viernes, 12 de febrero de 2010

Apuntes sobre Thomas Bernhard

En el origen hay una helada. No se trata del gélido febrero de 1931, cuando nace nuestro autor. Tampoco del invierno de 1949, en el sanatorio de Grafenhof, cuando, mientras se recupera de la tuberculosis, observa la montaña de Heukareck día tras día, hasta que el tedio lo orilla a escribir. “Las tempestades llegan súbitamente, y de nada sirve gritar, porque nadie oye”, dice Strauch en Helada (1963). Así, súbitamente, llegan para Thomas Bernhard la muerte del abuelo y, meses después, la de la madre. El padre era ya, desde siempre, una ausencia. Invierno perenne en el corazón. Lo dice el príncipe Saurau en Trastorno (1967): “El frío está dentro de mí, de modo que da igual adónde vaya, el frío entra en mí conmigo. Me congelo de dentro a afuera”. Pero a esa helada la acompaña la claridad. O, cuando menos, la ilusión de claridad. “De repente surge el horror como una tormenta”, escribió Fitzgerald. La perspectiva de ese horror, el de la existencia, es para Bernhard, como para Cioran, síntoma de lucidez. Al recibir un premio por Helada, en 1965, declara: “El frío aumenta con la claridad. En adelante reinarán esta claridad más alta y un frío mucho más hostil del que podamos imaginar”. La prosa es, en el origen, concisa y seca. Helada, como la tormenta en la que se pierde, para siempre, el pintor Strauch. Pero el lenguaje pronto comenzará a girar sobre sí. La fricción producirá calor. En Bernhard habrá, a pesar suyo, un deshielo.

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Palma de Mallorca, 1981. Bernhard conversa con Krista Fleischmann, frente a las cámaras de la televisión austriaca. De repente, solicita que se detenga la grabación. Pide que se eviten las caminatas, el movimiento, mientras haya diálogo. Alega que abomina ese tipo de tomas. La periodista anota: “No sabré la verdadera razón hasta mucho más tarde. Thomas Bernhard no quiere que se vea que le falta el aliento”. Los padecimientos pulmonares lo acompañaron, lo habitaron, prácticamente toda la vida. El aliento (1978), tercera parte de la pentalogía autobiográfica, tiene como subtítulo Una decisión. La primera enfermedad de Bernhard, una pleuresía húmeda, lo pone, en 1948, al borde de la muerte. Recibe la extremaunción, pero ya entonces decide ir en la dirección opuesta: “Quería vivir, y todo lo demás no significaba nada. Vivir y vivir mi vida, como quisiera y tanto tiempo como quisiera”. A pesar de todo, voluntad de existir. ¿Cómo no ver en la falta de aliento la motivación de una escritura incansable, que se lee como una poderosa exhalación? Luego de inicios poéticos escasamente logrados, Bernhard se encuentra en un medio, que, a decir suyo, se le resiste: “Y desde el momento en que me di cuenta de ello y lo supe, me juré escribir sólo prosa” (“Tres días”, 1970). Elige la prosa como elige vivir. De ahí que su estilo posea una fuerza arrasadora. Un apunte personal: cuando leí a Bernhard por primera vez tuve la sensación de estar ante una materia viva.

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En el fondo, Bernhard cree en la imposibilidad de la escritura. No sólo porque duda de las capacidades comunicativas del lenguaje, sino porque, cuando niño, observa a su abuelo, el escritor Johannes Freumbichler, fracasar, una y otra vez. El amado padre de su madre es un maestro singular, pero también un déspota que lo sacrifica todo, su familia incluida, por su obra. Aunque compone libros con algún talento, nunca se convertirá en un autor mayor. La sombra de Freumbichler es perceptible en diversos personajes de Bernhard, obsedidos por ambiciosos proyectos que, antes de realizarse, conducen a la locura o la muerte. En Helada, Strauch piensa regularmente en la pintura, un arte al que no volverá. La calera (1970), momento de condensación del estilo bernhardiano, nos habla de Konrad, que tiene en la cabeza un “tratado sobre el oído” que le resultará imposible traducir a palabras. Las reflexiones de Roithamer en Corrección (1975), esa obra maestra, son elocuentes:

