martes, 11 de septiembre de 2012

Dalí como peligro

Cuando miro el cielo estrellado, lo encuentro pequeño. 
O soy yo quien crece, o es el universo el que se encoge. 
 A menos que sean las dos cosas al mismo tiempo.
Salvador Dalí 

La pregunta 
Son las cinco de la tarde. Como todos los días, tomo el té con mi tía, en un pequeño salón dispuesto para el ritual. Las tazas y la tetera son de porcelana, y están decoradas con El Ángelus de Millet. Nos sorprende un enérgico trueno. Observo el agua, que vibra intensamente. Al agitarse, la vajilla produce un rítmico tintineo. Cuando el estruendo termina, mi tía me mira a los ojos y sonríe. Sin preámbulos, dispara: «¿Qué hacemos con Dalí?». La pregunta me inquieta. No respondo. Me levanto, camino hacia la ventana. Mi tía me acerca, en una carretilla, trozos de carne cruda. Los arrojo sobre un tejado cercano. Luego de unos minutos, comienzan a acercarse los gatos. Tomo la resortera, que descansa en una pequeña charola de plata, y comienzo a lanzar garbanzos. Los gatos lloran con cada impacto, salvo uno, el elegido, al que no hiero. Para él es la carne. Dejo el asunto por la paz y vuelvo a mi asiento. Mi tía me sonríe, una vez más: «¿Qué hacemos con Dalí?».

La máscara 
Salvador Dalí. Lo más conveniente es amarlo u odiarlo visceralmente. Sin reflexiones. Sin argumentos. Cuando se razona el entusiasmo o la aversión aparece el Dalí-peligro, siempre seductor. ¿Fue un artista genial? No, evidentemente, pero es una necedad regatearle talento al mayor engatusador del siglo XX. ¿Por qué sigue encandilándonos? Porque los fanfarrones encarnan nuestras aspiraciones secretas. Tiranizados por nuestra medianía, reprimimos al fantoche que habita en nosotros. 

La transformación personal de un individuo como Salvador Dalí Domènech, nacido en Figueras, una pequeña ciudad catalana, en 1904, es aleccionadora. Víctima de una timidez patológica sólo atenuada por la práctica obsesiva de la masturbación, entendió muy pronto que la única forma en que alcanzaría su meta en la vida, la celebridad, sería cometiendo un suicidio y gestando, al mismo tiempo, una resurrección. (En las primeras líneas de su magistral Vida secreta leemos: «Cuando tenía seis años quería ser cocinera y a los siete, Napoleón. Desde entonces mi ambición no ha dejado de crecer.») Así, el joven que se ruborizaba ante la mirada de cualquier mujer (u hombre), que era incapaz de relacionarse física o afectivamente, se transformó en un exhibicionista insaciable y, finalmente, en un comerciante sin escrúpulos. El hijo de notario tuvo que morir para que naciera el actor y, con él, la fama. No es casual que Dalí titulara a su única y fallida novela Rostros ocultos. Ni que la encabezara con un epígrafe de Descartes: Larvatus prodeo (avanzo enmascarado). Tampoco lo es que su museo en Figueras ocupe el lugar de un teatro destruido durante la Guerra Civil española. En 1972, en una cena parisina en la que se pidió a los invitados usar máscaras, Dalí se negó a hacerlo con un argumento irrefutable: «Mi cabeza es mi máscara». El Dalí célebre fue un histrión que se aferró a su disfraz hasta que los embates de la senilidad lo devolvieron a su condición primera: la de hombre avergonzado e incontinente. 

Dalí es, en tal sentido, un precursor, y su espectáculo vital prefiguró la obra y las actitudes de algunas celebridades del arte actual, como Damien Hirst o Matthew Barney. (No debe olvidarse, además, el peso de su influencia en el arte pop, concretamente en Andy Warhol.) Su legado, de cualquier modo, tiene que ver más con la cultura popular que con el arte. La publicidad, los videojuegos, el cine comercial, los videoclips, la animación –no en balde trabajó con Walt Disney en la realización de Destino (1946 / 2003)– y un sinnúmero de elementos visuales de nuestro tiempo han incorporado sin chistar el surrealismo del supermercado daliniano. Mientras tanto, en el campo de las artes visuales muy pocos creadores además de los ya citados se atreven a nutrirse de Dalí. Al menos en lo formal. En cuanto a las estrategias comerciales vivimos una era donde el catalán es un descarado santo patrono: cuando hay dólares de por medio, todo vale, incluidas las tácticas encaminadas a cretinizar al público. 

