lunes, 30 de noviembre de 2009

Una novela informal

No puedo disimular mi desconcierto. O estamos frente a una de las poéticas más radicales de la literatura contemporánea o todo ha sido un malentendido. Me cuesta asumir cualquiera de las dos premisas. O, en todo caso, afirmo ambas. ¿Qué leemos cuando leemos a Aira? Lo pregunto porque tan desconcertante como su literatura es la casi unánime admiración que le profesan lectores y críticos. Por lo pronto, no sé si a mí me gusta. Reconozco que tampoco me disgusta. Además da la impresión de que Aira es un individuo bastante simpático. No pasa lo mismo con sus seguidores: producen terror, parecen pertenecer a una cofradía impenetrable y acaso criminal. No me iré por las ramas. Al grano. Tomo, digamos, El congreso de literatura (1997). Por momentos me parece estar leyendo páginas de una perfección quimérica. Luego creo estar frente a una boutade insufrible. ¿Es eso Aira, un perfecto farsante? Tal vez. O probablemente es todo lo contrario: un escritor perfecto. Me explico. Los relatos del argentino no surgen de una meditada estrategia narrativa. Nacen, más bien, de un frenesí de escritura. Es como si sus libros fueran apenas el registro del funcionamiento de una máquina. Glosar sus argumentos es un esfuerzo vano, porque son banales. Pero hagamos el intento. Digamos que El congreso de literatura trata de un escritor e inventor. ¿Alguien dijo Roberto Arlt? Lo siento, el personaje no es Roberto Arlt. Se llama César y es el narrador de la novela. Haré un paréntesis. Llamo novela a este libro por mera pereza. Y porque, finalmente, la palabra ha terminado por referirse a cualquier narración que supera las ochenta páginas. Es decir: no hablo aquí del género inventado por Cervantes y sepultado por Flaubert hace más de un siglo. Después de Bouvard y Pécuchet los libros del género, tal como lo concibió Balzac, son mercancías. Pero ése es otro asunto. Lo más conveniente es decir que Aira escribe narraciones de extensión variable, que últimamente no llegan al centenar de páginas. Pero volvamos al relato. Decía que el personaje narrador se llama César, un escritor inventor que, durante un congreso de literatura en Caracas, revela al lector su siniestro plan: poblar el mundo con clones de Carlos Fuentes. El resultado de una trama semejante es, como puede imaginarse, absurdo y, para no ir más lejos, ridículo. El problema con este tipo de afirmaciones es que nada dicen de la escritura airiana, ese continuo «inasimilable e irreductible», como ha escrito, en un ensayo brillante, Graciela Speranza. El asunto es que este argentino de estirpe claramente vanguardista está menos interesado en el resultado de su frenesí que en el proceso que lo origina: «Los grandes artistas del siglo XX no son los que hicieron obra, sino los que inventaron procedimientos para que las obras se hicieran solas, o no se hicieran. ¿Para qué necesitamos obras? ¿Quién quiere otra novela, otro cuadro, otra sinfonía? ¡Como si no hubiera bastantes ya!» (“La nueva escritura”, aparecido en La Jornada Semanal el 12 de abril de 1998). ¿Una literatura procesual? Tal vez. De ahí el aparente desinterés en los aspectos formales de la escritura. Aira, sin embargo, produce una prosa impecable, a veces perfecta. Y ése es su mayor defecto: en ella no existe el menor enfrentamiento con el idioma, la menor fricción. Posee la claridad y la sencillez de los clásicos, aunque la organización de los acontecimientos nada tenga que ver con estructuras razonadas. La crítica fracasa con Aira porque mira desde el lugar incorrecto. Lo cual no quiere decir que el nacido en la localidad de Coronel Pringles, Provincia de Buenos Aires, en 1949 imponga una nueva manera de leer. Una cosa es lo que pretende y otra lo que consigue: estamos, sí, frente a una de las poéticas más radicales de nuestro tiempo, pero todo ha sido un malentendido. Aira es un escritor dotadísimo, capaz de engendrar un relato a partir de cualquier anécdota nimia, pero la intrascendencia de la mayoría de sus novelas, la pretensión de que las entendamos siempre como parte de un work in progress que no llegará a ninguna parte, pone en jaque todo su proyecto. De otro modo tendríamos que aplaudir una historia en la que, al final, como para salir del paso, Caracas es destruida por un ejército de gigantescos gusanos azules. Tal cual. Digo esto y me arrepiento, porque en el fondo las tramas me importan un bledo. Entonces ¿qué me incomoda de Aira? ¿Acaso no admiro a sus precursores? ¿Acaso no admiro a Raymond Roussel o a Witold Gombrowicz? ¿Acaso no admiro a John Cage o a Marcel Duchamp? En realidad, admiro a César Aira. Me bastan algunas de sus páginas para hacerlo. Por ejemplo, la que da inicio a la segunda parte de El congreso de literatura: una deslumbrante puesta en abismo. En sus digresiones, esas fugas del relato que lo disparan hacia la reflexión pura, el argentino tiene pocos, muy pocos rivales. Pero ¿basta con eso? Probablemente no. Estamos frente a una literatura amorfa y por lo tanto inasible. De ahí que resbale, que se nos escape su verdadero sentido (si es que lo tiene). Lo dije antes: un frenesí de escritura. Ésta podría haber generado un copista o un mecanógrafo, pero generó un narrador que a estas alturas ha dado a imprenta más de cincuenta libros. O más de sesenta, cómo saberlo. No hay un plan: las frases se suceden, unas detrás de otras. Lo mismo ocurre con los acontecimientos. La lógica que rige los textos puede definirse con un adjetivo muy argentino: desopilante. ¿Improvisación? Sí, pero con una conciencia absoluta de lo que se hace, aunque los resultados sean impredecibles. De este magma informe, de este cúmulo de obras asoman de vez en cuando textos memorables. No hay más. En arte, los procedimientos son útiles únicamente para quien los inventa. Después, con su autor, mueren. ¿Qué quedará de Aira? Algunos títulos y el recuerdo de escritor excéntrico. No puedo disimular mi desconcierto.

Letras Libres (ay), México, diciembre de 2004

sábado, 21 de noviembre de 2009

Aprender a decir

I
Una sospechosa tranquilidad se instala en nosotros cuando llamamos a las cosas por su nombre. Sobrevienen todo tipo de seguridades. Es como si ese acto volviera familiar al mundo, lo domesticara. ¿Qué sentir entonces frente a lo que no puede nombrarse, de cara a su silencio terrible? Nombramos para olvidar, para tranquilizarnos. Pronunciar el nombre de un objeto es exorcizar su inquietante presencia, sacárnosla de encima. Con el tiempo aprendemos a entonar los vocablos “correctos”, olvidamos lo que los nombres ocultan. Nietzsche escribió: «Aquello para lo que encontramos palabras es algo ya muerto en nuestros corazones».


Aprovechar las comodidades de una lengua domesticada significa, entonces, extender el cementerio. A la obra de Samuel Beckett (1906-1989) la alienta una voluntad constante de esquivar los modos establecidos de decir, de evitar que lo dicho provenga de una fosa común. Enemiga de la facilidad, es una persistente interrogación del lenguaje, es decir, del mundo. El habla convencional brinda excesivas ventajas: el material de trabajo no ofrece resistencia, las palabras surgen naturalmente, una tras otra, sin retrasos. La escritura se vuelve un ejercicio tranquilizador. Los pensamientos parecen corresponderse con los vocablos, las cosas con sus nombres. El irlandés eligió abandonar su lengua natural y escribir en un idioma adquirido para desde ahí recuperar la inseguridad nerviosa de la entonación, la intranquilidad de la palabra que no llega.