Para poder repensar una cosa hay que adoptar la mayor distancia posible de esa cosa, o sea, la posición más alejada posible de esa cosa. Primero, la aproximación al objeto como idea, luego, la posición más alejada posible del objeto al que primero, como objeto, nos hemos acercado, para poder juzgarlo y repensarlo, lo que, como consecuencia, significa la disolución del objeto. El repensar consecuentemente un objeto, cualquiera que sea, significa la disolución de ese objeto…

En Los comebarato (1980), Koller piensa en la obra de su vida, de la que sólo llegará a establecer el título, Fisonomía. En Hormigón (1983), Rudolf pretende redactar un estudio definitivo sobre Félix Mendelssohn. La lista no es exhaustiva, pero podría añadirse al tío Georg de Extinción (1986), autor de un desaparecido manuscrito sobre Wolfsegg que Murau, alter ego de Bernhard, se plantea reescribir. “Mi abuelo, el escritor, había muerto, ahora tenía que escribir yo”, leemos en El frío (1981), cuarto volumen de la autobiografía. ¿Puede hablarse de impedimentos en un autor que dio a imprenta más de cincuenta volúmenes? Pensemos en la frase de Bernhard, que va ampliándose a través de subordinadas, trazando meandros que desvían el curso del relato, a veces durante páginas enteras. La frase de Bernhard, siempre escandida, dilatando la llegada del punto como si demostrara, así, la tesis de Zenón de Elea, que el movimiento es imposible.

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Escribir para ser. Para hacerse uno mismo. En más de un sentido, tal es el motor de la obra de Bernhard. Pueden inferirse, entonces, las razones de su abandono del verso (que no de la poesía). Como poeta, no era más que un seguidor menor de Trakl; Bajo el hierro de la luna (1958) es la prueba definitiva. Algunos de los textos ahí incluidos poseen cierta altura, pero no encontramos, en ninguna parte, a Bernhard. En Mallorca, a Fleischmann: “siempre he querido ser sólo yo mismo y siempre he escrito sólo como yo mismo pensaba”. Una obsesión de la que da cuenta el ciclo autobiográfico: “No había querido en absoluto volverme nada y naturalmente nunca volverme una profesión en persona, nunca he querido más que volverme yo mismo”. El sentido del ser es, entonces, afirmarse. Lo contrario conduce a la desintegración: “Wertheimer no era capaz de verse a sí mismo como alguien único, como todo el mundo puede y tiene que permitirse, si no quiere desesperar, sea quien sea, es alguien único, me digo a mí mismo una y otra vez, y eso me salva” (El malogrado, 1983). Es lógica, entonces, cierta afinidad electiva: “Me estudio a mí mismo más que a todo lo demás, ésa es mi metafísica, ésa es mi física, yo mismo soy el rey de la materia que trato, y no tengo que dar cuentas a nadie, así decía Montaigne” (El origen, 1975). El medio, el instrumento para estudiarse es la prosa. La obra de Bernhard hace de la construcción del yo un triunfo estético. Pero ese yo se define por oposición. ¿A qué? A la Naturaleza, ente aniquilador, como se expresa paradigmáticamente en los monólogos de Strauch y Saurau, en Helada y Trastorno. La Naturaleza es biología y, por extensión, enfermedad. En esto Bernhard –no es casual su admiración por Novalis– es cercano al romanticismo: cosifica el entorno, destierra al hombre –“Toda la Humanidad vive y desde hace muchísimo tiempo en el exilio” (Ungenach, 1968). No concibe el yo en coexistencia con el ambiente, sino resguardándose del exterminio que, según piensa, éste le depara: “escucha, / en el viento flotan / miedos” (Bajo el hierro de la luna). De ahí que sea necesario percibir la ironía implícita de un adverbio que Bernhard utiliza con profusión: uno lee naturalmente y no puede evitar la sonrisa.

