«Entonces, uno escribe no sólo con el ritmo de la lengua sino con el ritmo del mundo. Como si Dios existiera y hubiera puesto su mirada sobre uno», dijo el autor francés en una entrevista reciente, refiriéndose al advenimiento de la gracia, noción teológica que opera como motor de su escritura. Michon es un ateo declarado, y es conveniente entenderla desde la perspectiva materialista, sencillamente como lo que Alain Badiou ha llamado «fidelidad al acontecimiento». Para Pablo el acontecimiento tiene un nombre único, Cristo. Para Michon es una pluralidad: Balzac, Rimbaud, Flaubert, Proust, Faulkner, Borges, Beckett… Es decir, las encarnaciones de cierta divinidad: la Literatura.
¿Convertir materia opaca (escritura) en gracia (literatura) –hacer de la voz personal una encarnación de Su voz– no es, acaso, el imperativo de cualquier artista de la narración? Digámoslo de una vez: Michon produce el «milagro» en casi todas sus aventuras verbales. He dicho casi por una sencilla razón: donde Mitologías de invierno vuelve, con un aliento cercano al que animó la maestría de Vidas minúsculas (1984) o Vida de Joseph Roulin (1988), al universo de las «pequeñas vidas olvidadas», El emperador de Occidente (1989) se extravía en la voluntad de escribir un relato de Borges con el pulso de Proust. Aclaremos algo, ahora: el volumen en el que Alfabia ha reunido este par de libros es lo mejor que puede encontrarse en una mesa de novedades, pero no es lo mejor de Michon. La presencia tutelar del autor de Ficciones es demasiado pesada.
La prosa del francés posee una ductilidad asombrosa, una plasticidad que corresponde a la diversidad de las vidas relatadas, a sus fluctuaciones, a sus cambios de ánimo, a sus instantes lo mismo epifánicos que vulgares. Los relatos del francés se inscriben en una suerte de género, la biografía especulativa, una forma de escritura que permite ver la estela dejada por el trayecto de una vida. O, si se quiere, como ilustra el apartado más logrado del libro (“Nueve pasajes del causse”, de Mitologías de invierno), el efímero paso de los hombres por el mundo: en el Macizo Central francés se suceden, a lo largo de los siglos, las presencias de un antropólogo y un espeleólogo del siglo XIX, un obispo, una santa, un escribiente (“Bertrán” es un bello relato sobre el arte de la traducción) y un monje medievales, un campesino durante la Revolución…
En su prólogo, útil a pesar de sus modos afectados, Ricardo Menéndez Salmón nos recuerda una frase al final de Rimbaud el hijo (1991): «¿Qué es lo que hace renacer sin fin a la literatura? ¿Qué es lo que hace escribir a los hombres? ¿Los demás hombres, su madres, las estrellas, o las viejas enormidades, Dios, la lengua? Las potencias lo saben. Las potencias del aire son ese vientecillo que atraviesa los follajes» (cito de la edición de Aldus). Michon no puede decirlo, nosotros sí: él es una de esas potestades que convocan la gracia, que nos vuelven fieles al acontecimiento artístico. En ese mismo libro, un poco antes, hay una frase que, escrita a propósito del poeta de Iluminaciones, describe a todo gran escritor (y el que nos ocupa lo es): «Tal vez se trataba de los sollozos de la brillantez, los de cuando por casualidad, una vez en la vida, la gracia cae en la página: los que la frase justa nos arranca cuando nos arrastra hacia adelante, los que nos quiebran cuando el ritmo justo nos empuja con furia por la espalda, y entonces, deslumbrados, en medio de todo eso, decimos la verdad, proferimos el sentido, y no se sabe cómo, pero en ese instante sabemos que en la página está la verdad, está el sentido; y usted es ese hombrecito que dice la verdad».
La Tempestad, México, marzo-abril de 2010
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