II
Beckett fue un joven políglota. En el jardín de niños comenzó estudios de alemán; en la escuela primaria, de francés. Se licenció en filología moderna en el Trinity College de Dublín con especialidad en italiano y francés. Pero su lengua literaria era la materna.

En su primer período parisino (1928-1930) trabó amistad con un notable escritor a quien admiró profundamente y que se convertiría para él en una especie de mentor: James Joyce, también dublinés, también bebedor de Jameson, también políglota, también estudioso del francés y el italiano. La obra de Beckett escrita entre 1929 –cuando redactó sus primeros textos literarios– y 1936 –cuando finalizó el manuscrito de Murphy, el último libro de su autor dentro de la «historia de las representaciones», como ha visto Harold Bloom; su «última novela mala», para usar términos de Macedonio Fernández– manifiesta profundas deudas con el autor de Ulises. Más allá de las evidentes diferencias de orden filosófico, su trabajo en inglés puede leerse como extensión del universo joyceano. Hay esa confianza en la palabra, ese gusto por evidenciar las posibilidades plásticas del idioma.

De regreso en Dublín en 1930, incorporado a la planta docente del Trinity College, Beckett escribió su primer texto literario en francés, “Le Concentrisme”, una conferencia-ficción que leyó para la Modern Language Society y en la que expuso la vida y la obra de un poeta francés imaginario, Jean du Chas. A pesar del abandono momentáneo del inglés, el texto mantiene el tono habitual –humorístico y erudito– de su obra temprana. Tardaría siete años más en esbozar nuevos textos “franceses”.

Luego de pasar algunos años en Dublín y Londres, se instaló –esta vez de manera definitiva– en París, en 1937. A partir de entonces sus escritos se convirtieron en un campo de batalla regido por la tensión lingüística. Era el autor de un conjunto respetable de poemas, narraciones y ensayos, pero su autonomía estética no terminaba de consolidarse. En una carta de ese año a su amigo Axel Kaun (escrita en alemán), explicó: «En realidad se está volviendo cada vez más difícil para mí, incluso sin sentido, escribir un inglés oficial. Y cada vez más mi propia lengua se me presenta como un velo que ha de rasgarse para poder acceder a las cosas (o a la Nada) detrás de ella. [...] de vez en cuando tengo el consuelo de pecar, les guste o no, contra una lengua extranjera, como debería encantarme hacerlo, lleno de conocimiento e intención, contra la mía». En otra parte de la misiva establece lo que podría considerarse –como lo ha hecho Laura Cerrato– una definición de su poética: «literatura de la des-palabra».

Beckett tanteó la posibilidad de escribir en adelante su obra en francés ese mismo año. Esbozó los primeros versos de lo que se convertiría en la colección Poemas 1937-1939. (En una carta a su amigo Thomas MacGreevy de abril de 1938, refirió: «Escribí un poema breve en francés, pero nada más. Tengo la sensación de que cualquier poema que surja en adelante será en francés.») Impulsado por su colega Alfred Péron, que lo instaba a ejercer su nueva lengua, redactó además un texto crítico que dejó inacabado: “Les deux besoins” (1938). En él, Beckett habla de la «voz interior» del artista, a la que debe obedecer pero sin abandonarse a ella en su totalidad. Es evidente que, a sus 32 años, el autor irlandés trataba de aclararse las cosas: su lengua adoptiva se presentaba como una alternativa en la búsqueda de una voz personal.

Además de redactar estos nuevos escritos, Beckett se inició en esos años en una práctica que en adelante no abandonaría: la autotraducción. En colaboración con Péron –quien a finales de los años veinte le había propuesto traducir “Anna Livia Plurabelle”, un fragmento del entonces Work in Progress de Joyce– vertió a su idioma adoptivo Murphy y “Love and Lethe”, un cuento de su temprano More Pricks than Kicks (1934). Estas tentativas son el antecedente del exilio definitivo. (Una cita de otro de sus amigos, E.M. Cioran –quien, como se sabe, abandonó el rumano y escribió sus libros fundamentales en francés–: «Una patria es una lengua y nada más». Mudar de idioma, entonces, es expatriarse.)

III
El lenguaje, lo insinué al principio, no surge de una necesidad comunicativa sino del terror a lo desconocido. La literatura beckettiana trabaja en el sentido opuesto: lo pervierte para que indague en lo ignoto, para que interrogue aunque de antemano sea evidente la ausencia de respuestas. Se propone perforarlo con silencios, extraer de él la expresión de todo aquello que no puede nombrarse. Actúa desde una intemperie en la que impotencia e ignorancia son los motores de la escritura.

Watt, escrita en inglés entre 1941 y 1944, es un punto de inflexión, la «primera novela buena», para seguir con Macedonio. El relato patentiza el alejamiento de las formas narrativas tradicionales y marca la aparición del universo beckettiano, regido por una poética autónoma aunque aún ligado a Joyce en ciertos giros estilísticos. La trama es reducida a su mínima expresión y, como se ha apuntado en repetidas ocasiones, funciona como una alegoría de la imposibilidad de hallar respuestas a las preguntas esenciales: los personajes centrales son Watt (What?) y Knott (Not), a una pregunta (¿Qué?) se responde con una negación concluyente (No). El discurso del narrador incrementa constantemente las incertidumbres; una duda mayúscula se cierne sobre los nombres de las cosas, que en todo momento se revelan fallidos: «Watt prefería relacionarse con cosas cuyo nombre ignoraba que con aquellas cuyo nombre conocido había dejado de ser el nombre adecuado». En cuanto las palabras se domestican conviene abandonarlas, buscar unas nuevas. A partir de Watt los personajes de Beckett entran en un conflicto permanente con el acto de nombrar, constantemente modifican su manera de llamarle a las personas o a las cosas: hablar no es ya nombrar sino desdecir.

La novela fue escrita durante la ocupación nazi de Francia. Beckett se había incorporado a la Resistencia y, temiendo ser detenido como algunos conocidos suyos, se ocultó con Suzanne, su mujer, en el pequeño poblado de Roussillon, donde permaneció algo más de dos años. Trabajó con campesinos del lugar; evidentemente, sólo podía hablar con ellos la lengua local. Lo mismo ocurría con su compañera, que prácticamente no hablaba inglés. Con el paso de los meses terminó pensando y hablando exclusivamente en su idioma adoptivo. De ahí que el manuscrito del libro esté lleno de acotaciones en los márgenes... redactadas en francés. El inglés (o franglais, como le llamó muchos años después) con el que está escrito era para su autor casi una lengua foránea con la que sólo tenía contacto al momento de la composición.

Al terminar la guerra, Beckett hizo un breve viaje a Irlanda y volvió a Francia para presentarse como voluntario (buscando regularizar su estadía en el país) de la Cruz Roja irlandesa en Saint-Lô, una ciudad normanda devastada por los bombardeos. En prácticamente todo 1945 no escribió nada salvo dos textos en francés: “Saint-Lô”, poema, y “La pintura de los Van Velde o el mundo y el pantalón”, ensayo de crítica de arte donde, teniendo como excusa un par de exposiciones paralelas de los hermanos Geer y Bram van Velde, reflexionó sobre las relaciones entre la realidad y la representación.