La mantis religiosa 
«¿Qué hacemos con Dalí?». La segunda vez que oigo la pregunta me resulta francamente turbadora, pues la entonación me hace pensar que el pintor ampurdanés se halla en el sótano, amordazado. Mi tía se levanta de su asiento y recoge nuestras tazas. Camina hacia la cocina ligeramente encorvada, a la manera de una mantis religiosa. Cuando vuelve, trae una cubeta llena de leche tibia. Su mirada se ha vuelto feroz. Nos sentamos, otra vez. Saca de un cajón una pequeña reproducción de El Ángelus. Sonrío. Como todas las tardes, sumergimos el cuadro en el líquido. Luego observamos, con entusiasmo, los efectos que se producen en él. Afuera llueve y, dado que aborrezco ese fenómeno atmosférico, espero su final. Mi tía me llama. Me hace ver que sus colmillos guardan el filo de sus mejores años. Ya no sonrío. Toco mi nuca, nervioso. 

El pintor 
Salvador Dalí –lo ha escrito Ian Gibson en su monumental biografía– siempre se definió como un genio, pero nunca como un pintor genial. Sabía que su aporte se hallaba en el plano de las actitudes espectaculares. Aunque le debemos una singular iconografía pictórica, su universo acarrea un exceso de deudas. Robó demasiado a Tanguy, a Miró, a De Chirico, a Boccioni. Ayudado por una técnica extraordinaria –aunque académica–, colocó sobre el paisaje del Ampurdán –Cadaqués, Port Lligat, Cap de Creus– sus obsesiones más angustiantes: la impotencia, la autoridad del padre, la homosexualidad, la vergüenza. Por eso hay tantas muletas y burros podridos, tantos símbolos de la castración, tantas referencias a su amigo –y frustrado amante– Federico García Lorca, tantos personajes que ocultan el rostro. Y está, también, Gala, su amante-madre-manager, la musa indescifrable que lo liberó (al menos durante un tiempo) de la angustia sexual… para luego enseñarle el camino de la voracidad monetaria. 

Entre 1927 y 1930 Dalí fue un pintor importante. Menos original de lo que habitualmente se cree, construyó un mundo que ilustra como ningún otro los aportes de la teoría freudiana al movimiento surrealista. Y creó algunas obras notables: La miel es más dulce que la sangre (1927), Aparato y mano (1927), Cenicitas (1927-28), Los primeros días de la primavera (1929), Los placeres iluminados (1929), El gran masturbador (1929) o El juego lúgubre (1929). Su trabajo en los años treinta siguió teniendo momentos lúcidos, pero sufrió una progresiva degradación que alcanzó altísimas cimas de vulgaridad hacia el final de la década. Lo que pintó después es un cúmulo de baratijas comerciales cuyo ilusionismo banal decora hoy las fantasías y los muros de miles de hogares. 

¿Qué tan inconscientes eran los impulsos que daban vida a estos lienzos? ¿Era Dalí, como sus aduladores creían –creen–, el único surrealista auténtico? Incluso en sus mejores momentos, es difícil verlo así: todo en sus cuadros es resultado de actos conscientes, meditados, calculados. Su «conquista de lo irracional» provenía de razonamientos exhaustivos, como en su admirado marqués de Sade. Al principio, sus pinturas apostaron por la provocación y el escándalo. Luego, por la fácil seducción. Dejó de ser un artista para transformarse en publicista de sí mismo. Nada es más rentable que la estridencia. Y que los relojes blandos. 

