miércoles, 25 de enero de 2017

Poesía y política

No hace falta conocer a fondo la historia reciente de Tailandia para intuir que, detrás de sus ficciones animistas y planos contemplativos, el de Apichatpong Weerasethakul es un cine político. Pero lo es de una manera que garantiza la probidad estética de los filmes y la posibilidad de seguir trabajando en un país con un férreo control sobre los medios y la opinión: a través de una estrategia oblicua, que hace de cada ejercicio audiovisual un signo abierto que orienta las lecturas hacia lo espiritual o lo poético sin ocultar, para quien quiera seguirlas, las trazas del malestar. Atenta a sus películas, la censura se ha encargado de que el trabajo de Apichatpong tenga una audiencia tailandesa limitada, mientras en Occidente se ha convertido en un referente. 

Como ocurrió en El tío Boonmee que recuerda sus vidas pasadas (2010), una película de fantasmas que se permite dialogar con ciertas tradiciones televisivas al tiempo que desentierra la historia de los comunistas masacrados en la Tailandia de los sesenta, Cementerio de esplendor (2015) construye líneas de fuga para hacer de sus enigmas una manera de hablar de un pueblo maniatado. Aunque estas cintas recurren lo mismo a la religiosidad popular que a la memoria del director, el desconcierto que producen en el espectador tiene menos que ver con la ignorancia de las culturas del sudeste asiático que con el modo en que Apichatpong entiende el relato audiovisual: como un espacio ajeno a la maquinaria comunicativa global. A través de planos pacientemente encadenados, donde el movimiento de la cámara es escaso o nulo, el director superpone distintos estratos de realidad para que cohabiten y dialoguen vivos y muertos, dioses y hombres, objetos y organismos. (Una imagen: la ameba que recorre el agua donde se refleja el cielo.) No hay en estos filmes revelaciones que otorguen un sentido retrospectivo a las imágenes observadas: el acontecimiento son las secuencias mismas, la intervención transformadora de lo imaginario y lo simbólico. 

El primer plano de Cementerio de esplendor muestra una máquina excavadora: algo será construido o instalado cerca de una escuela, cuyo austero edificio ha sido adaptado como clínica. En lo que fue un aula duerme una docena de soldados tailandeses, en coma por causas indeterminadas. La cámara registra los espacios con parsimonia, como si estuviera a la espera de una aparición. Con sutileza, la película incorpora estratos de realidad conforme avanza el relato: Jen (Jenjira Pongpas, que también participó en El tío Boonmee), una voluntaria, percibe el espacio poblado de recuerdos; la médium Keng (Jarinpattra Rueangram) asiste a los familiares, comunicándolos con los durmientes; un par de diosas budistas aparecen primero como representaciones en un templo y luego como personas de carne y hueso, para explicar a Jen la situación de los militares. La cuestión es sencilla: en los terrenos de la antigua escuela descansan los restos una batalla, cuerpos de guerreros y de reyes que siguen peleando en otra dimensión, para la que reclaman a los soldados privados de la vigilia, que sin embargo despiertan ocasionalmente. Uno de ellos, Itt (Banlop Lomnoi), tendrá en Jen –mayor que él, casada con un estadounidense– a su protectora, y entre ambos surgirá un vínculo. En una de sus conversaciones, sentados en un parque, el soldado le confesará que desea abandonar el ejército. 

¿Es posible no ver en ese coma, en esa negativa a despertar, la desesperada rebelión de un grupo de hombres a los que se les ordena deponer gobiernos civiles cada vez que éstos dejan de ser del agrado del monarca? Las supersticiones que gobiernan las vidas de los personajes de Cementerio de esplendor operan como una forma de escape: la memoria, las leyendas, la creencia en realidades paralelas permiten olvidar, por un momento, el sometimiento generalizado. De ahí que el sueño aparezca como único reducto de la libertad. Las lámparas de color cambiante, usadas por el ejército estadounidense para propiciar un onirismo plácido entre los suyos, son empleadas como registro cromático de una memoria colectiva en espera de ser reactivada, y permiten a Apichatpong convertir el espacio central del filme en un lugar dúctil, pleno de misterio e inquietud. A diferencia de lo que ocurría en El tío Boonmee, donde resultaba claro que algunas presencias no eran de este mundo, aquí todo tiene la densidad de lo real, ya se trate de deidades, personas meditando o monumentos en un parque. La parábola se imprime en la pantalla a fuerza de atentas miradas: indigentes, personas deambulando junto a un lago, cines que exhiben películas de terror. Pero también a través de la visita fantasmal a un palacio que sólo Itt puede ver, y que le describe a Jen a través de Keng: ella será también el vehículo del contacto físico. 

