viernes, 11 de diciembre de 2009

La función de la mirada

¿Qué vemos cuando vemos una película de Lisandro Alonso? No es una pregunta retórica. La extraña trilogía que forman La libertad, Los muertos y Fantasma obliga a formularla. No hay en estos filmes rutina, concesiones, profundidad impostada. Las habita, por el contrario, un desconcertante misterio. En su austeridad, en su asombrosa madurez (Alonso nació en Buenos Aires en 1975), estos ejercicios hablan de fidelidad al espíritu de vanguardia. Antes que representar, estos filmes presentan. Apenas narran. A caballo entre el documental y la ficción, la trilogía es básicamente expresión de un cine que se asume como una función de la mirada.

Un día en la vida de un hombre. Un día que es todos los días. En La libertad (2001) Misael Saavedra, hachero, permite a la cámara atestiguar su jornada, de noche a noche: cena, labores en el monte, comida, siesta, distribución de la madera, compras modestas, caza de armadillo –ultimado ante la cámara–, cena nuevamente. En el principio y en el final el leñador es presentado como el hombre de los orígenes, primigenio: ayudado por manos y cuchillo, devora con fruición su presa, ante el fuego. No es una idea la que busca la locación: es el sitio, la circunstancia, lo que vuelve necesaria la filmación. El título es tan significativo como insondable. ¿La libertad? ¿La que otorga una vida sin más variantes que las del clima? ¿La del director? La libertad es una serie de preguntas, una poética del presente. De ahí que venga a la mente el cine del último Kiarostami.

Inspirada vagamente en Recuerdos de la casa de los muertos (1862) de Dostoievski, en Los muertos (2004) los cuerpos inertes del inicio parecen aclarar el título. Pero ¿y si los muertos fuesen aquellos que, sencillamente, esperan? El magistral plano secuencia de apertura –cuyos sutiles barridos establecen una inquietante expresividad– revela un filme más cercano a la ficción que su antecesor. Como Misael, Argentino Vargas no es un actor. En el espíritu de su admirado Bresson, a Alonso lo seducen ciertos individuos, que terminan protagonizando sus cintas. Un hombre termina de pagar su condena en prisión. Un hombre, al fin libre, viaja para reencontrarse con su hija. Un moroso trayecto por un río, entre islas. Más que referentes cinematográficos, vienen a la mente ciertos textos de la literatura argentina: El limonero real (1974) de Juan José Saer, Sudeste (1972) de Haroldo Conti, Zama (1956) de Antonio Di Benedetto. Horacio Quiroga está también presente. Las influencias desembocan en un nuevo ejercicio de observación. Argentino, sencillamente, habita su entorno: captura a una cabra, hallada accidentalmente; la desuella. Una sucesión de instantes, antes
que una historia. La mirada del director se abisma en el espesor de lo real.

Fantasma (2006) es una insólita reflexión sobre el cine mismo, en concreto el cine de autor (tal es el fantasma). Alonso estrena sus películas en la Sala Leopoldo Lugones del Teatro San Martín de Buenos Aires, un emblema de la arquitectura argentina del siglo XX. Así, llevó a Argentino y a Misael al edificio. Vemos al primero asistir por primera vez a un cine, con ocasión del estreno de Los muertos. Los personajes deambulan como espectros dentro de este microcosmos. Misael parece estar extraviado en el lugar, acaso desde el estreno de La libertad. Los empleados realizan actividades cotidianas en un día desolado. Peces son desollados, pero ya no en la “realidad” sino en un televisor. Un perro llora en las escaleras. Fantasma es un ejercicio sorprendente: su rigurosa gramática logra enrarecer el espacio al grado de volverlo el interior de una suerte de nave espacial. En más de un sentido, el referente es Solaris (1972) de Tarkovski.

Películas austeras, sucintas, que, desterrado el artificio, muestran al hombre en su expresión desnuda, amoral. Trilogía sobre la soledad, sobre el aislamiento, sobre el peso de los actos, sobre el modo en que el entorno moldea al individuo. Trilogía que atiende nuevamente el peso de lo real. ¿Acaso no ha sido siempre eso el cine de vanguardia, de la Nouvelle Vague a Dogma 95?


Luego de la trilogía, Alonso decidió encarar un proyecto de ambiciones mayores, sin por ello abandonar las marcas que han hecho de su filmografía una de las más coherentes del cine reciente.
Liverpool (2008) sorprende, en un inicio, por la velocidad de los cortes: donde se nos había acostumbrado a largos y contemplativos planos hay ahora imágenes de un barco carguero que se suceden rítmicamente, sugiriendo desplazamiento y, al mismo tiempo, desterritorialización. Pero todo cambia cuando Farrel (Juan Fernández), luego de 20 años de ausencia, desembarca en su natal Ushuaia. Con su llegada, el tiempo va volviéndose moroso, las imágenes asumen un progresivo estatismo, como si el personaje habitara un invierno del alma: las consecuencias de un hecho traumático –¿el incesto?– son puestas en imágenes. Alonso abandona la radicalidad de sus filmes previos a favor de una mayor narratividad, lo que no significa que haya cedido a convención alguna: una historia simple deviene un complejo relato cuyos saltos temporales atentan contra la transparencia de sentido; el personaje principal se borra tiempo antes de que la cinta termine. Alonso cofirma, sencillamente, la potencia de su mirada.

