viernes, 3 de octubre de 2014

La expresión mendiga

Digamos, ya que algo debe decirse, que James Joyce cinceló una lápida. Una lápida en forma de libro. Un libro que alberga el sueño de una noche, la historia del mundo. Un libro escrito en una lengua nueva. Tiene un título. La lápida, quiero decir. Fue realizada en 1939. Ahí tienen, dijo el irlandés, y nos dejó con esa suerte de punto final entre las manos. Es un límite: por ese camino no puede llegarse más lejos. Un idioma va creándose a medida que se escribe. El inglés va distorsionándose conforme deglute vocablos de otras lenguas. Distintas historias son contadas simultáneamente.


Por el tiempo en que Joyce daba a vida a su engendro, un joven compatriota suyo arribó a París. Su nombre: Samuel Beckett. El año: 1928. Gracias a Thomas MacGreevy, compañero de la École Normale, donde era lector de inglés, el joven académico conoció a uno de los escritores más importantes de su tiempo. Del entendimiento y la admiración nació la amistad. Beckett ayudó a Joyce realizando investigaciones para el proyecto que éste traía entre manos: “Work in Progress”, el futuro Finnegans Wake. No fue su secretario, como repiten las solapas necias de algunos de sus libros. Fue un colaborador, un discípulo aventajado.

Terminemos con esto. Joyce pidió a Beckett que escribiera un ensayo acerca de su obra en curso. El resultado fue un texto a la vez pedante y exaltado: “Dante...Bruno.Vico..Joyce”, incluido en un volumen que reunía a un grupo de jóvenes entusiastas del Maestro: Our Exagmination Round His Factification for Incamination of Work in Progress (1929). La primera frase de Beckett dice: “El peligro está en la nitidez de las identificaciones”. 


Beckett abandonó Francia en 1930. Volvió a Irlanda. Pasó ahí unos años. Redactó una novela fallida: Sueño con mujeres que ni fu ni fa (1932-33), que se convirtió en un libro de relatos: Belacqua en Dublín (1934). Vivió en Inglaterra. Redactó una novela joyceana, extraordinaria: Murphy (1934-36). Vivió en Alemania. Volvió a París, de manera definitiva, en 1937. ¿Qué queda para un escritor una vez que ha decidido no ser un epígono, luego de haber conocido, desde sus entrañas, un texto límite: Finnegans Wake: la cumbre del virtuosismo: el mayor ejemplo de la “apoteosis de la palabra” encarnada por la obra de Joyce? Queda un hormigueo, cierta incomodidad. La llamada “Carta alemana”, enviada a su amigo Axel Kaun el mismo año de su regreso a Francia, es sorprendentemente explícita acerca de las reflexiones que ocupaban a Beckett una década antes de que la inflexión definitiva de su trabajo tuviera lugar: 

Realmente se está volviendo para mí cada vez más difícil, incluso sin sentido, escribir un inglés oficial. Y cada vez más mi propia lengua se me presenta como un velo que ha de rasgarse para poder acceder a las cosas (o a la Nada) detrás de ella. [...] Sólo de vez en cuando tengo el consuelo, como ahora, de pecar les guste o no en contra de una lengua extranjera, como debería encantarme hacerlo lleno de conocimiento e intención contra la mía… 

Otros pasajes de la misiva revelan lo que había vislumbrado ya: una auténtica poética: la aparición de una voz personal: esa manera que llamamos, hoy, beckettiana

¿Hay alguna razón por la que esa terrible materialidad de la superficie de la palabra no pueda ser disuelta, como por ejemplo la superficie sonora, rasgada por enormes pausas, de la Séptima sinfonía de Beethoven, de modo que a través de páginas enteras podamos percibir nada más que un sendero de sonidos suspendido a alturas vertiginosas, uniendo insondables abismos de silencio? 