Los mensajes cifrados 
La lluvia ha adquirido aspecto de diluvio. Tendré que esperar a que termine. El viento sopla con una fuerza inusual, que nos obliga a asegurar las ventanas. Mi tía saca una caja ubicada debajo de su asiento. Extrae de ella una serie de recortes de periódicos. En todos ellos aparecen textos de un escritor al que dice conocer. «Son mensajes cifrados», alega. Observo las anotaciones en los márgenes de los papeles. Al parecer, ella y el columnista tienen algún tipo de relación. «Sólo nos hemos visto un par de veces», aclara. «Hay un mensaje que no he podido interpretar». Mientras lo dice, acerca la cubeta con leche. Le hago ver que el líquido se ha enfriado. Me responde que, en este caso, la temperatura carece de relevancia. Entonces sumerge el recorte. Al sacarlo, escurriendo leche fría, lo observa detenidamente. Parece consternada. Se levanta, abre una ventana. Le acerco la carretilla de carne y el frasco con garbanzos. Toma la resortera y comienza a disparar contra la gente que pasa por la calle. Súbitamente, el pelo agitado por el viento, el rostro humedecido por la lluvia, vuelve a hacerme la pregunta. 

El escritor 
¿Qué puede exigírsele a un escritor cuyo único tema es él mismo? La formulación de una voz única que se convierta a la vez en estilo y personaje, en forma y tema. En ese sentido, Dalí fue un escritor de primer orden. Sus textos autobiográficos y ensayos son desopilantes ejercicios de megalomanía que mitifican todo lo que tocan. 

Fracasó como novelista porque Rostros ocultos (1947) es una ficción escrita por alguien que finge vivir desbordado por su genio. Posee, eso sí, pasajes estupendos, como aquel en el que el conde Grandsailles declara a Solange de Cléda: 

«Es un milagro maravilloso que jamás haya habido nada entre nosotros». –Y añadió con voz ronca: «¡Juremos que jamás haremos nada que pueda mermar nuestro deseo!». –Luego, besó la otra mano de Solange y dijo con voz firme y baja: «Vamos a atarnos juntamente en mutua atracción». 

Por lo demás, la narración es flagrantemente anacrónica. En cambio, a La vida secreta de Salvador Dalí (1942) y Diario de un genio (1964) los anima una voz inconfundible, que entona cada frase con un registro delirantemente personal: a una brillante disertación analítica sigue un aforismo de la estirpe de Wilde; a una disparatada opinión sobre cualquier tema sigue una frase pulida e hilarante como las de Groucho Marx. Probablemente no haya texto autobiográfico con un inicio que supere al del Diario

Para escribir lo que sigue calzo zapatos de charol por vez primera desde hace mucho tiempo, zapatos que no consigo llevar por mucho tiempo, pues me vienen terriblemente apretados. Suelo ponérmelos antes de empezar una conferencia. El doloroso constreñimiento que ejercen sobre mis pies tiene la virtud de acentuar al máximo mis facultades de orador. Este tormento agudo y agobiante hace que cante como un ruiseñor, o como uno de esos cantantes napolitanos quienes, a su vez, calzan zapatos estrechos. 

En los textos “autobiográficos” de Dalí es evidente el magisterio de Nietzsche. Es fácil imaginar al joven artista –entusiasta lector del pensador alemán– extasiado con los rotundos títulos de algunos de los capítulos de Ecce homo: “Por qué soy tan sabio”, “Por qué soy tan inteligente”, “Por qué escribo tan buenos libros”, “Por qué soy un destino”. Después, claro, como no podía ser de otro modo, el catalán terminó por afinar su voz megalómana: «¡Hasta en los bigotes iba yo a superar a Nietzsche!».

Como autor de ensayos-ficción, Dalí alcanza la cumbre en El mito trágico de “El Ángelus” de Millet (escrito entre 1932 y 1935, aunque publicado en 1963), uno de los textos sobre arte más originales jamás escritos. Es un libro que, en última instancia, habla de su autor, en este caso concentrado en la aplicación del método paranoico-crítico, donde el universo entero se arremolina en torno a una imagen obsesiva. Luego de leer el texto daliniano, resulta imposible ver con inocencia el célebre cuadro de Millet. La mujer nos inquieta con su pose de mantis religiosa, a punto de devorar la nuca del macho a enormes dentelladas. Y en la carretilla con bultos no podemos dejar de ver, materializada, la siempre violenta pulsión sexual. 

