Sostenida en un guión sorprendente, El origen posibilita una multiplicidad de lecturas desde el punto de vista narrativo. En tanto cinta de la industria hollywoodense, sin embargo, un análisis de ese tipo dejaría de lado lo esencial: sus implicaciones ideológicas. Se impone otro abordaje, entonces: sus cuatro niveles –realidad, sueño, sueño dentro del sueño y limbo– pueden utilizarse para entender las motivaciones de la película, sin olvidar la preocupación central de Nolan, de Following (1998) a El origen: la imposibilidad de distinguir ilusión de realidad, la escasa fiabilidad de nuestros instrumentos de percepción (conciencia y memoria).
En una escena significativa, Cobb (un notable Leonardo DiCaprio) explica a Ariadne (Ellen Page): «Al principio no estaba mal sentirse como dioses. El problema era saber que nada de aquello era real». El plural se refiere a Cobb y Mal (Marion Cotillard), pareja que habitó, durante medio siglo, el llamado limbo (sueño dentro de sueño dentro de sueño). La frase puede colocarse en un contexto más amplio: «Ser modernos es encontrarnos en un entorno que nos promete aventuras, poder, alegría, crecimiento, transformación de nosotros y del mundo y que, al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, todo lo que sabemos, todo lo que somos» (Marshall Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire, 1982). La posmodernidad no ha hecho más que radicalizar esa experiencia: para hacer más eficiente la evaporación, lo antes sólido (lo estamental, le llamó Marx) es ahora líquido. En la era de los capitales financieros (las palabras de Cobb son imaginables en boca de un corredor de Wall Street luego del crack bursátil de 2008) nada está a salvo: nuestras ideas pueden ser extraídas mientras dormimos.
Pero ese sistema de precariedad no puede funcionar sin un suplemento ideológico. Después de todo, ¿qué es una implantación (posible traducción de Inception) sino el objetivo de toda maquinaria ideológica? Alguien nos convence de que una idea es nuestra, cuando en realidad ha sido originada por sus futuros beneficiarios. Siguiendo una tradición de la industria, Nolan ha construido un complejo entramado –los niveles del filme funcionan como géneros cinematográficos (ciencia ficción, criminal, acción, fantasía)– para, en última instancia, mostrar a un hombre que busca refundar su familia, luego de la muerte de su esposa. Slavoj Žižek ha escrito que «en un producto típico de Hollywood, todo, del destino de los caballeros de la Mesa Redonda a asteroides impactándose en la Tierra, pasando por la Revolución de Octubre, es traspuesto en una narrativa edípica» (In Defense of Lost Causes, 2008). El pensador esloveno propone, entonces, analizar esos filmes desde la lógica de los sueños. Pero ¿y si la película se plantea como un conjunto de sueños, incluso como sueños dentro de sueños?
Nolan demuestra una conciencia sorprendente de sus procedimientos. En última instancia, ¿no es el cine una «fábrica de sueños», es decir, un soporte de la maquinaria ideológica? El origen está poblada de referencias intertextuales, plenamente señaladas por la crítica, pero jamás se postula como un pastiche. Por el contrario, opera como una obra autoconsciente: el cine es un sueño compartido, una industria de ilusiones, una herramienta indispensable de la implantación.
El británico asume, entonces, que el director de cine es un agente en el amplio sentido. Alter ego de su creador, Cobb no puede ver el rostro de sus hijos, no puede encararlos. El núcleo de El origen es la culpa. Ariadne, arquitecta que simboliza la figura del terapeuta, es un guiño a la mitología: quien ayuda a Teseo a salir del laberinto. Así, guiará a Cobb para que pueda recordar (volver a mirar) el rostro de sus hijos (en un final menos abierto de lo que parece). Nolan ha demostrado que se puede triunfar en la taquilla sin despreciar la inteligencia del espectador. Expiada la culpa, resta saber si en su próxima cinta será capaz de encararnos.
La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2010
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