
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Sobre La mosca (The Fly, 1986) se han escrito muchas cosas, pero no suele señalarse que es uno de los grandes filmes sobre los celos. Después de todo, ¿qué lleva a Seth Brundle (Jeff Goldblum) a utilizar su dispositivo de teleportación cuando el invento aún se encuentra en etapa de desarrollo? Brundle, que un tiempo después se llamará a sí mismo Brundlefly, pierde la cabeza en un arranque de celos que involucra alcohol. Veronica (Geena Davis) abandona la vivienda-laboratorio para aclarar ciertas cuestiones con un amante anterior, para iniciar la nueva relación sin resabios del pasado, pero el científico, un solitario vulnerado por el amor, no puede tolerarlo. Su teleportación impulsiva lo fundirá con una mosca alojada silenciosamente en el dispositivo. El resto es una acelerada metamorfosis. Con un presupuesto a la altura de sus necesidades, Cronenberg volvió a los efectos especiales para mostrar el desarrollo de una enfermedad sin ahorrarse los detalles: vemos a Brundlefly perder uñas y dientes, alimentarse a través de una secreción disolvente y, finalmente, fundirse con su propia invención para arrastrarse por el suelo como innombrable hombre-mosca-máquina. En el transcurso, mientras atestigua su caída (y toda caída es un momento de lucidez), esboza lo que podría entenderse como el núcleo político del cine de Cronenberg: «¿Alguna vez has oído de la política del insecto? Yo tampoco. Los insectos no tienen política. Son muy brutales. Sin compasión, sin concesiones. No se puede confiar en el insecto. Me gustaría convertirme en el primer político insecto». Se trata de una política de la alteridad, del hombre como posibilidad y no como esencia. La política del insecto es potencialmente emancipatoria: «Mi idea es que tal vez algunas enfermedades, que son percibidas como algo que destruye a una máquina de buen funcionamiento, de hecho la convierten en algo distinto, y tenemos que descubrir qué hace la máquina ahora. En lugar de tener una máquina defectuosa tenemos una máquina funcionando con precisión, simplemente con un propósito distinto». El futuro será de los mutantes.
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Para un cineasta que tiene al cuerpo como asunto medular, Extrañas relaciones (Dead Ringers, 1988) representó un paso casi natural. La mosca, reflexión sobre la “política del insecto”, habla en última instancia de la condición abierta, dúctil, de lo humano. Su sucesora retoma una preocupación constante en Cronenberg: las paradojas del discurso científico, esencialmente en su faceta médica. El cineasta parece creer que la racionalidad, en sus momentos de plenitud, va siempre acompañada de formas de perversidad. Esta dicotomía es puesta en imágenes a través de los gemelos Mantle, que, interpretados por Jeremy Irons, son expertos en la reproducción de nuestra especie. Ginecólogos brillantes, Elliot y Beverly Mantle –inspirados en el caso real de Stewart y Cyril Mantus– se reparten tareas: el primero es el publirrelacionista, la cara del dueto ante la sociedad; el segundo es el genio, el tímido. Elliot seduce mujeres que, después, sin saberlo, pasan a manos de Beverly… hasta que aparece Claire (Geneviève Bujold), una actriz que rompe el delicado equilibrio entre los hermanos. El amor (y los celos consecuentes) produce, una vez más, transformaciones. Beverly se enamora de Claire, infértil por una mutación (un cuello uterino trifurcado) y, ayudado por fármacos, habita delirios de los que resultan la invención de perturbadores instrumentos ginecológicos y cirugías de carácter ritual. Para el médico, todas las mujeres son ahora mutantes, y en su espiral descendiente terminará arrastrando a Elliot. Extrañas relaciones, donde Peter Suschitzky se incorpora como fotógrafo, explora, para cuestionarlas, diversas dualidades: masculino-femenino, público-privado, cuerpo-mente. Los gemelos Mantle operan como el personaje típico de su autor, el solitario de percepción alterada, que ahora se desdobla para formar un triángulo que desestabiliza las identidades. Película de madurez, el noveno largometraje de Cronenberg prescinde del gore –si bien no enteramente– pero no del horror, cada vez más íntimo.