IV
1946: Un momento definitorio, la «revelación» que marcaría el inicio de la obra madura de Beckett. De visita en Foxrock, el condado dublinense en el que nació, tuvo una epifanía en el cuarto de su madre. En La última cinta de Krapp (significativamente escrita en una de sus escasas “vueltas” al inglés, en 1958) la ficcionalizó en un pasaje: «Espiritualmente un año de profundo desaliento y carestía hasta aquella memorable noche de marzo, en el extremo del muelle, bajo el ventarrón, jamás lo olvidaré, en que de repente todo se me aclaró. Al fin, la visión. [...] Lo que entonces vi de repente fue esto: que la creencia que había guiado toda mi vida, es decir... (Krapp apaga el aparato con impaciencia, adelanta la cinta, enciende de nuevo) ...grandes rocas de granito, la espuma brillando a la luz del faro y el anemómetro dando vueltas como una hélice, para mí era claro, en fin, que la oscuridad que siempre me esforcé en contener era en realidad mi más...» Ahí se detiene. En una carta a James Knowlson de 1987, explicó que la frase podía completarse con «mi más querido aliado». Resulta sumamente tentador asociar esta «visión» no sólo con el cambio de rumbo de la poética beckettiana sino también con la adopción de una nueva lengua. ¿Qué mejor manera de encarar la oscuridad de la que había huido que entregándose al rigor de un idioma adquirido, en el que ya había hecho algunos ensayos?

El cambio de lengua en Beckett se dio durante la escritura del que se convertiría en su primer relato “francés”: “El final”. En su monumental biografía Damned to Fame. The Life of Samuel Beckett (1996), Knowlson explica que, habiendo redactado buena parte del texto en inglés, súbitamente lo terminó en su idioma adoptivo para luego traducir a éste la parte restante. La escritura de este cuento concentra las relaciones del irlandés con sus dos lenguas y marca la elección definitiva de la segunda. “El final” (aparecido originalmente como “Suite”) fue el inicio de «un frenesí de escritura» que entre 1946 y 1953 le llevó a producir algunos de los textos más importantes de la literatura moderna, como su Trilogía –Molloy, Malone muere y El Innombrable– o Esperando a Godot, su primera obra dramática mayor.

En estos relatos hay cambios evidentes respecto a todo su trabajo anterior: el narrador adopta la primera persona (que dejará muy pocas veces en el resto de su obra); la escritura es contenida, expresiva a fuerza de privación; el desarrollo de las historias (de tramas mínimas) se basa en la miseria física y espiritual de los personajes, desamparados que se acompañan exclusivamente de su discurso y que, al final, no son más que una voz entonada infatigablemente. Todos estos recursos serán llevados al extremo en la primera obra maestra de Beckett: Molloy (escrita en 1947 pero publicada en 1951). Como explicó a Ludovic Janvier, «Molloy y las demás se me aparecieron el día en que caí en cuenta de mi propia locura. Sólo entonces comencé a escribir las cosas que siento».

El exilio idiomático representa la muerte de Joyce en el universo beckettiano. En Watt quedan resabios, juegos verbales que sólo un discípulo de aquél podría escribir. Pero en las obras que le siguen el autor de Finnegans Wake está ausente, desterrado: «Joyce cuanto más sabía más podía. Como artista tiende a la omniscencia y la omnipotencia. Yo trabajo con impotencia, ignorancia», explicó a Israel Shenker en 1956.

V
Algunas frases pueden dar una idea de la forma en que Beckett entendió su exilio verbal:

«Quizá sólo la lengua francesa puede darte lo que quieres, quizá sólo el francés puede hacerlo» (lo dice Lucien, un personaje de Dream of Fair to Middling Women, la primera novela de Beckett, escrita en 1932 –años antes de su exilio verbal– y publicada, póstumamente, en 1992).

«Era una experiencia distinta de escribir en inglés. Era más emocionante para mí... escribir en francés» (entrevista con Israel Shenker, 1956).

«[E]n francés es más fácil escribir sin estilo» (declaración a Nicklaus Gessner, 1957. En su Proust (1931), Beckett había analogado el estilo con «un pañuelo alrededor de un cáncer de garganta»).

«[El francés] tenía el efecto debilitador adecuado» (comentario a Herbert Blau, años cincuenta).

A propósito de la lengua inglesa:
«en ella no puedes dejar de escribir poesía» (declaración a Richard Coe, 1964).

«Me puse a escribir, en francés, con el deseo de empobrecerme aún más. Ése fue el verdadero motivo» (declaración a Ludovic Janvier, 1968).

Beckett decidió abandonar la “poesía” (entendida como lirismo), cimentar su poética en la mendicidad, la pobreza. Esta prosa llena de privaciones, forzada a narrar las vicisitudes interiores y exteriores de seres que parecen vivir después de la Historia o fuera de ella, emula el balbuceo primigenio, el primer decir. Los personajes beckettianos intentan esquivar el mundo ametrallándolo con palabras, pero son finalmente derrotados. En última instancia, esas palabras (siempre ajenas) invocan el silencio, extienden el vacío, lastiman para siempre: «Sí, las palabras que oía [...] las oía por primera vez, e incluso la segunda, y a menudo también la tercera, como puros sonidos, libres de toda significación, y probablemente era ésta una de las razones de que conversar me resultara indescriptiblemente penoso» (Molloy).

La Tempestad, México, marzo-abril de 2003
(posteriormente ampliado para la revista argentina La Intemperie)

martes, 10 de noviembre de 2009

Restos de una guerra

Cuando, poco antes de la rendición argentina en la Guerra de las Malvinas, circularon en Buenos Aires algunas copias mimeografiadas de Los pichiciegos, muy pocos estaban en condiciones de entender cuál era el tema verdadero de la novela, si bien era evidente que se trataba de un texto importante. Lo cierto es que el relato, publicado finalmente en 1983, cuando Raúl Alfonsín ocupaba ya la presidencia, fue escrito en un lapso muy breve de tiempo, de cara a los acontecimientos o, mejor dicho, a su representación televisiva. Entre el 11 y el 17 de junio de 1982, Rodolfo Enrique Fogwill –que firma sus libros sencilla y megalómanamente como Fogwill– compuso una fábula que, en apariencia, imagina las condiciones de supervivencia de un grupo de soldados argentinos durante la última guerra colonial de la Gran Bretaña, en las islas del Pacífico sur. Digo en apariencia porque la escritura del texto en realidad respondió a algo muy distinto que una denuncia de la guerra.

Los pichiciegos, subtitulada Visiones de una batalla subterránea, narra la historia de una comunidad clandestina de desertores que, en espera del fin de los combates, habita un refugio subterráneo, bautizado por ellos como la pichicera. (En algunas regiones de la pampa argentina se conoce como pichiciego a una variedad del armadillo.) Las esperanzas están perdidas y lo que tiene lugar es la construcción de una sociedad capitalista regida exclusivamente por la acumulación. El comercio con los ingleses –un sistema de trueque: información sobre las posiciones del ejército argentino a cambio de provisiones– se sostiene en el liderazgo de el Turco
(como se apoda en el Río de la Plata a las personas de origen árabe), quien no admite otra moral que la del comercio. Así, el escenario de la ficción es un espacio cerrado antes que los paisajes nevados de las islas; se narra la configuración de una comunidad hermética, no la épica de una batalla desigual. ¿En qué sentido puede hablarse, entonces, de una novela sobre la Guerra de las Malvinas? Los pichiciegos es otra cosa: un relato anticipatorio –se tiene la tentación de usar la palabra clarividente– sobre el fin de la dictadura cívico-militar argentina y la llegada del, para usar un término de Alain Badiou, capital-parlamentarismo (al que, por un abuso semántico, llamamos democracia).