Las analogías musicales no son casualidad. A Joyce le gustaba la ópera: era, se dice, un respetable barítono. Beckett no disfrutaba ese género en absoluto: prefería los sonidos instrumentales. Si la pintura se había librado de la obligación de representar a través de la abstracción y la música no dependía ya del viejo sistema tonal, la escritura abandonaría sus lastres realistas gracias a una “literatura de la despalabra”. 

En su muy notable Génesis de la poética de Samuel Beckett (1999), Laura Cerrato ubica en esa frase, como contenida en una piedra de ámbar, la definición del programa estético de Beckett: 

...un proceso lingüístico que aborda en sentido inverso la aventura de la significación, despojando al lenguaje de recursos retóricos, obligándose a un viraje hacia el menos, en cuanto expresión mínima, y hacia la intemperie del idioma menos sabido, articulando un sistema expresivo que linda con el balbuceo lúcido, donde la elementalidad sintáctica no conspira contra la riqueza y la sugerencia poética. 

Ahora yo: una apuesta por el empobrecimiento: una estética negativa que elude los lenguajes normalizados: nada de automatismos: o mejor: todos los automatismos: una escritura que devuelve la lengua a su expresión primera: el balbuceo nervioso anterior a la certidumbre de la palabra. Ahora Beckett: “voz antes fuera cuacua por todas partes luego en mí cuando termine ese jadeo sigue contándome termina de contarme invocación” (Cómo es, 1961). Lo copio como lo leo. 


Un pasaje de La última cinta de Krapp (1958) relata, en clave de ficción, el momento en que a Beckett se le reveló, sin asomo de dudas, la clase de autor que podía ser, o mejor: la clase de autor que debía ser. 

Espiritualmente un año de profundo desaliento y carestía hasta aquella memorable noche de marzo, en el extremo del muelle, bajo el ventarrón, nunca olvidarlo, cuando de repente todo se me aclaró. Finalmente la visión. [...] Lo que entonces vi de repente fue esto: que la creencia que había guiado toda mi vida, es decir... (Krapp apaga el aparato con impaciencia, adelanta la cinta, enciende de nuevo) ...grandes rocas de granito, la espuma brillando a la luz del faro y el anemómetro dando vueltas como una hélice, para mí era claro, en fin, que la oscuridad que siempre me esforcé en contener era en realidad mi más... 

1946, el año de la epifanía. Había escrito durante la guerra una novela de feroz comicidad: Watt (publicada en 1953). Se trata de un texto de transición cuya escritura se halla atravesada por una fuerte tensión lingüística: su autor estaba a punto de abandonar, aunque no para siempre, el idioma materno, el inglés, a favor del francés, el vehículo comunicativo que empleaba cotidianamente desde 1937. Estaba por ser desterrada, además, la presencia tutelar: James Joyce. 

La memorable noche de marzo ocurrió, en realidad, en un contexto más modesto: no en medio de un vendaval frente al mar embravecido sino en la recámara de su madre en Foxrock, el condado natal de Beckett, mientras éste se encontraba de visita. James Knowlson, su biógrafo más prolijo, lo aclaró en Damned to Fame (1996), un libro que, no obstante sus grandes méritos, roza peligrosamente la hagiografía. En 1987, en una entrevista, el escritor le comentó que el párrafo citado de La última cinta de Krapp podía ser completado con “querida aliada”. Mi más querida aliada. El virtuosismo verbal de estirpe joyceana dejó de ser, a partir de esa “visión”, el motor de la escritura beckettiana. La oscuridad, la impotencia, la ignorancia, la emulación del silencio: los rasgos que definirían, desde entonces, una de las obras más bellas y radicales a la que un lector puede enfrentarse. Comenzó, entonces, el proceso de despalabramiento

Un “frenesí de escritura” se instaló en Beckett entre 1946 y 1953. En esos años, el autor irlandés conquistó su autonomía estética. Abandonó el inglés para mejor empobrecerse, para maldecir, para debilitar su prosa, privarla de “estilo”, alejarla de la “poesía”. En su ensayo crítico “La pintura de los Van Velde o el mundo y el pantalón”, definió la literatura, su futura literatura, con una lucidez que ya no lo abandonaría: 

Aquí todo se mueve, nada, huye, regresa, se deshace, se rehace. Todo cesa, sin cesar. Se diría la insurrección de las moléculas, el interior de una piedra en la milésima de segundo antes de disgregarse. 