Dalí poseía un estilo inconfundible que, en sus mejores momentos, mezcla con precisión el humorismo impenitente y la inteligencia penetrante. Ese tono anima textos escritos en tres lenguas –catalán, castellano y francés– que, ortográfica y gramaticalmente, nunca dominó, pero a las que dotó de una plasticidad sorprendente. Panfletos como Los cornudos del viejo arte moderno (1956) y Carta abierta a Salvador Dalí (1966) o los artículos recogidos en ¿Por qué se ataca a la Gioconda? (1927-1978) son una buena muestra de ello. Su lectura nos confirma lo de siempre: los autores de peso nos hacen gozar con ideas que no necesariamente compartimos. Así, esa prosa de intensa ductilidad nos permite pasar por alto la estupidez política y el oportunismo vergonzante del último Dalí. 

El límite 
«¿Qué hacemos con Dalí?». Por su bien, por el nuestro, mantengamos el enigma intacto. Dalí es un peligro porque representa un límite. Es el artista que se prostituye, el revolucionario que se transforma en fascista, el mezquino incapacitado para sorprender con un gesto generoso. Pero es también el escritor original, el pintor transgresor, el talento desmesurado, el mayor hombre-espectáculo de su siglo. Incluso el gran cineasta potencial que se asoma en dos películas de Buñuel –Un perro andaluz (1929) y La edad de oro (1930)– y en decenas de proyectos frustrados –como La carretilla de carne. Mientras le temamos, seguirá fascinándonos. 

Parodiando a André Breton, Dalí escribió: “¡La belleza será comestible o no será!” Sólo algunos de sus cuadros, los que aún nos inquietan, permanecerán. La gran mayoría de ellos, comestible de origen, ya ha sido digerida. Ahora es detritus, mierda, lo que no necesariamente ofendería al pintor, ser escatológico por antonomasia. Pero hay otro Dalí inmanejable, cuya presencia nos inquieta porque evidencia a un tiempo la vulgaridad de la fama y el encanto del cinismo. Con él no podemos hacer nada, y su carácter volátil perpetuará el peligro. 

La respuesta 
Ya en la calle, siento el golpe de un garbanzo en la nuca. Volteo sorprendido. Desde su balcón, mi tía sonríe, con la resortera en la mano. Nunca ha estado más encantadora, ni más parecida a una mantis religiosa. Leo en sus labios la pregunta, otra vez. Entonces le respondo: «¡Tíraselo a los gatos!».


Letras Libres (ay), México, agosto de 2004

La querella de la cultura

Antes que una «durísima radiografía de nuestro tiempo y nuestra cultura», como lo publicitan tanto sus editores como los reseñistas afines, el último libro de Mario Vargas Llosa permite apreciar una de las características centrales del momento que vivimos: la primacía de la opinión sobre el pensamiento. Travestido de ensayo de ideas, La civilización del espectáculo es un compendio de artículos y conferencias que, aparecidos en diarios y revistas, opera como un largo y farragoso lamento por el fin de la cultura burguesa.

A la par que defiende a la economía de mercado –«sistema insuperado e insuperable para la organización de recursos»–, el escritor peruano denuncia una de sus consecuencias flagrantes: la banalización de los productos de la cultura derivada de su mercantilización (la industria cultural, para decirlo adornianamente). Y elige un término –algo extraño en un humanista liberal– asociado a textos bien conocidos de la tradición marxista: espectáculo. Remontémonos, por ejemplo, a Walter Benjamin: «La humanidad, que antaño, en Homero, era un objeto de espectáculo para los dioses olímpicos, se ha convertido ahora en espectáculo de sí misma» (La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica, 1936). Pero el libro referencial sobre este tema, con el que Vargas Llosa coincide superficialmente, es La sociedad del espectáculo (1967), de Guy Debord. Una frase basta, sin embargo, para distinguir la posición del francés: «La producción capitalista ha unificado el espacio, que ya no está limitado por sociedades exteriores. Esta unificación es a la vez un proceso extensivo e intensivo de banalización».