Rodada en Khon Kaen, la ciudad de la infancia del director, Cementerio de esplendor produce una suerte de suspensión de la temporalidad. Lo mismo desde las secuencias que desde los diálogos, construye espacios donde el pasado y el presente parecen enlazarse a través del mito. Algunos planos son especialmente significativos. Repárese, si no, en el partido de futbol que ocurre entre las dunas creadas por la excavadora: una felicidad impedida. O en la expresión final de Jen, que abre los ojos tanto como puede, como para asegurarse de que no es un mero sueño la pesadilla de la que trata de despertar. Esa imagen podría ser la última que Apichatpong Weerasethakul produzca en suelo tailandés.

La Tempestad, México, septiembre de 2016

martes, 24 de enero de 2017

Una intuición singular

La posibilidad de capturar el aprendizaje de los sentidos, de amplificar los instantes hasta crear una temporalidad específica en la página (Proust), o bien de emular el ritmo del pensamiento, de seguir el flujo de la conciencia al margen de la sintaxis al uso (Joyce); la oración subordinada como herramienta para crear un ambiente, para producir el efecto de una realidad autónoma (Faulkner), o para explorar minuciosamente, a través de pliegues y repliegues, la textura de lo real (Saer); la articulación de temáticas y momentos diversos, hasta producir una suerte de mural en el ojo lector (Simon); el ritornello como producto de una obsesión, una espiral de palabras que vuelven sobre sí con cada vez más fuerza, hasta arrancarnos de la costumbre (Bernhard); la resistencia a la anulación del tiempo y a la atención pulverizada, a través de una frase paciente que, desde la duración, apuesta a una nueva epopeya (Handke); el discurso que, mediante cláusulas, hace del relato una meditación, donde los acontecimientos se suspenden a favor de sus implicaciones reflexivas (Marías), un discurso capaz de organizar en un denso magma la experiencia inmediata, la memoria histórica y literaria, el paisaje, fotos, pinturas (Sebald): la frase larga. 

László Krasznahorkai, uno de los grandes escritores del presente, ha hecho de la frase larga la característica saliente de su estilo, si bien la entiende de un modo distinto al de sus antecesores en la tradición de la prosa moderna: “Mis llamadas frases largas no provienen de ninguna idea o teoría personal, sino del lenguaje hablado. […] Cuando hablamos, hablamos con oraciones fluidas, ininterrumpidas, y este tipo de expresión no requiere de puntos. Sólo Dios requiere el punto –y al final Él lo usará, estoy seguro” (entrevista con Sebastián Castillo para la revista Guernica, 2012). La explicación, rematada con un giro típico del húngaro –la irrupción de lo divino en el contexto cotidiano–, podría hacer pensar que estamos ante un narrador que busca captar la oralidad, pero lo cierto es que Krasznahorkai, al menos en las versiones castellanas de Adan Kovacsics (y en las inglesas de George Szirtes y Ottilie Mulzet), es otra clase de autor: un prosista de avanzada. 


Aunque abundante en meandros digresivos, la oración de Krasznahorkai persigue el movimiento, es un continuo de acontecimientos capaz de organizar saltos en el tiempo y desplazamientos en la posición del narrador, de habilitar la coexistencia de tonos, de orientar la “mirada” del lector en distintas direcciones. (No puede dejar de mencionarse, en este último punto, el modo en que el cineasta Béla Tarr ha hecho del plano secuencia el equivalente audiovisual del estilo de su colaborador en cinco filmes.) En el arco que va de la novela Tango satánico (1985; pendiente de traducción al español) al relato El último lobo (2009), la frase krasznahorkiana ha ido variando en extensión –de unas líneas al medio centenar de páginas– y entendimiento del ritmo –del enunciado extenuante al relato cadencioso, fluido–, pero sin perder en el camino el espíritu elegiaco. 