Esa desintegración de la palabra es palpable en los textos del período frenético –Primer amor y Mercier y Camier (escritas en 1946), además de Molloy, Malone muere, Esperando a Godot, El Innombrable y Textos para nada (publicados entre 1951 y 1955). La mendicidad existencial de sus personajes se ajusta a las privaciones de la prosa. Textos perforados por silencios, elocuentes en su contención. Un lenguaje que, al ser desnudado, deja a la vista, por fin, la soledad cósmica del hombre, su miseria esencial, apenas rodeada por un conjunto de objetos banales que, como las constelaciones en el firmamento, sirven de guías en la oscuridad. 


Lo digo como lo oigo: Cómo es representa un quiebre en la trayectoria literaria de Beckett. Un salto radical en el camino de la disgregación. Hasta Los días felices (1961), la nota dominante es el abismo cartesiano: mente y cuerpo incomunicados, contradiciéndose, coexistiendo en conflicto permanente. Luego de Cómo es ocurre la desmaterialización: los personajes quedan convertidos en una voz incorpórea que masculla, que imagina. El Innombrable había agotado las posibilidades del dualismo: quedaba poner la palabra al borde de su disolución. En una entrevista con Israel Shenker para The New York Times (6 de mayo de 1956) declaró: “Para algunos autores escribir se vuelve más fácil mientras más escriben. Para mí se vuelve más y más difícil. Para mí el área de posibilidades se vuelve cada vez más pequeña”. No es casual que luego de Cómo es la obra de Beckett se haya desarrollado a través de textos breves de extraordinaria densidad: Bing (1966), Aliento (1969), Sin (1969), El despoblador (1970), Yo no (1973), Compañía (1979), Mal visto mal dicho (1981), Impromptu de Ohio (1981), Rumbo a peor (1983), Sobresaltos (1988). Quien mejor los define es S.E. Gontarski: 

A lo largo de este período, Beckett logró convertir aparentes limitaciones, impasses, rechazos en triunfos estéticos. […] se propuso expurgar el “ornamento”, escribir “menos”, eliminar “todo salvo lo esencial” de su arte para destilar sus esencias y así desarrollar su propio minimalismo astringente, disecado, monocromático… 

El empobrecimiento máximo de estos últimos trabajos parece llevar la prosa a un momento arcaico de expresión. J. Rodolfo Wilcock lo vio con perspicacia al referirse a Sin: “parece sumerio, más aún, pictográfico”. Un método de sustracción, de borrado, hasta dejar sobre la página la osamenta del lenguaje. 

Al final de sus días, recostado en una cama del Hospital Pasteur, donde se recuperaba de la afasia que le había provocado un extraño padecimiento, la pérdida de equilibrio, aún antes de recobrar por completo el conocimiento, Beckett compuso un último texto, el poema “Cómo decir” (1989). Ahí, como alguien que reflexiona sobre el habla por primera vez, escribió: “cómo decir – / esto – / este esto – / esto de aquí – / todo este esto de aquí –”.


Digamos, ya que algo debe decirse, que Samuel Beckett cinceló una lápida. Una lápida en forma de textos. Textos que albergan personajes hermafroditas, cuyas voces suenan como el eco dentro de un cráneo. Textos escritos en la intemperie, nacidos de una expresión mendiga. Tiene varios títulos. La lápida, quiero decir. Fue realizada entre 1961 y 1989. Ahí tienen, dijo el irlandés, y nos dejó con esa suerte de punto final entre las manos. Es un límite: por ese camino no puede llegarse más lejos. Una voz va creándose a medida que se escribe. La voz va despalabrándose conforme busca su entonación. Una misma historia es contada, siempre.

Casa del Tiempo, México, abril de 2006