Conviene entender las condiciones de escritura de este libro, una de las cumbres de la narrativa argentina contemporánea. Fogwill, que además de sociólogo es publicista y mercadólogo, que además de ser un escritor de primer orden se regodea en ciertos pasajes de su biografía, trabajó durante la dictadura tanto para una de las empresas intervenidas por el gobierno de Roberto Viola –general de la genocida Junta Militar– como para el grupo Socma, un holding de los Macri, familia de millonarios con amplia influencia en Argentina. (Mauricio Macri, hijo del magnate Franco Macri, es el actual alcalde de Buenos Aires, luego de su paso por la presidencia de Boca Juniors.) Reúno estos antecedentes para ayudar a entender el papel que en Los pichiciegos juegan ciertos saberes, que no por casualidad tienen que ver con la supervivencia y el negocio, que aquí son la misma cosa. El asunto es, entonces, que Fogwill sabía. ¿Qué sabía? Que, dentro del propio régimen, se estaba cocinando la democracia. De ahí que sus personajes hablen de futuras elecciones, en ese momento impensables. El escritor lo explica en sus propios términos en una entrevista aparecida en Clarín el 25 de marzo de 2006, con motivo de la reedición de Los pichiciegos: «trabajaba en Socma y sabía cómo se estaba fabricando el tránsito a la democracia. En realidad, ellos apostaban a [Ítalo Argentino] Luder, el candidato del peronismo, […] el plan cultural de la democracia lo escribí yo, en Socma, para Luder. Era uno de los tantos miles de papers que salían para proyectos de gobierno». Con su habitual ferocidad, agrega: «[en Los pichiciegos] deposito en clave un montón de datitos, para que vean que yo me avivé y que todos los demás son unos pelotudos. Es la venganza del tipo que entiende. Y esos datitos tienen un valor literario, obviamente».

Con independencia de su estatura estética, Los pichiciegos funciona, insisto, como una novela de anticipación. Su tema no son las Malvinas, excusa que permitió a Fogwill urdir un universo específico y una trama. Su tema es la sospechosa naturalidad con la que Argentina pasó de la sangrienta dictadura a la democracia liberal, es decir, a la forma política del capitalismo avanzado. Fogwill no enjuicia, señala. Su posición es ambigua, cuando no confusa. Simplemente sabía que desde el propio régimen se fraguaba el paso al neoliberalismo, que requería de formalidades “democráticas” para funcionar. «Esto termina con una elección», pensó el escritor cuando inició la guerra.

Para finalizar, conviene citar un pasaje de la novela que funciona alegóricamente –y, de paso, muestra la capacidad expresiva de una prosa que articula la condensación claustrofóbica de la lengua–: «El polvo químico. En estas putas islas no queda un solo tarro de polvo químico. ¿Por qué lo derrocharon? Lo derrocharon, lo olvidaron: ¡No queda un puto tarro de polvo químico! / Ni los ingleses ni los malvineros, ni los marinos ni los de aeronáutica: ni los del comando, ni los de policía militar tienen un miserable frasquito de polvo químico, tan necesario. No hay polvo químico, nadie tiene. / Con polvo químico y piso de tierra, caga uno, cagan dos, tres, cuatro, o cinco y la mierda se seca, no suelta olor, se apelotona y se comprime y al día siguiente se la puede sacar con las manos, sin asco, como si fuera piedra, o cagada de pájaros. / Así cagaban antes, hasta que se agotaron las existencias de polvo químico».

La dictadura cívico-militar no ofrecía ya garantías a los dueños del capital, el desempeño económico era desastroso. La recuperación de las Malvinas fue el intento desesperado de la Junta de afianzar un poder que se le iba de las manos. Pero se había acabado el polvo químico. Cuando todo comenzó a heder, se puso en marcha el negocio de la transición democrática, cuyo desenlace fue, luego de la caída de Alfonsín, la llegada al poder de Carlos Menem, con resultados por todos conocidos. ¿Cómo no pensar en el Turco de Los pichiciegos? ¿Cómo no ver en esta novela magistral un ejercicio de clarividencia? Democracia y consumo, restos de una guerra.

Istor, México, invierno de 2008

El retorno a lo real

La gasolinera no recibe tarjeta de crédito. El dependiente ofrece improperios, no ayuda. Cruzando la calle, un cajero automático. No funciona. En el banco, el joven intenta explicar su situación, ansioso porque su automóvil obstruye la circulación en la gasolinera, pero recibe un empujón de alguien de la fila, cae al piso: es expulsado. Vuelve al automóvil. Toma un arma de la guantera. Baja, enfila. Cruza la calle, pistola en mano. Entra en el banco, dispara a la gente. Regresa a la gasolinera. Ya en el auto, se vuela los sesos.

¿Qué clase de violencia atestiguamos en la secuencia final de 71 fragmentos de una cronología del azar (1994)? La película de Haneke presenta un conjunto fragmentario de planos (71, precisamente), registros distantes de una serie de acontecimientos aparentemente inconexos, separados en el montaje por abruptos fundidos. Todo recibe el mismo tratamiento: una expresión de amor, las tribulaciones de un niño inmigrante, la relación de un padre con su hija, la masacre en el banco. Reacio a cualquier psicologismo, el filme jamás construye el perfil psicológico de Max (Lukas Miko), estudiante devenido asesino. Desconocemos la fisiología de su comportamiento, sus resortes emocionales. La mirada glacial impide la empatía del espectador.

Sobre la violencia (2008), de Slavoj Žižek, permite abordar la cuestión con claridad: «En el sitio primario de nuestra mente, las señales fehacientes de violencia son actos de crimen y terror, disturbios civiles, conflictos internacionales. Pero deberíamos aprender a distanciarnos, a zafarnos de la fascinante atracción de esta violencia “subjetiva” directamente visible, violencia practicada por un agente claramente identificable. Es necesario percibir los contornos del fondo que produce esos arrebatos». Es interesante, aquí, vincular el distanciamiento (step back from) que solicita Žižek con el procedimiento del mismo nombre articulado por Bertolt Brecht. ¿Acaso no es precisamente ese efecto didáctico el que busca Haneke en sus filmes? Pensemos en Funny Games (1997), cuyo remake en lengua inglesa se estrenó en 2007. ¿Qué significa el guiño que nos hace Paul (Arno Frisch / Michael Pitt)? ¿Por qué nos pregunta si ya hemos tenido suficiente? Estos gestos brechtianos, además de recordar al espectador que está presenciando una ficción, lo vuelven cómplice de lo representado. En Funny Games (o Juegos sádicos, en la “traducción” de la distribuidora mexicana) la violencia es puesta en imágenes a través de largos planos que no nos ahorran nada… salvo el clímax. En Haneke, y esto es significativo, las víctimas mortales están fuera de campo. El tempo responde a una razón a la vez estética y política: hacer del cine una expresión antitelevisiva. Frente al cine mercantil, que convierte la violencia un producto de consumo, un espectáculo, Haneke ofrece una parodia de thriller en la que la tensión entre comedia y tragedia coloca al espectador en una posición distante, esencialmente reflexiva.

Funny Games es, de algún modo, la secuela de El video de Benny (1992), segunda cinta de la «trilogía de la glaciación» que completan El séptimo continente (1989) y 71 fragmentos…, películas todas surgidas de noticias aparecidas en la prensa. Haneke recupera al actor Arno Frisch como protagonista, como si Benny, el adolescente que para averiguar «cómo es» una muerte “real” liquida a una estudiante, terminara con los años convertido en un psicópata que hace del homicidio un entretenimiento junto a su amigo Peter (Frank Giering / Brady Corbet). Este díptico evidencia, con una explicitud ausente en el resto de su filmografía, el tema central del cine del director austriaco: no la violencia sino su representación. Pero ¿qué clase de violencia es representada?