Fusión de textos aparecidos en La Tempestad, México,
septiembre-octubre de 2008 y enero-febrero de 2009

El lugar de las sombras

Las sombras errantes impone una manera de leer. Impone, por extensión, una manera de mirar. Es como si la totalidad fuera inaprensible y al mismo tiempo sospechosa, como si el mundo sólo pudiera aprehenderse fragmentariamente, aislando sus partes, a través de astillas que acaso logran revelar la naturaleza del conjunto. Pero Pascal Quignard (Verneuil-sur-Avre, 1948) no es otro de esos posmodernos que renuncian al sentido, que ofrecen las heces del lenguaje para demostrar que todo está perdido. Su obra no desconoce las contradicciones del presente, pero mira hacia el pasado para mostrarnos que nuestras miserias y nuestros placeres tienen una historia, a veces anterior a nosotros. El fragmento, lejos de testificar la derrota de las ideas, se transforma en el único modo de pensar una realidad heterogénea; al mismo tiempo, es una representación del estallido de la consciencia occidental, o en todo caso europea. Como nuestro autor apunta: «Lo suelto es casi libre». En Quignard el trabajo con el lenguaje se produce a través de un uso deslumbrante de las formas retóricas, que desemboca en la instrumentación casi siempre paródica o pervertida de los géneros. La historia de la literatura representa, para el autor francés, un catálogo de maneras compositivas que incluye la digresión, el comentario, el relato, la traducción, el aforismo, el apunte autobiográfico, la viñeta, el ensayo, el tratado, el esbozo lírico.

Las sombras errantes tiene como detonante la impenetrable –y acaso apócrifa– pregunta que Afranio Siagrio, el último regidor romano de las Galias, hizo antes de ser ultimado: «¿Dónde están las sombras?» Para Quignard éstas se hallan en todas partes: a los pies de un árbol, en la presencia del pasado, en la muerte, en el avance del tiempo… Los recursos formales del libro (inclasificable, tan narrativo como ensayístico; de ahí la polémica tras la concesión del premio Goncourt en 2002) hacen pensar en un término que los franceses han acuñado: ficción crítica. Nuestro escritor narra y, mientras lo hace, reflexiona. A veces, abandonando el relato, cincela silogismos inolvidables. Su prosa, entonces, es una crítica, del lenguaje y de la vida, del mundo contemporáneo y de ciertas sombras del pasado que pueblan de oscuridad el presente. Este singular flujo verbal, entrecortado pero no por ello carente de unidad, nos confirma que la gran literatura no es un mero producto de la imaginación; nace, esencialmente, del uso racional y no instrumental de la lengua: hay que forzarla para que diga, para que indague en el magma de lo real, aunque el resultado no sea, no podría serlo, la Verdad.


Escribir en prosa es un ejercicio problemático. Se trata de un recurso con el que, como ha recordado Juan José Saer, se redactan informes, discursos políticos, manuales de operación, notas periodísticas, cartas amorosas. ¿En qué momento se convierte en un material distinto, en la materia prima del arte de la narración o del ensayo? Cuando se aleja de su triste y servil destino utilitario. Los poetas no tienen que hacer distingos: buenos o malos, sus versos difícilmente serán confundidos con el discurso de un candidato a presidente municipal. El prosista no tiene esa ventaja. Su labor, entonces, es llevar el texto a un estado de rara intensidad. Un artista de la narración, y Quignard lo es gracias a su expresivo, extraño clasicismo, no puede esquivar el carácter moral de su trabajo. Se trata de una elección eminentemente política: por un lado, pactar con el orden establecido, entregando prosas carentes de fricción, que acarician hipócritamente las certidumbres del lector y lo dejan, al final de la experiencia de lectura, en el mismo estado en que inició el texto; por el otro, entender que la realidad no se representa, se crea.


Para Quignard el lenguaje es la carne del pensamiento. Su tarea reflexiva gira alrededor de temas recurrentes: la pérdida de la voz, la condición material de la palabra, el artista como ser aislado del mundo, la muerte, la presencia del pasado, la racionalidad de las cosas… De algún modo toda su obra, desde su ensayo sobre Sacher-Masoch, de 1969, hasta La barque silencieuse, de 2009, está compuesta por una serie de variaciones y tentativas sobre ese obsesionario. Las sombras errantes no es la excepción. El libro inaugura una pentalogía, Dernier royaume, que culminó en 2005 con Sordidissimes. Lo que deja ver esta primera entrega es una escritura fragmentaria, a veces inconexa, que en su evolución va desperdigando en la mente del lector una serie de evocaciones y reflexiones que, al final, forman un heterodoxo conjunto y expresan una certeza contundente: el orden capitalista y la cultura mercantil, sumados a la moral cristiana, son los grandes males de Occidente.


Cuaderno Salmón, México, primavera de 2008