Se lee: en medio de una entrevista o de una conversación, Fogwill cantaba. Lieder de Robert Schumann, de Franz Schubert, de Hugo Wolf. Porque Fogwill –se ha escrito, se lo ha citado– era una voz. No tanto un instrumento musical como, etimológicamente hablando, un habla. Una forma de decir, una entonación. «Modalidad de voz», en sus propias palabras. Pero ¿qué modalidad? En principio, detengámonos en un pasaje de “Cantos de marineros en las pampas”:
Pocos han de quedar, si queda alguno, de los que supieron recibir al Capitán de San Martín cuando bajó por primera vez de la fragata inglesa y lo escucharon hablar como un godo.
Pocos han de quedar, si queda alguno, de los que supieron recibir al Capitán de San Martín cuando bajó por primera vez de la fragata inglesa y lo escucharon hablar como un godo.
Y no ha de haber muchos vivos que pudieron oírlo cuando fue General de estas Provincias y Gran Libertador de América y ni zetas ni eshes se le escapaban. Si hasta los mandos de batalla los profería estirando el labio para que ni oes ni aes sonaran como la voz de un monárquico hidemilputas.
Fogwill imagina a un San Martín recién llegado de España, donde se formó. Un San Martín con acento peninsular, de «godo», que para afirmar su autoridad ante las tropas rebeldes ha de erradicar «zetas» y «eshes». Ha de hablar como argentino. El desplazamiento del idioma a la lengua: una reivindicación política, la marca de origen de la literatura argentina desde que, en 1837, Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez preconizaron el uso del habla cotidiana. A esa marca, a esa grieta del idioma fue fiel Fogwill.
Fogwill imagina a un San Martín recién llegado de España, donde se formó. Un San Martín con acento peninsular, de «godo», que para afirmar su autoridad ante las tropas rebeldes ha de erradicar «zetas» y «eshes». Ha de hablar como argentino. El desplazamiento del idioma a la lengua: una reivindicación política, la marca de origen de la literatura argentina desde que, en 1837, Juan Bautista Alberdi y Juan María Gutiérrez preconizaron el uso del habla cotidiana. A esa marca, a esa grieta del idioma fue fiel Fogwill.
Pero, dentro de esa grieta, Fogwill fundó una lengua propia. (Acaso su «certeza de que los intervalos […] son entidades, no relaciones» tiene que ver con una obra que abre su propio espacio, que postula su autonomía.) Todo texto suyo (los cuentos, las novelas, los poemas, los artículos, pero también las entrevistas –«la literatura como pequeño show privado», dice también la cuarta de forros de Música japonesa–) es una entonación. En ese sentido, los relatos de Fogwill tienen un protagonista exclusivo: la voz que, socavando las rutas previsibles del argumento, se impone a través de digresiones, momentos que combinan, con una maestría infrecuente, oralidad y reflexión teórica. Los «motivos que suelen reiterarse» son conocidos: el sexo, la droga, la política, la música, la violencia, el amor. Pero están ahí como zonas de anclaje, espacios discursivos que permiten ensayar el tono.
Cada cuento de Fogwill es un simulacro de saber –incluso cuando ese saber existe realmente, como lo relativo a los barcos en el magistral “Japonés”. Aquí el caso Borges resulta útil: donde parece haber un lector total, una erudición sin límites, hay en realidad un efecto. Fogwill opera del mismo modo: el simulacro –saberes militares, técnicos, mercadológicos, históricos, filosóficos, etc.– atestigua la maestría con la que manejaba sus materiales ficcionales. Su fuerza retórica, en suma. Sociólogo de formación, entendía que, en el horizonte pequeñoburgués, la adquisición de conocimiento es poder. A Fogwill, que intentó obtenerlo acumulando dinero, no le quedó otro poder que el del narrador sobre el lector, que el del hombre capaz de suscitar acontecimientos de lectura, como explica en el prólogo de Urbana (2003). Donde en apariencia asoma un materialismo banal, un fetichismo mercantil –las marcas se repiten como mantras–, no hay más que una ilusión referencial, para usar un término que Barthes deslizó en su conferencia “El efecto de realidad” (1968), título también del primer libro de Fogwill. El relato como artificio antirrealista: «el realismo tiene que pensar la realidad con las categorías de la realidad y las categorías de la realidad sabemos son deliberadamente ocultativas, ocultadoras».
Por encima de todo, una voz crítica. Si las categorías de la realidad son «deliberadamente ocultativas», Fogwill las extrae del habla social para, al colocarlas sobre la página, ponerlas en evidencia. Esos discursos, originados desde el poder para aceitar la maquinaria, dejan un sedimento en el lenguaje. Palabras, temas, inflexiones que el argentino reconstruye y desnuda. De ahí proviene, tal vez, el carácter anticipatorio de algunos de sus textos: “Los pasajeros del tren de la noche” (1981) anuncia la Guerra de las Malvinas, conflicto que sirve de escenario a Los pichiciegos (1983), obra maestra absoluta que, desde la condición claustrofóbica de la lengua, anuncia la simulación democrática por venir. Una simulación, por cierto, plena de desmoronamientos, que llevó a Argentina a una crisis sistémica (el momento narrado en Vivir afuera, donde todos han sido orillados). La nouvelle “Camino, campo, lo que sucede, gente” (1983) resulta estremecedora: es casi la predicción del colapso del aparato productivo y el subsecuente fenómeno de las fábricas recuperadas en la década pasada. ¿Clarividencia? No, en todo caso una capacidad asombrosa para extraer del relato social sus componentes premonitorios.
Como si eso fuera apenas la condición elemental del relato, en muchos de sus cuentos Fogwill desnuda los procedimientos a medida que narra. La estrategia metaficcional es célebre en piezas mayores de los ochenta, como “Help a él” (que parodia “El Aleph” borgesiano) o “Sobre el arte de la novela” (con guiños a El extranjero de Camus), pero es también evidente en relatos como “Otra muerte del arte” (aquí la alusión es a “El almohadón de plumas” de Quiroga) o “Memoria de paso” (reescritura argentina de Orlando de Woolf). Muchos de los narradores de Fogwill son escritores maquinando historias (y drogándose, y seduciendo mujeres). La construcción del relato es el relato, y en ocasiones, por ejemplo en “La probabilidad de los textos” (descartado de los Cuentos completos), todo el artificio queda al desnudo: «Elijo: todo es reversible y el llanto del niño de los vecinos del departamento de Liz podrá recomenzar en cualquier momento y esta vez sí lo dejaré llorar para que los despierte a todos». El distanciamiento à la Brecht tiene, entonces, un sentido: colocar al lector en una posición expectante, alerta. El lector como analista del discurso.
En la última entrevista que concedió, Fogwill se definió como un materialista histórico. Un materialista histórico perverso, podría añadirse. En su afán anticonsensual, el escritor argentino disparó contra todo y contra todos, sin dejar títere con cabeza. De ahí que sus posiciones oscilen entre el marxismo y, ay, el fascismo. Su desconfianza en toda forma de relato social lo colocó en una posición ambigua, cuando no abiertamente cínica. Y, sin embargo, más allá de la construcción de su personaje –entrañable, temible, admirable, despreciable–, su obra, que contiene algunas cumbres de la narrativa contemporánea, fue fiel a una intuición: al evidenciar los simulacros de realidad, la ficción es capaz de proponer otra experiencia sensible.
La Tempestad, México, noviembre-diciembre de 2010
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