Es importante volver a Sobre la violencia. Žižek establece tres categorías de la violencia: subjetiva (crimen, terror: la perturbación del estado “normal” de cosas), objetiva (racismo, discursos del odio, discriminación: el elemento inherente a ese estado “normal” de cosas) y sistémica (consecuencia del funcionamiento de nuestro sistema político-económico, «la contraparte de una violencia subjetiva demasiado visible»). Para Haneke, en ese sentido, la televisión tiene una función muy clara: es la interfaz entre las violencias sistémica y subjetiva, mantiene la invisibilidad de la primera a través del encuadre de la segunda. En las películas del director austriaco (nacido en Múnich en 1942), el aparato televisivo está siempre presente: acompañando la agonía de una familia suicida en El séptimo continente, mediando el asesinato de una adolescente en El video de Benny, presentando imágenes bélicas en 71 fragmentos…, chorreando sangre de un niño en Funny Games, arrojando imágenes pornográficas en La pianista (2001), haciendo saber a una familia que es vigilada en Observador oculto (2005). El extremo de la crítica a la cultura televisiva tiene lugar en Funny Games, cuando Anna (Susanne Lottar / Naomi Watts), en cierto momento, toma el arma de sus captores y asesina a Peter. Al espectador lo embarga un sentimiento de júbilo ante la venganza (que se experimenta como justicia); la decepción se instala en él cuando Paul toma un control remoto y retrocede la cinta, negando la acción de la mujer para aclararnos que no hay escapatoria: nos sabemos, por fin, manipulados. Explica Haneke: «Estoy preocupado por la televisión como el símbolo clave de la representación mediática de la violencia, y más generalmente de una crisis mayor, la cual veo como nuestra pérdida colectiva de la realidad y la desorientación social. La alienación es un problema muy complejo, pero la televisión está certeramente implicada en él. Nosotros, por supuesto, no percibimos ya la realidad sino, en su lugar, la representación televisiva de la realidad». ¿Y si la violencia fuera, más allá de su representación, una desesperada vuelta a lo real por parte de individuos cuya experiencia del mundo ha sido desrealizada? En La suspensión política de la ética (2005), Žižek propone –a partir de Genevieve Morel– una escena de La pianista como signo inequívoco de esta lógica: la total ausencia de coordenadas del deseo en Erika (Isabelle Huppert), la sensación de irrealidad en la que la sumen sus fantasías sexuales, la lleva a cortarse la vagina con una navaja, como si el dolor autoinflingido representara un retorno a lo real. Difícil no asociar esta figura al suicidio de la familia Berner en El séptimo continente.

El director austriaco es uno de los maestros del cine contemporáneo entre otras razones por la asombrosa coherencia conceptual de sus proyectos. No es la trama sino la forma la que delinea el mensaje de cada cinta. En ella, el hábito es presentado, y aquí uso palabras de Žižek, como «el medio de la violencia social». El hábito no es sólo un factor que colabora en la desrealización y, por extensión, en la aparición de actos violentos “irracionales”, es la materialización misma de la violencia sistémica, encarnada en la incomunicación (71 fragmentos…, Código desconocido), la represión (La pianista, Observador oculto, El listón blanco), la marginalización (de nuevo Observador oculto
y El listón blanco) o la alienación (El video de Benny). La vida cotidiana como ritual sin sentido, los gestos repetidos al infinito (El séptimo continente). O, en el contexto inmediatamente anterior a la Gran Guerra, las normas de comportamiento de una sociedad opresiva y conservadora, la educación que siembra en los niños la semilla del odio, una semilla, por otra parte, masificada, como acaso nos quiere hacer ver el blanco y negro de El listón blanco (2009). En una larga secuencia de 71 fragmentos…, Max practica ping-pong obsesivamente: un golpe, otro golpe, uno más. (Es sabido que una de las funciones del deporte es liberar energías agresivas.) Como ha escrito Félix de Azúa en otro contexto, «muy pocos comprenden que esta acumulación de violencia invisible nunca es inocua».

La apacible vida vienesa es contrapunteada en 71 fragmentos… por la violencia bélica mediatizada. La aparente distancia del conflicto es tranquilizadora, permite olvidar que es el sustento de las “pacíficas” sociedades de bienestar. (El olvido de las responsabilidades, sin embargo, puede no ser eficiente. En Observador oculto, el éxito de Georges Laurent (Daniel Auteuil) y la marginación del argelino Majid (Maurice Bénichou) muestran su mutua necesidad en una escena de estremecedora violencia.) Pero la representación televisiva es también garantía de realidad. Un niño rumano sobrevive en las calles ante la indiferencia general. Cuando, exhausto, se entrega a la policía, la historia aparece en los noticieros. Sólo entonces una familia decide adoptarlo. Por lo demás, la masacre bancaria termina realizándose cuando la difunde el noticiero.

Los aportes estéticos y éticos del cine de Haneke no deben distraer de su mensaje eminentemente anticapitalista. En El séptimo continente, Anna (Birgit Doll) tira los ahorros de la familia en el escusado, como parte de una destrucción ritual de los bienes, que los Berner reducen a añicos con una prolijidad perturbadora, como si para poder “partir” la pareja y su hija tuvieran que borrar las huellas de su paso material por el mundo. Por otra parte, las muertes de 71 fragmentos… tienen lugar en el espacio que articula la vida de los personajes del filme: un banco. Hay, incluso, la representación de un fermento: en el orden precapitalista de El listón blanco se insinúa el nacimiento de la sociedad que engendrará al nazismo, esa reacción brutal a los movimientos emancipatorios de los años treinta del siglo pasado.

El cine de Haneke es una reflexión sobre la violencia sistémica y las trampas del entretenimiento, que la disfraza de subjetividad para mejor consumo de la sociedad del espectáculo. El potencial utópico de sus filmes reside en mostrar, vía el distanciamiento y la provocación, la violencia intrínseca del orden social capitalista. De ahí que, a pesar de sus hallazgos estéticos, El tiempo del lobo (2003) sea una cinta fallida. Al imaginar el paso siguiente para la reinvención de la vida comunitaria, Haneke, como otros de sus contemporáneos, sólo pudo concebirlo a través de una catástrofe sin nombre que obliga a los habitantes de las ciudades a buscar refugio en el campo. Ese tropiezo no impide situarlo como uno de los indudables maestros del cine contemporáneo: «El cine es el arte de la manipulación. Siempre he querido que mis películas sugieran una duda en cuanto a la realidad que muestran en la pantalla. Es para alertar al espectador, para despertar su vigilancia. También es posible, gracias al poder del cine, luchar contra las imágenes que, hoy en día, quieren hacer de la brutalidad un producto consumible. Para mí, Saló o los 120 días de Sodoma, de Pasolini, tuvo ese papel. Me chocó tanto que me sentí mal durante mucho tiempo. Es una de las pocas películas de la historia del cine que hace entender lo que significa la violencia. Habría que volver a hacer un Saló de vez en cuando». Con radicalidad, sin concesiones, Haneke lo ha hecho varias veces, sacudiendo la pasividad del espectador, al que nunca trata como consumidor. Después de todo, la ruptura del hábito no es otra cosa que la obediencia al mandato de Rimbaud: cambiar la vida.