Si en Melancolía de la resistencia (1989), Ha llegado Isaías (1998) y Guerra y guerra (1999) –para citar sólo textos vertidos a nuestra lengua, siempre por Kovacsics para Acantilado– quedaba claro que para Krasznahorkai el escritor es un testigo de la catástrofe universal y, al mismo tiempo, quien elige lo que debe conservarse, en los últimos libros del húngaro, marcados por estancias prolongadas en China, Mongolia y Japón, la perspectiva se ha modificado, y con ella, en alguna medida, el estilo. Al Norte la montaña, al Sur el lago, al Oeste el camino, al Este el río (2003), su novela “japonesa”, es prueba de ello: el budismo ofrece consuelo a nuestra existencia fugitiva, nos educa en la impermanencia. En Y Seiobo descendió a la Tierra (2008), sin embargo, la poética de Krasznahorkai parece haber encontrado una suerte de summa: coexisten el pesimismo ante el avance de la Historia y la idea de que lo bello nos redime. 


En “La muralla y los libros”, el ensayo inaugural de Otras inquisiciones (1952), Borges escribió: La música, los estados de felicidad, la mitología, las caras trabajadas por el tiempo, ciertos crepúsculos y ciertos lugares, quieren decirnos algo, o algo dijeron que no hubiéramos debido perder, o están por decir algo; esta inminencia de una revelación, que no se produce, es, quizá, el hecho estético. La célebre frase del argentino funciona de manera extrañamente precisa al momento de intentar una descripción de Y Seiobo descendió a la Tierra, una de las “novelas” más originales que se han escrito en este siglo. Aunque la cuarta de forros nos informa que Seiobo, la diosa japonesa, vuelve a la Tierra en busca de belleza, lo cierto es que al libro, una colección de relatos de tramas autónomas, lo hilvana, en todo caso, una idea que surge al paso en el capítulo “Lejana autorización”, dedicado a la Alhambra: la propuesta de que elijamos algo superior al mundo de desintegración del caos maligno, un mundo superior que lo contiene todo, una unidad gigantesca, es esto lo que podemos elegir. Desde esta posición neoplatónica, Krasznahorkai sugiere, a través de la experiencia de la Acrópolis, el teatro nō, la pintura renacentista, la música barroca o La Pedrera de Gaudí, que la belleza, inmanente, siempre turbadora, nunca exenta de peligros, permite acceder a Dios. O a la Nada. Por ello la restauración es una práctica recurrente en el libro: aquello capaz de producir el hecho estético ha de ser conservado. (Hay algo ciertamente benjaminiano en Y Seiobo…La huella es aparición de una cercanía, por más lejos que ahora pueda estar eso que la ha dejado atrás. El aura es aparición de una lejanía, por más cerca que ahora pueda estar lo que la convoca nuevamente. En la huella nos apoderamos de la cosa, el aura se apodera de nosotros, Obra de los pasajes, 1927-1940.) 


Las tramas de los diversos capítulos, numerados de acuerdo con la sucesión de Fibonacci (1, 2, 3, 5, 8, 13, 21… hasta llegar a 2584), implican lo que parece ser el ethos krasznahorkiano: la paciencia. Ninguna gran obra, ningún objeto capaz de ofrecer la experiencia estética, nace del apresuramiento y la inmediatez, parece decirnos cuando describe, por ejemplo, el proceso de reconstrucción del Santuario de Ise. Aquí podría ubicarse el núcleo político de la obra del húngaro, al margen de su sospechoso pesimismo. En la reivindicación del gran arte hay una apuesta de futuro, como ha visto Alain Badiou en sus Cinco tesis sobre Wagner (2010): una nueva grandeza, desvinculada de la idea de totalidad, que Krasznahorkai encuentra en lugares y circunstancias diversos, no sólo en un aria de Bach sino también en la instalación de Mario Merz que aparece en Guerra y guerra. Finalmente, cuando el hombre crea formas nuevas y revolucionarias basadas en la capacidad de experimentar de una manera intensa la tradición más sublime, crea hasta un nuevo sistema de formas mediante una sensibilidad cultivada, una intuición singular y una concentración genial y eleva así la existencia humana, la eleva toda, la coloca en un plano muy alto.


La Tempestad, México, septiembre-octubre de 2015