viernes, 11 de diciembre de 2009

El lugar de las sombras

Las sombras errantes impone una manera de leer. Impone, por extensión, una manera de mirar. Es como si la totalidad fuera inaprensible y al mismo tiempo sospechosa, como si el mundo sólo pudiera aprehenderse fragmentariamente, aislando sus partes, a través de astillas que acaso logran revelar la naturaleza del conjunto. Pero Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) no es otro de esos posmodernos que renuncian al sentido, que ofrecen las heces del lenguaje para demostrar que todo está perdido. Su obra no desconoce las contradicciones del presente, pero mira hacia el pasado para mostrarnos que nuestras miserias y nuestros placeres tienen una historia, a veces anterior a nosotros. El fragmento, lejos de testificar la derrota de las ideas, se transforma en el único modo de pensar una realidad heterogénea; al mismo tiempo, es una representación del estallido de la consciencia occidental, o en todo caso europea. Como nuestro autor apunta: «Lo suelto es casi libre». En Quignard el trabajo con el lenguaje se produce a través de un uso deslumbrante de las formas retóricas, que desemboca en la instrumentación casi siempre paródica o pervertida de los géneros. La historia de la literatura representa, para el autor francés, un catálogo de maneras compositivas que incluye la digresión, el comentario, el relato, la traducción, el aforismo, el apunte autobiográfico, la viñeta, el ensayo, el tratado, el esbozo lírico.

Las sombras errantes tiene como detonante la impenetrable –y acaso apócrifa– pregunta que Afranio Siagrio, el último regidor romano de las Galias, hizo antes de ser ultimado: «¿Dónde están las sombras?» Para Quignard éstas se hallan en todas partes: a los pies de un árbol, en la presencia del pasado, en la muerte, en el avance del tiempo… Los recursos formales del libro (inclasificable, tan narrativo como ensayístico; de ahí la polémica tras la concesión del premio Goncourt en 2002) hacen pensar en un término que los franceses han acuñado: ficción crítica. Nuestro escritor narra y, mientras lo hace, reflexiona. A veces, abandonando el relato, cincela silogismos inolvidables. Su prosa, entonces, es una crítica, del lenguaje y de la vida, del mundo contemporáneo y de ciertas sombras del pasado que pueblan de oscuridad el presente. Este singular flujo verbal, entrecortado pero no por ello carente de unidad, nos confirma que la gran literatura no es un mero producto de la imaginación; nace, esencialmente, del uso racional y no instrumental de la lengua: hay que forzarla para que diga, para que indague en el magma de lo real, aunque el resultado no sea, no podría serlo, la Verdad.


Escribir en prosa es un ejercicio problemático. Se trata de un recurso con el que, como ha recordado Juan José Saer, se redactan informes, discursos políticos, manuales de operación, notas periodísticas, cartas amorosas. ¿En qué momento se convierte en un material distinto, en la materia prima del arte de la narración o del ensayo? Cuando se aleja de su triste y servil destino utilitario. Los poetas no tienen que hacer distingos: buenos o malos, sus versos difícilmente serán confundidos con el discurso de un candidato a presidente municipal. El prosista no tiene esa ventaja. Su labor, entonces, es llevar el texto a un estado de rara intensidad. Un artista de la narración, y Quignard lo es gracias a su expresivo, extraño clasicismo, no puede esquivar el carácter moral de su trabajo. Se trata de una elección eminentemente política: por un lado, pactar con el orden establecido, entregando prosas carentes de fricción, que acarician hipócritamente las certidumbres del lector y lo dejan, al final de la experiencia de lectura, en el mismo estado en que inició el texto; por el otro, entender que la realidad no se representa, se crea.


Para Quignard el lenguaje es la carne del pensamiento. Su tarea reflexiva gira alrededor de temas recurrentes: la pérdida de la voz, la condición material de la palabra, el artista como ser aislado del mundo, la muerte, la presencia del pasado, la racionalidad de las cosas… De algún modo toda su obra, desde su ensayo sobre Sacher-Masoch, de 1969, hasta La barque silencieuse, de 2009, está compuesta por una serie de variaciones y tentativas sobre ese obsesionario. Las sombras errantes no es la excepción. El libro inaugura una pentalogía, Dernier royaume, que culminó en 2005 con Sordidissimes. Lo que deja ver esta primera entrega es una escritura fragmentaria, a veces inconexa, que en su evolución va desperdigando en la mente del lector una serie de evocaciones y reflexiones que, al final, forman un heterodoxo conjunto y expresan una certeza contundente: el orden capitalista y la cultura mercantil, sumados a la moral cristiana, son los grandes males de Occidente.


Cuaderno Salmón, México, primavera de 2008

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