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¿Filmar El almuerzo desnudo (1959) de William Burroughs, una novela fragmentaria, no lineal, escrita por su autor en un momento de severa adicción a las drogas? El resultado, estrenado en 1991, luego de una década de trabajo en el guion, es una de las cintas más convincentes de David Cronenberg. En el fondo está el libro, la escritura del libro, pero otros textos de Burroughs (algunos autobiográficos) son incorporados. Se trata de una lectura fílmica antes que de una adaptación. Una lectura que permitió al canadiense vincular su formación (la literatura) a su práctica (el cine) a través de un relato que conecta con otros de sus filmes (Cuerpos invadidos, entre los anteriores; eXistenZ, entre los posteriores) al explorar mundos paralelos, que nacen de la alteración de los sentidos. En este caso, del uso de psicotrópicos (un insecticida ficticio). Insistamos: en El almuerzo desnudo (The Naked Lunch) es evidente que Cronenberg es el narrador de las manifestaciones de la libido. Aquí, con relación a la escritura, o a la creación en un sentido más amplio. Suschitzky resuelve con maestría el principal reto formal de la película: los efectos especiales y la naturaleza del relato exigían una transparencia visual que no debía confundirse con desdén compositivo. Las secuencias son construidas con discretos desplazamientos de cámara, que registran los mundos habitados por William Lee (Peter Weller). Las pulsiones libidinales son convertidas en formas orgánicas, como el inquietante cuerpo trunco que se posa sobre el escritor y Joan Frost (Judy Davis), parcialmente humano, parcialmente insecto: la laminilla lacaniana, el puro instinto de vida, irreprimible. El almuerzo desnudo, donde Howard Shore y Ornette Coleman ofrecen una banda sonora a la altura del delirio esquizoide, es una lograda pieza de la segunda etapa del cine de Cronenberg, donde se empeñó en crear un territorio ficcional que posee diversos puntos de contacto con la Interzona de Burroughs. Aquí la nueva carne no surge del encuentro con la tecnología, sino del uso de sustancias que modifican la percepción. El almuerzo desnudo es, por lo demás, una pieza melancólica: en la pantalla, Bill Lee es más un alter ego de Cronenberg que de Burroughs. Es el escritor que no pudo o no quiso ser.
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Cada tanto, David Cronenberg produce una película desconcertante, con relación a su propia filmografía. Se ha hablado ya de Fast Company y de Zona muerta, pero a estos filmes debe añadirse M. Butterfly (1993). ¿Qué pretendía el canadiense con la adaptación de la pieza teatral de David Henry Hwang? Acaso obtener un modesto éxito en taquilla, amparado en ciertos temas que por aquellos días flotaban en el aire. La historia de René Gallimard, un homosexual reprimido que encuentra en un cantante de ópera travesti el vehículo para salir del armario, tiene puntos de contacto con los intereses de Cronenberg, si se trata de enmarcar a M. Butterfly en su obra: una identidad (sexual) difusa y un hombre cuyas obsesiones terminan por aislarlo del entorno. El tono operístico, que la partitura de Howard Shore se encarga de acentuar, otorga a los ambientes un carácter paradójicamente artificial, tratándose de locaciones en diversas ciudades. Un año antes Neil Jordan había estrenado Juego de lágrimas, lo que invita a pensar (muchos han escrito al respecto) la relación entre estas películas: historias de amor que cuestionan la identidad de género. Como en otras cintas de Cronenberg (La mosca, Extrañas relaciones), el amor trastoca las certidumbres. Aquí permite a Gallimard asumirse, si bien no de forma frontal, como gay. El problema no es puramente sexual: revela, además, la ansiedad colonialista (el personaje interpretado por Jeremy Irons es un diplomático francés en China, en los tiempos de la Revolución) del hombre blanco que se abre al otro. Material idóneo para estudios de género, en tanto filme M. Butterfly es un ejercicio deslucido. Este Cronenberg deslavado, por fortuna, desaparecería en el siguiente proyecto.
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J.G. Ballard y Cronenberg debían, en algún momento, encontrarse. Narradores visionarios, han entendido que, a finales de los años setenta, nuestra especie mutó. Para decirlo con Franco Berardi Bifo, nació la primera generación videoelectrónica. Y, con ella, el paisaje humano fue transformado, con la velocidad y la simultaneidad como elementos rectores. La consecuencia, prevista por McLuhan: el universo crítico fue suplantado por el neomítico. Esa constatación, que Ballard y Cronenberg llevan a sus relatos de forma idiosincrásica, explica que Crash (1973), la novela del primero, llegara a la pantalla de la mano del segundo en 1996 (en México, como Extraños placeres). Después de todo, ¿qué sentido puede tener arriesgar la vida en un choque automovilístico? Son numerosos los accidentes motorizados en los filmes del canadiense, pero aquí poseen un carácter distinto. De lo que trata un choque es de parar. De detener abruptamente el curso de las cosas. Arriesgar para ganarlo todo: el tiempo, pues ya no lo hay; el dolor, pues hemos sido insensibilizados. La máquina como extensión del cuerpo y, también, como su metáfora en tiempos de capitalismo multinacional. El mundo que descubre James Ballard (James Spader), un director de comerciales –yuppie con sed de experiencias extremas, como su mujer, Catherine (Deborah Kara Unger)–, es la pesadilla de la moral de la producción y la eficiencia: una erótica de la destrucción, de la violencia, del puro gasto. La libido se vincula al riesgo, a aquello que transgrede las normas del mundo administrado. El deseo se liga a las modificaciones del cuerpo producidas por el automóvil: ciertas cicatrices semejan vaginas. Cronenberg alcanza una de sus cumbres en un filme que captura de modo notable aspectos específicos de la condición posmoderna. Con un pulso que resiste la pérdida de control de lo que vemos, la cámara registra las superficies de las máquinas como si fueran prolongaciones de la piel, las cicatrices que testimonian el choque de los cuerpos con lo real.