La Tempestad, México, noviembre-diciembre de 2008
(con añadidos posteriores, a raíz del estreno de El listón blanco)

viernes, 6 de noviembre de 2009

Contra el consenso

Una voz, se ha dicho. Pero ¿qué dice esa voz? Alrededor de Thomas Bernhard (1931-1989) se ha construido una serie de mitos, que anima cierto tipo de lecturas. En ello, conviene aclararlo, colaboró el propio escritor: mientras componía una de las obras más poderosas de la literatura del siglo pasado se daba tiempo para construir una figura pública siempre envuelta en polémicas y escándalos. Miguel Sáenz, a quien debemos las impagables traducciones de los libros del austriaco, ha enlistado en su biografía algunos epítetos representativos: «Artista de la exageración, maestro de la nada, monómano incorregible, patriota, sentimental, intrigante, moralista, aguafiestas, vulnerable, depresivo, desconfiado, cortés, sensible, alegre, romántico, satírico, contradictorio…»

Tal vez ha llegado la hora de volver a la obra de Bernhard con una mirada renovada, en el espíritu de ensayos iluminadores como Kafka. Por una literatura menor (Gilles Deleuze y Félix Guattari, 1975) o Beckett. El infatigable deseo (Alain Badiou, 1995). Menciono estos libros porque han entregado, desde perspectivas singulares, lecturas reacias al lugar común, que tradicionalmente ha situado a ambos escritores entre los maestros de la negatividad. Kafka ha dejado de ser meramente un apesadumbrado pesimista, profeta del horror totalitario, para revelársenos en su manifestación más viva: irónico, humorístico, político. Los textos de Beckett, por su parte, no son ya una mera expresión de desesperanza, absurdo, soledad y degradación, indagan lo que hay de inmortal en el hombre. ¿Qué hacer, entonces, con Bernhard, pesimista impenitente o, como también se lo ha llamado, «anarquista conservador»?

Las claves para una relectura provechosa del escritor austriaco se hallan esbozadas en un ensayo de W.G. Sebald, “Cuando la oscuridad pone punto final”: «En comparación con el continuo de todas las posibles posiciones políticas, corresponde a las invectivas de Bernhard sin duda, sobre todo, el estatus de una herejía que no puede integrarse en ese espectro, se manifiesta como un arrebato antipolítico y antisocial totalmente invariable y se remonta a las funestas experiencias que tuvo el autor, ya muy pronto, con la resquebrajada institución de la familia y del poder de disposición social en general». ¿Una voz hereje, entonces? Sí, en el entendido de que, como ha investigado Giorgio Agamben, el poder occidental se sostiene en una genealogía teológica. Si en las palabras del pintor Strauch (Helada, 1963) y del príncipe Saurau (Trastorno, 1967) –que, como las de tantos personajes de su autor, se pasean en los límites entre lucidez y locura– es posible percibir ecos de gnosticismo, la totalidad de la obra de Bernhard puede ser leída como una imprecación feroz del consenso político que alumbró al Estado austriaco moderno, en el sentido de su institucionalidad religiosa, es decir, de su naturaleza conciliar.

Debe recordarse que el joven Bernhard creció en un país obligado a la neutralidad perenne, luego de ser derrotado en la Segunda Guerra Mundial. Apenas en 1955 la nación alpina recuperó su soberanía: había sido administrada por los aliados a partir de 1945, luego de los siniestros años en los que fue regida por la Alemania nazi. «La feliz Austria», la conciliada y pacificada Segunda República austriaca, surgió del consenso de las principales fuerzas políticas, que durante décadas acallaron toda voz discordante, produciendo una brutal despolitización en la sociedad. En perspectiva, la Austria de la posguerra puede ser vista como el campo de pruebas en el que se establecieron las bases del actual consenso democrático, impuesto planetariamente a partir del derrumbe de la Unión Soviética. Como sugiere Sebald, la obra de Bernhard es, para usar una frase incluida en Trastorno, «un sistema totalmente carnavalesco», cuyas carcajadas fúnebres serían, si hacemos caso a Mijaíl Bajtín, una respuesta a los códigos represivos de la sociedad burguesa, «ese suelo de muerte, arquitectónico-arzobispal-embrutecido-nacionalsocialista-católico» (El origen, 1975).

Bernhard quería ser distinto. Su herejía se mantiene al margen de las coordenadas políticas habituales para postularse como una transgresión del sistema en su totalidad. Su obra narrativa –que incluye, además de los libros ya mencionados, cumbres como Amras (1969), La calera (1970), Corrección (1975), la pentalogía autobiográfica (1975-82), Tala (1984), Maestros antiguos (1985) o Extinción (1986), así como un puñado de soberbios relatos breves– se sostiene en una de las prosas más idiosincrásicas de la literatura moderna, en la que el recurso de la repetición es uno de los rasgos dominantes. No es, en absoluto, casual. No si se piensa en lo escrito por Deleuze en la introducción de Diferencia y repetición (1968): «si la repetición existe, expresa a la vez una singularidad contra lo general, una universalidad contra lo particular, un extraordinario contra lo ordinario, una instantaneidad contra la variación, una eternidad contra la permanencia. En todos los aspectos, la repetición es la transgresión. Pone en cuestión a la ley, denuncia su carácter nominal o general, en provecho de una realidad más profunda y más artística.»

La prosa de Bernhard utiliza la repetición, como tantos han dicho, en un sentido musical, pero esencialmente recurre a ella para progresar formando espirales, imantando las palabras, retrocediendo y avanzando en un mismo movimiento hipnótico, haciendo girar la lengua sobre sí para conferir a los vocablos una fuerza centrípeta que nos hace vislumbrar, en otro lugar, algo más que esa desolada caterva de esnobs, dementes y tullidos: «…pensaba mientras corría que aquella ciudad por la que corría, por espantosa que la encuentre siempre, que la haya encontrado siempre, es para mí, sin embargo, la mejor de las ciudades, esa Viena odiada, siempre odiada por mí, era otra vez de repente para mí querida, mi querida Viena, y que aquellas gentes que siempre he odiado y que odio y que siempre odiaré son, sin embargo, las mejores gentes, que las odio, pero son conmovedoras, que maldigo a esas gentes y, sin embargo, tengo que quererlas y que odio a esa Viena y, sin embargo, tengo que quererla, y pensaba, mientras corría ya por el centro de la ciudad, que esa ciudad es, sin embargo, mi ciudad y siempre será mi ciudad y que esas gentes son mis gentes y siempre serán mis gentes» (Tala).

«Si queremos alcanzar nuestra meta / debemos ir siempre en la dirección opuesta», escribe Bernhard en Minetti (1975), pieza teatral. Lo que tenemos hoy, en un mundo envilecido al máximo, embrutecido espectacularmente, es un sospechoso consenso, un hegemónico espíritu conciliar. La belleza arrasadora de la obra bernhardiana no proviene exclusivamente de su absoluta maestría formal, alberga además, a pesar de que su autor se empeñara en negarlo, una verdad: el auténtico escándalo no es insultar a la patria, maldecir a la Iglesia, denunciar al Estado, el auténtico escándalo es la mentira oculta tras el consenso. La modesta proposición de Bernhard consiste entonces en ir, como heresiarcas risueños, en la dirección opuesta.

La Tempestad, México, mayo-junio de 2009

La voz del tiempo

La perplejidad de saberse ante una obra mayor. La extrañeza. Pero también la desconfianza en el juicio propio. ¿Es demasiado pronto para asumir su grandeza? Luego de recorrer tres volúmenes y mil 600 páginas, una convicción se impone a los reparos, a las dudas: Tu rostro mañana es una de las cumbres de la narrativa contemporánea. Es difícil explicar la sensación que sobreviene al cerrar Veneno y sombra y adiós, el último tomo. Ya no se es el mismo. La novela supone la inmersión del lector en un mundo ajeno, pero, como todo gran libro, termina hablándole a él, directamente, o, si se quiere, colocando un espejo frente a sus ojos. Viene a la mente una frase de Juan José Saer que esta novela maestra confirma una y otra vez: «La narración es un modo de relación del hombre con el mundo».