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“¿Es una comedia? ¿Es una tragedia?” El título de este relato de Bernhard, incluido en El carpintero y otros relatos (1967), adelanta las preguntas que el lector, en algún momento, se hará. Porque el austriaco era, como escribió Sebald, un practicante consumado de la sátira. Hoy es común señalar el humor de Bernhard, pero en su momento nadie creía tener derecho a reír con un libro como Helada. Cualquiera que se ha asomado a El imitador de voces (1978), sin embargo, sabe que la función de esos relatos es detonar carcajadas fúnebres, risotadas de condenados a muerte. Las conversaciones con Fleischmann, reunidas en Thomas Bernhard. Un encuentro (1991), presentan, incluso, a un comediante. Es cierto que al austriaco le falta el aliento, pero por momentos parece olvidarlo, hasta alcanzar una hilaridad incompatible con el escritor negativo que la prensa ha difundido: “me gustaría ser un auténtico Papa, el verdadero Papa. En realidad nunca ha habido un Papa Tomás, ¿no? Pues conservaría mi nombre. Tomás I”. Después de todo, ¿no es el monólogo del príncipe Saurau, en Trastorno, una siniestra broma de 130 páginas? En Bernhard hay una conciencia de lo cómico no demasiado sofisticada, resumida por él mismo en la conversación de Mallorca: “El material jocoso siempre está ahí cuando hace falta, donde hay un defecto, alguna deformidad física o mental”. Pero nada es sencillo en este programa, definido por su autor como cómico-filosófico. Comedia y tragedia no se resuelven dialécticamente a través del género tragicómico: coexisten sin mezclarse. Se trata de una cuestión de perspectiva; los mismos pasajes pueden ser terribles o risibles, según se lea. O se vea: ahí están, en escena, los 14 inválidos de Una fiesta para Boris (1970). Tal vez la cuestión se resuelve en unos versos de Beckett: “de frente / lo horrible / hasta hacerlo risible”. Como declaró Bernhard alguna vez, “Lo divertido es bailar en la cuerda floja”. Al final de “¿Es una comedia? ¿Es una tragedia?”, un hombre dice: “El mundo entero no es más que una jurisprudencia. El mundo entero es un presidio. Y esta noche, se lo digo yo, en el teatro de ahí enfrente, me crea o no, se representa una comedia. Realmente una comedia”. O una tragedia, naturalmente.

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Un pasaje de Deleuze, extraído de Diferencia y repetición (1968), explica, sin proponérselo, la prosa de Bernhard: “tomada en un solo sentido, [una palabra] ejerce sobre sus palabras vecinas una fuerza atractiva, les comunica una prodigiosa gravitación, hasta que una de las palabras contiguas toma el relevo y se convierte a su vez en centro de repetición”. Si la corrección estilística es también corrección política, es decir, sumisión al poder del Estado, la prosa, vuelta poesía, deberá convulsionarse, desobedecer todas las normas. Así, tendremos, sobre la página, un párrafo interminable, una espiral que imanta las palabras; en contraste, sobre el escenario, el lenguaje se hará jirones en boca de los actores. El habla cotidiana, su timorata cortesía, su ridiculez consensual, es puesta en evidencia: a fuerza de repetirlas, de martillarlas en la frase, palabras y muletillas son desprovistas de sentido. La prosa de Bernhard se opone a “la feliz Austria”, al consenso que da vida a la Segunda República austriaca, conciliada por decreto (del bando ganador). Como ha escrito Dieter Hornig, Bernhard “hace girar la lengua sobre sí misma para hacerse catapultar hacia otro lugar”. La tantas veces mentada musicalidad de esta escritura no es, sin embargo, mero artificio. En sus pliegues, en sus incesantes modulaciones, abre espacios a los que sólo puede llegar el lenguaje, que, liberado de su función anestésica, hace de la repetición una forma de herejía enfrentada a todas las posiciones políticas. Digámoslo de una vez: si Thomas Bernhard (1931-1989) sigue escandalizando no es porque impreque, con toda la ferocidad de la que era capaz, la Patria, la Iglesia, el Estado. No es porque nos diga lo que ya sabemos, que el consenso democrático es la máscara debajo de la cual sigue su curso un proyecto aniquilador. No: Bernhard indigna porque hizo de esa crítica una estética, porque en sus manos el lenguaje es una materia viva que toma siempre la dirección opuesta y construye una sublime invectiva contra las formas de lo oficial. Que eso sea llamado pesimismo tiene que ver más con la pereza de ciertos críticos que con una lectura atenta. Porque, más allá del papel que le gustaba representar, el escritor austriaco se sabía expuesto. Cuando André Müller le preguntó, a finales de los setenta, “¿Y si encontrara mañana el gran amor?”, Bernhard sencillamente respondió: “No podría impedirlo”.