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La nueva carne debía, en algún momento, recibir un tratamiento final. En ese sentido, eXistenZ (1999) es una prolongación de Cuerpos invadidos. Si en los ochenta era la televisión –y sus eróticas formas de volverse carne– lo que abría una nueva realidad, un paisaje mediático, en el umbral del siglo XXI estaba claro que las posibilidades se ampliaban gracias a la evolución de los videojuegos. Aquí el carácter orgánico de la tecnología es un principio narrativo: los aparatos se conectan al sistema nervioso a través de biopuertos, receptáculos que llevan la información directamente a la médula espinal. Cronenberg construye el relato en distintos planos de realidad, como ocurrió paralelamente en películas del mismo año como The Matrix (hermanos Wachowski) o, después, en la cinta animada Paprika (Kon, 2006) o en El origen (Nolan, 2010). De lo que se trata, entonces, es de un creciente interés en la virtualidad. Pero recordemos, con Deleuze, que lo virtual no se opone a lo real, sino a lo existente en términos materiales. Las consecuencias de lo virtual son reales. Como ha escrito Mark Fisher, eXistenZ se distingue de las otras películas mencionadas en que la simulación no se halla en el plano de la realidad, sino de la subjetividad. La película trasciende el asunto de la “realidad virtual”, entonces de moda, para trasladar su exploración a “la realidad de lo virtual”, como la llama Žižek. Luego de una serie de adaptaciones de textos ajenos, eXistenZ representa el regreso de Cronenberg a la escritura de un guion original. De ahí que sus estilemas aparezcan rápidamente en la pantalla, casi a manera de pastiches. Pero su valor central reside en su condición de reloj que se adelanta (como pedía Kafka a la literatura): detrás del mundo de los videojuegos que conocemos por Ted Pikul (Jude Law) y Allegra Geller (Jennifer Jason Leigh), con una fotografía que borra cualquier asomo de alegre cromatismo, está la realidad del trabajo inmaterial. Programadores de juegos habitan cabañas regadas en el territorio, colaborando en la producción del imaginario global. Si directores como Gus Van Sant han usado la estética del videojuego para explorar la mente de la generación videoelectrónica, Cronenberg se detiene en su producción para mostrar las condiciones laborales del capitalismo avanzado. eXistenZ es el cierre de una etapa en la filmografía de su autor.
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Spider (2002) representa un momento de depuración conceptual y formal. A partir de este filme David Cronenberg se concentrará, con recursos técnicos cada vez más clásicos, en las alteraciones de la psique producidas no por experiencias tecnológicas o farmacológicas, sino por decisiones y circunstancias vitales. La raíz existencialista del pensamiento fílmico cronenberguiano se muestra con absoluta transparencia en esta adaptación de la novela de Patrick McGrath, realizada por el propio escritor. Ralph Fiennes moldea a la perfección a Dennis “Spider” Clegg, esquizofrénico al que se busca reincorporar a la sociedad en una pensión para enfermos mentales. La narración avanza con maestría: el paisaje marginal londinense va activando en Spider –pleno de tics beckettianos– recuerdos de la infancia que permiten reconstruir su historia, la historia de un niño que, al descubrir la sexualidad de su madre (Miranda Richardson), teje una ficción en la que el padre (Gabriel Byrne) la asesina para sustituirla por una golfa. La madre, transfigurada en puta, se convierte para Spider en el enemigo. Si bien, como se dijo, la película abre nuevas búsquedas en el trabajo del canadiense, Spider es un personaje cronenberguiano sin fisuras: un solitario que se extravía en el laberinto de la conciencia. Película sobre la alienación del hombre moderno, a la manera de textos y filmes clásicos de la primera mitad del siglo XX, Spider es el trabajo de un director que gobierna su arte con autoridad. Los elegantes travellings y el meticuloso diseño de producción de Andrew Sanders (que ocupa, aquí, el lugar de Carol Spier) anuncian a un Cronenberg que ha dejado la nueva carne para concentrarse en los resortes más íntimos del comportamiento humano. Spider –Clegg suena como cleg, tábano– y los filmes que le sucedieron son, de algún modo, nuevas aristas de la política del insecto.
Ciclo inconcluso, publicado por entregas en la web de
La Tempestad, diciembre de 2012 – febrero de 2013
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