La historia de Tu rostro mañana puede ser glosada, con detalle, en tres cuartillas. ¿Cómo explicar, entonces, que su lectura se viva como una proliferación de acontecimientos? Conviene entender que en la narrativa de Javier Marías (Madrid, 1951) éstos ocurren en la prosa, no en la trama. De ahí que ésta sea fácil de referir, no así aquélla. En sus casi quinientas páginas, Fiebre y lanza (2002) describe un fin de semana. Luego de separarse de Luisa, su mujer, Jacques (o Jacobo o Jaime o Jack o incluso Iago, según quién hable y en qué contexto) Deza decide abandonar Madrid para instalarse, por segunda ocasión, en Inglaterra. (La primera estancia se narra en la novela que ahora puede leerse como prólogo, Todas las almas, de 1989, donde aparece por primera vez
«nuestro querido español», aún sin nombre, y en la que tienen protagonismo personajes que después pasarán a segundo plano. Esa narración, a su vez, tiene como correlato Negra espalda del tiempo, de 1998, donde Marías explora los vasos comunicantes entre ficción y realidad. Todo esto convierte a Veneno y sombra y adiós en la culminación de una saga.) Deza trabaja para la BBC de Londres y visita esporádicamente a Sir Peter Wheeler, hispanista afincado en Oxford con quien sostiene estimulantes conversaciones y que lo sorprende al revelarle que es hermano de su difunto mentor, Toby Rylands. En una cena, le presenta a Bertram Tupra, su futuro jefe. Deza terminará trabajando en un grupo sin denominación, un departamento que aparentemente sirve al MI5 (el servicio de inteligencia británico dedicado a la seguridad interior), inicialmente como traductor del español al inglés, luego como intérprete de vidas. Tiene la capacidad de ver cómo será mañana el rostro de las personas, cómo se desplegarán sus acciones en el futuro, más allá de lo que pretendan o declaren. Baile y sueño (2004) y Veneno y sombra y adiós (2007) recogen, a lo largo de mil cien páginas, las actividades de Deza en su nuevo empleo, sus experiencias al lado de Tupra, anécdotas de su vida solitaria, su imposibilidad de asimilar, sin culpas, las consecuencias de su labor. Y, finalmente, su regreso a Madrid, la reconstrucción de su familia –si bien no en los términos anteriores– luego de la muerte de su padre, a la que seguirá la de Wheeler. Deza no cambia, se vuelve more himself.

La glosa es insuficiente. Hay otro modo de describir Tu rostro mañana: es una novela de espías y una novela de amor, un tratado de filología y un curso de traducción, una reflexión sobre el miedo y un alegato contra la imbecilización colectiva, una crítica de la vida cotidiana y una meditación sobre la muerte, un excurso sobre la violencia y una cavilación sobre la memoria, una disertación sobre la presencia del pasado y una especulación sobre la relación entre el individuo y el Estado. O acaso, más que cualquier otra cosa, es un discurso sobre la imposibilidad de callar, aunque al principio se diga: «No debería uno contar nunca nada, ni dar datos ni aportar historias ni hacer que la gente recuerde a seres que jamás han existido ni pisado la tierra o cruzado el mundo, o que sí pasaron pero estaban ya medio a salvo en el tuerto e inseguro olvido». La glosa es insuficiente porque ignora la estructura; el listado lo es también porque pierde de vista la obsesión que vibra en cada frase: el tiempo. O mejor: su anulación.

Más allá de los momentos hilarantes, que abundan y son siempre extraordinarios (la caracterización verbal de Rafael de la Garza, agregado cultural de la embajada española en Londres, en Baile y sueño, es en todo sentido magistral), cierto tono melancólico impregna las páginas de Tu rostro mañana. Durante la escritura de la novela, Sir Peter Russell y Julián Marías, que inspiraron a Wheeler y al padre de Deza respectivamente, vivieron sus últimos años y, finalmente, fallecieron. Marías ha convertido la frase en un instrumento de dilatación temporal: cada instante es suspendido a través de digresiones, descripciones, apuntes, diálogos, comentarios, precisiones, interpretaciones (de gestos, de palabras, de movimientos interiores). Un sistema de ritornelli rige lo mismo la composición del párrafo que la del conjunto, nada es gratuito, todo vuelve, se amplifica, adquiere sentidos renovados. El rondó es, entonces, la forma musical que permite explicar, por analogía, la estructura de Tu rostro mañana. El resultado es, sencillamente, un festín de la lengua.

La empresa es extrema, y sólo un artista de la talla de Marías (o de maestros suyos como James, Faulkner, Benet o Bernhard) podía articular una escritura capaz de contener, como en un ámbar, la complejidad sensorial del instante. La prosa se desdobla pacientemente, a tal grado que se tiene la sensación de que el relato va ocurriendo mientras se lee: la frase de Marías no está al servicio de la representación, crea a medida que avanza. En su elasticidad, en su plasticidad a veces contenida, a veces delirante, transmite la idea de que el tiempo (ese tiempo histórico que es también biográfico, como quería Mann) puede ser detenido si se lo ausculta en cada uno de sus contornos y pliegues. Cuando Deza coloca la mano sobre el hombro de su padre o repara en la mirada a veces ausente de Wheeler puede intuirse el modo en que Marías concibe al narrador. Es aquel capaz de dilatar la llegada del fin, capaz de ser la voz del tiempo.

Hoja por Hoja, México, diciembre de 2008

jueves, 5 de noviembre de 2009

Por una crítica de vanguardia

Por todas partes, una exigencia solitaria: colaborar. Se cumplen, precisamente ahora, veinte años de un derrumbe. La caída del Muro de Berlín significó, sí, la constatación del fracaso de la experiencia comunista. Pero representó también, a pesar de los aplausos de los historiadores e intelectuales integrados, el inicio de una etapa oscura de la que apenas comenzamos a distinguir el perfil. Ese comienzo, paradójicamente, ha sido caracterizado como un fin. En principio, el de la historia, pero no solamente: se han oficiado ya los funerales de las ideologías, del arte, de la vanguardia, de las utopías. Lo que comenzó entonces, lo que tenemos ahora, es la expansión a escala planetaria de lo que Alain Badiou ha definido como capital-parlamentarismo, un sistema al que sus propagandistas llaman, convenientemente, “democracia”. Se nos urge, insisto, a colaborar: que todo esfuerzo esté encaminado a legitimar los esfuerzos “democráticos”, la era de las libertades. De ahí que no sorprenda el ocaso de la crítica. Por un lado, intelectuales que no cuestionan, en realidad, nada: serviles, señalan al régimen lo que necesita ajustes. Por el otro, profesionales de la escritura que comentan libros, películas, exposiciones, conciertos, obras de teatro, convencidos de la inutilidad de su labor y satisfechos con un dictamen: En el arte, no más política. Así las cosas, ¿queda sólo el lamento, la remembranza nostálgica de un tiempo en el que la crítica tuvo un sentido y, sobre todo, una función social? Si no el lamento, ¿qué? ¿La resistencia?

Como ha escrito Slavoj Žižek, la resistencia es rendición. Acaso el deber de los espíritus verdaderamente críticos, en esta coyuntura, no es simplemente conservar lo ganado. Tal vez es momento de dar un paso adelante, de construir nuevamente, sin nostalgias, una crítica y un arte de vanguardia. Rebelión antes que resistencia. Hemos negado suficientemente, es tiempo de afirmar. Por ejemplo: que, como ha señalado Terry Eagleton, la crítica es siempre política. En ese sentido, y para mantenernos dentro de la jerga al uso, es radicalmente antidemocrática. Adelantémonos a los previsibles reparos: Esos tiempos han pasado, se trata de formas de resentimiento, su consecuencia última es el totalitarismo. Dejemos de lado las preguntas subyacentes –¿y si el nietzscheano repudio del resentimiento fuera lo verdaderamente pasado?, ¿y si el totalitarismo (estalinista) fuese el resultado de no haber sido suficientemente radicales, de haber dado un paso atrás?– y afirmemos: una nueva vanguardia no sólo es posible, es necesaria. La labor de la crítica es, hoy, imaginarla. Al crítico le corresponde ocupar el lugar que en el siglo XIX tuvo el poeta. Como ha escrito Ricardo Piglia, «la imagen del poeta como conspirador que vive en territorio enemigo es el punto de partida de la vanguardia desde Baudelaire».