En la introducción del libro, “Metamorfosis de una palabra”, Vargas Llosa repasa algunas tesis sobre la cultura. Extraña, tratándose del tema central del libro, la falta de exhaustividad. El autor se detiene en T.S. Eliot, George Steiner, Debord y Gilles Lipovetsky; con el avance de la lectura, queda claro cuál es el espíritu rector de La civilización del espectáculo: «Eliot afirma que la alta cultura es patrimonio de una elite y defiende que así sea porque, asegura, “es condición esencial para la preservación de la calidad de la cultura de la minoría que continúe siendo una cultura minoritaria”». Con sus matices, el libro de Vargas Llosa se coloca en esa posición, si bien asume que el proceso de democratización cultural (y de la banalización que, según él, ésta produce) es irreversible. ¿Qué lamenta, entonces? La pérdida de autoridad, de jerarquías y de consensos estéticos, que considera una consecuencia del «carnaval» de Mayo del 68.

Es difícil poner en duda que la cultura ha sufrido, en Occidente, un proceso de transformación significativo en el último medio siglo, donde se ha gestado la llamada posmodernidad, célebremente definida por Fredric Jameson como «la lógica cultural del capitalismo tardío» (tardío: herencia –optimista– de Marcuse). Sin embargo, sólo la desinformación respecto al desarrollo de las artes contemporáneas puede llevar a alguien a afirmar lo que sigue: «nuestra época […] ya no produce creadores como Ingmar Bergman, Luchino Visconti o Luis Buñuel. ¿A quién corona ícono del cine de nuestros días? A Woody Allen, que es, a un David Lean o un Orson Welles, lo que Andy Warhol a Gauguin o Van Gogh en pintura». Vargas Llosa no sólo parece desconocer las innumerables exploraciones fílmicas de las últimas décadas, sino que demuestra una ignorancia supina respecto a la importancia de Warhol, a quien considera un pintor.

Vargas Llosa se siente burlado por lo que experimenta ante la producción artística actual. Sobre la música, se limita a ejemplificar la decadencia a través de la música pop. Sobre la literatura, despotrica contra los best-sellers. ¿Está realmente informado el Nobel de literatura? Su libro es una triste respuesta negativa. El articulista semanal quiso escribir un ensayo polémico, pero entregó a imprenta un texto para la pequeña burguesía ilustrada que, incapaz de asimilar las transformaciones de la cultura contemporánea, prefiere acusar de timo a todo lo que escapa a su comprensión. 

¿Qué significa, hoy, defender la idea de “alta cultura”? Escribe Terry Eagleton en La idea de cultura (2000): «Además de otras cosas, es un instrumento por medio del cual un orden dominante se forja una identidad propia en piedra, palabras y sonidos». Es imposible, entonces, no recurrir de nuevo a Benjamin, en un pasaje de sus Tesis sobre la historia (1940): «Todos [los bienes culturales] deben su existencia no sólo a la fatiga de los grandes genios que los crearon, sino también a la servidumbre anónima de sus contemporáneos. No hay documento de cultura que no sea a la vez un documento de barbarie». Defender la “alta cultura”, hoy, es defender la “civilización” en el sentido imperial del término: la sociedad de clases. 

La civilización del espectáculo llega con décadas de retraso, lo que inhibe cualquier debate serio sobre sus postulados, demolidos anticipadamente por pensadores como Debord o Jameson. El primero los caracterizó como «pensamientos sumisos», cuyo carácter no dialéctico los vuelve equivalentes a la publicidad del sistema. El segundo, por su parte, ha hablado del «desgañitado patetismo con el que los conservadores […] lamentan la pérdida del pasado y de la tradición». Opiniones sin ideas, el libro es un llanto reaccionario en lo estético, lo político y lo moral (¡critica el sexo sin amor!). Vocero habitual del orden dominante (recomiendo la lectura de la página 182, donde explica lo que la cultura es para los liberales: una ideología que garantiza la circulación del capital), Vargas Llosa es incapaz de pensar fuera del sistema. La civilización del espectáculo, escrito con una prosa periodística muchas veces obtusa, es un fruto previsible de la cultura a la que pretende denunciar. 

La Tempestad, México, julio-agosto de 2012