El Poeta y su Trabajo, México, invierno de 2009

La senda melancólica

En la introducción del «proyecto literario especial» Guerra y guerra, que puede leerse en su página web, László Krasznahorkai habla de una imagen que lo asaltó mientras caminaba por Berlín en 1992: «un par de personas corriendo por sus vidas en medio de una devastación intemporal mientras hacen un inventario de todo aquello a lo que tienen que decir adiós». La frase encapsula el espíritu elegiaco de la obra del escritor húngaro, y nos abre la puerta a dos de sus libros, capítulos de un relato más amplio cuyo desenlace «tiene lugar en la realidad». El proyecto surgió de la epifanía mencionada, que llevó a Krasznahorkai (Gyula, 1954) a publicar en revistas literarias de su país mensajes para aquellos que pudieran comprender «el significado de una visión como la mía». Esas frases constituyen el primer capítulo. El segundo y el tercero han aparecido ahora en nuestra lengua: Ha llegado Isaías (1998) y Guerra y guerra (1999). Del cuarto hablaremos al final.

Un contexto semejante podría hacer pensar que Krasznahorkai participa del espíritu de las literaturas postautónomas, es decir, que aspira a construir una obra que trasciende el espacio literario. Ocurre, no obstante, lo contrario: uno se adentra en sus libros y encuentra no sólo a uno de los grandes prosistas contemporáneos, sino también una literatura que, si en algún momento hace que el lector ponga un pie fuera del libro, es para devolverlo a él con una mirada renovada.

La cita del inicio describe no sólo la idea que Krasznahorkai tiene del escritor –un testigo de la catástrofe universal que, al mismo tiempo, elige lo que debería sobrevivir–, sino el texto apócrifo que está detrás de Guerra y guerra. György Korin, archivista de la provincia húngara, descubre un manuscrito que, según considera, tiene un valor inconmensurable. Dado que su vida ha dejado de tener sentido («Todo se ha ido al garete y todo se ha envilecido», explica en Ha llegado Isaías), decide que su último acto será salvar para la eternidad ese singular documento. Éste, según nos enteramos por sus locuaces glosas, narra el periplo de cuatro inmortales que, en un extraño viaje de regreso a casa, cruzan lugares y épocas en los que irán desencadenándose catástrofes bélicas, siempre antecedidas por la aparición del mefistotélico Mastemann. Nunca llegaremos a saber cuál es la grandeza del texto, pero poco importa. El nervioso Korin, que oscila entre la lucidez y la locura, ha oído que Internet es la memoria eterna de la humanidad, por lo que decide abandonar Hungría para instalarse en el «centro del mundo», Nueva York, desde donde publicará el texto en la red. Una vez cumplida su misión, se dará un tiro.


La verbosidad de Korin es convertida por Krasznahorkai en un principio formal. Guerra y guerra se compone de capítulos divididos en fragmentos, cada uno de los cuales es una frase, que oscila entre las tres líneas y las cinco páginas. Los meandros de la prosa no sólo revelan una deslumbrante riqueza sensorial: modulan la temporalidad del relato. El conjunto dibuja un paisaje melancólico que no resultará extraño a quienes se hayan internado en otros libros de su autor –en especial su opus magnum, Melancolía de la resistencia (1989)– o en alguna de las películas que ha escrito al lado del genial Béla Tarr –La condena (1987), El tango de Satán (1994) y Armonías de Werckmeister (2000). Tanto Ha llegado Isaías –un breve monólogo– como Guerra y guerra –una narración coral– hablan de pérdidas, esencialmente el bien y lo sublime. El objeto extraviado de Korin (¿y de Krasznahorkai?) parece ser el eros humanista.


Korin cuenta a una puertorriqueña, la novia del húngaro alcohólico que lo hospeda en Nueva York, que en el manuscrito, caótico y de capítulos inconclusos, todo adquiere sentido hacia el final. Lo mismo ocurre en Guerra y guerra, que por momentos se estanca en fragmentos escritos por un Krasznahorkai enamorado de su prosa digresiva. Korin descubre, en una foto (reproducida en el libro), una escultura de Mario Merz, que se le revela como última morada. Así, el cuarto capítulo de este notable proyecto tiene lugar en la realidad, luego de que el personaje viaja a Suiza. Una placa en las Salas para Arte Nuevo de Schaffhausen reza: «Éste es el lugar en el que György Korin, el personaje de la novela Guerra y guerra de László Krasznahorkai, se disparó en la cabeza; por más que buscó, no pudo encontrar lo que llamó la Salida».

La Tempestad, México, noviembre-diciembre de 2009