Un contexto semejante podría hacer pensar que Krasznahorkai participa del espíritu de las literaturas postautónomas, es decir, que aspira a construir una obra que trasciende el espacio literario. Ocurre, no obstante, lo contrario: uno se adentra en sus libros y encuentra no sólo a uno de los grandes prosistas contemporáneos, sino también una literatura que, si en algún momento hace que el lector ponga un pie fuera del libro, es para devolverlo a él con una mirada renovada.
La cita del inicio describe no sólo la idea que Krasznahorkai tiene del escritor –un testigo de la catástrofe universal que, al mismo tiempo, elige lo que debería sobrevivir–, sino el texto apócrifo que está detrás de Guerra y guerra. György Korin, archivista de la provincia húngara, descubre un manuscrito que, según considera, tiene un valor inconmensurable. Dado que su vida ha dejado de tener sentido («Todo se ha ido al garete y todo se ha envilecido», explica en Ha llegado Isaías), decide que su último acto será salvar para la eternidad ese singular documento. Éste, según nos enteramos por sus locuaces glosas, narra el periplo de cuatro inmortales que, en un extraño viaje de regreso a casa, cruzan lugares y épocas en los que irán desencadenándose catástrofes bélicas, siempre antecedidas por la aparición del mefistotélico Mastemann. Nunca llegaremos a saber cuál es la grandeza del texto, pero poco importa. El nervioso Korin, que oscila entre la lucidez y la locura, ha oído que Internet es la memoria eterna de la humanidad, por lo que decide abandonar Hungría para instalarse en el «centro del mundo», Nueva York, desde donde publicará el texto en la red. Una vez cumplida su misión, se dará un tiro.
La verbosidad de Korin es convertida por Krasznahorkai en un principio formal. Guerra y guerra se compone de capítulos divididos en fragmentos, cada uno de los cuales es una frase, que oscila entre las tres líneas y las cinco páginas. Los meandros de la prosa no sólo revelan una deslumbrante riqueza sensorial: modulan la temporalidad del relato. El conjunto dibuja un paisaje melancólico que no resultará extraño a quienes se hayan internado en otros libros de su autor –en especial su opus magnum, Melancolía de la resistencia (1989)– o en alguna de las películas que ha escrito al lado del genial Béla Tarr –La condena (1987), El tango de Satán (1994) y Armonías de Werckmeister (2000). Tanto Ha llegado Isaías –un breve monólogo– como Guerra y guerra –una narración coral– hablan de pérdidas, esencialmente el bien y lo sublime. El objeto extraviado de Korin (¿y de Krasznahorkai?) parece ser el eros humanista.
Korin cuenta a una puertorriqueña, la novia del húngaro alcohólico que lo hospeda en Nueva York, que en el manuscrito, caótico y de capítulos inconclusos, todo adquiere sentido hacia el final. Lo mismo ocurre en Guerra y guerra, que por momentos se estanca en fragmentos escritos por un Krasznahorkai enamorado de su prosa digresiva. Korin descubre, en una foto (reproducida en el libro), una escultura de Mario Merz, que se le revela como última morada. Así, el cuarto capítulo de este notable proyecto tiene lugar en la realidad, luego de que el personaje viaja a Suiza. Una placa en las Salas para Arte Nuevo de Schaffhausen reza: «Éste es el lugar en el que György Korin, el personaje de la novela Guerra y guerra de László Krasznahorkai, se disparó en la cabeza; por más que buscó, no pudo encontrar lo que llamó la Salida».
La Tempestad, México, noviembre-diciembre de 2009
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