Antes que nada, recordar: las vanguardias –y su pasión de lo real, para recurrir nuevamente a Badiou– se propusieron abandonar la representación a favor de la presentación. Así, el arte y la crítica de avanzada son aquellos que, literalmente, desenmascaran, ponen en evidencia la brecha entre lo real y su barniz ideológico. La vanguardia establece el presente, pues es puro acto. Puede afirmarse, entonces: en tanto apuesta a la disolución del semblante, todo gesto vanguardista es un atentado contra el orden burgués y su sistema de máscaras, la
«sociedad del espectáculo», como la llamó Debord. En ella nada es verdadero, pues se ha legitimado lo falso: no el acontecimiento sino el simulacro, no la cosa sino la imagen, no el ser sino la apariencia. La sucesión ininterrumpida de mutaciones formales no es la eternización de la vanguardia sino su mortífera inserción en la lógica del mercado. Todo cambia pero nada es nuevo: de ahí que el posmodernismo sea una lógica cultural antivanguardista por naturaleza (del mismo modo en que el liberalismo es una ideología fundamentalmente antiemancipatoria). No hay en él convulsiones, apenas productos de temporada. Para diferenciar en este magma de obras cambiantes, debe apuntarse que un ejercicio de vanguardia es siempre desalienante y, por extensión, antiespectacular. Un ejercicio de vanguardia rastrea, en el hiato en entre el rostro y la máscara, el momento de verdad.

Siguiendo a Kierkegaard, no se trata de recordar sino de reanudar la experiencia del arte de avanzada:
«Reanudación y recuerdo son un mismo movimiento, pero en direcciones opuestas; porque lo que uno vuelve a recordar ha ocurrido: así pues, se trata de una repetición que vuelve hacia atrás; mientras que la reanudación propiamente dicha sería un recuerdo que vuelve hacia delante». El primer paso de esta reanudación es el establecimiento de comunidades imaginarias: dado que los ámbitos de lo colectivo están suficientemente desprestigiados, la tarea de la crítica (de vanguardia) es fundarlos a través de cartografías del arte experimental y antimercantil. En plena posmodernidad –donde cambian las máscaras pero nunca el rostro–, la vanguardia es posible. Una película de Lars von Trier, un texto de Juan José Saer, una pieza de Julio Estrada, una obra de León Ferrari, un montaje de Romeo Castellucci, un edificio de Peter Eisenman: he ahí algunas marcas de constelaciones por trazar. No se trata de esperar el momento oportuno sino de reactivar la imaginación y el impulso utópicos. La cuestión es: ¿cómo establecer nuevas formas de subversión?

No debe perderse de vista el perfil eclesiástico del consenso democrático. Occidente, hoy, reúne a sus líderes en auténticos cónclaves (las llamadas cumbres), y define la marcha del mundo con acuerdos de naturaleza conciliar. Los medios de comunicación masiva son sus aparatos ideológicos. Abandonemos toda ilusión: la crítica de avanzada no puede desarrollarse desde los espacios hegemónicos. Salvo excepciones cada vez más escasas, los periódicos han dejado de ser el territorio natural de la crítica, que ha sido sustituida por formas de publicidad (o propaganda) disfrazadas. La capacidad integradora del sistema, su habilidad para convertir toda protesta en una nueva oferta mercantil, debe tenerse presente: la censura ya no es útil a los señores del dinero. De ahí que, aunque la denuncia siga siendo necesaria, resulte insuficiente.


La crítica de vanguardia ha de construir sus propios espacios, rehusarse a las supuestas libertades que, como dádivas, otorga el poder. La crítica de vanguardia ha de ejercer con severidad la disciplina y el rigor en tiempos de hedonismo democrático. La crítica de vanguardia ha de negarse a operar según el postulado que ha hecho del capitalismo una suerte de nueva Naturaleza, es decir, ha de ser cuidadosa de no ceñir su territorio a lo que el sistema legitima como posible.


Brecht se preguntaba en qué condiciones puede irrumpir lo nuevo. Una es la ruina de la lengua, el momento en el que se quiebra la relación entre las palabras y las cosas, cuando la creación verbal pierde prestigio a favor de la forma periodística. (Tal situación es la nuestra, como sabe cualquiera que lea los periódicos o fatigue la programación televisiva.) Otra es el abandono de las máscaras por parte del opresor, que muestra su rostro verdadero sin la necesidad de seguir masticando significantes vacíos (la democracia en primerísimo lugar). La crítica y el arte de avanzada persiguen el comienzo que implica lo nuevo, aquello que surge luego de la borradura de las apariencias. Conviene atender unos versos de Malévich:
«Trata de no repetirte nunca, ni en el icono ni en el cuadro ni en la palabra, / si algo en tu acto te recuerda un acto antiguo, / me dice entonces la voz del nuevo nacimiento: / borra, cállate, apaga el fuego si es fuego, / para que los faldones de tu pensamiento sean más ligeros / y no se enmohezcan / para escuchar el hálito de un día nuevo en el desierto».

Después de todo, hablamos de la aspiración última de todo gesto vanguardista, el acontecimiento perseguido por Rimbaud: cambiar la vida. O mejor: alcanzar lo imposible. Habrá que estar atentos, entonces; rechazar toda forma de cooptación. La rebelión, decía Breton, se justifica por sí misma. Así en el mundo como en la crítica.

Plaquette crítica publicada con motivo del encuentro El Grito,
Casa Refugio Citlaltépetl, ciudad de México, septiembre de 2009
(algunos fragmentos pertenecen a un texto publicado anteriormente en
Picnic)

Pliegues, despliegues, repliegues

En 1979, en un cuaderno de notas, Juan José Saer planteó una definición del realismo que no por irónica deja de ser exacta: «procedimiento que encarna las funciones pragmáticas generalmente atribuidas a la prosa». Pensemos, si no, en la palabra prosaico, que de significar, sin más, «lo relativo a la prosa» pasó a convertirse, en el lenguaje cotidiano, en sinónimo de vulgar. Así las cosas, sólo a los poetas les está concedido –siempre y cuando utilicen el verso– el uso no-pragmático, y por lo tanto no-realista, de la lengua. ¿Qué alternativas quedan, entonces, para el narrador, que, cuando menos desde Cervantes, ha tenido a la prosa como vehículo expresivo? La obra de Saer es una de las respuestas más elocuentes de la literatura contemporánea.

En “Razones” (1984), suerte de ars poetica que sirvió de pórtico a la primera antología del autor santafecino, nos dice: «Ya no vale la pena escribir si no se lo hace a partir de un nuevo desierto retórico del que vayan surgiendo espejismos inéditos que impongan nuevos procedimientos, adecuados a esas visiones». Para distanciarse de la proclama política, del tratado, del artículo periodístico, del manual, en suma, para abandonar la órbita del texto como proveedor de sentido y, por lo tanto, cómplice del discurso hegemónico, la prosa narrativa ha de nacer, en tanto arte, de una radical puesta en crisis. Si el lenguaje normalizado es la expresión de un mundo definido por convenciones, su perversión representa el cuestionamiento mismo de la naturaleza de lo real. Dado que su conocimiento –y por lo tanto su representación– es imposible, la realidad no es más que nuestra tentativa de expresarla.


Desde esta perspectiva, a un tiempo literaria y filosófica, Saer se dispuso a crear formas y procedimientos que se ajustaran a sus
«espejismos». La lectura atenta de sus textos centrales –Cicatrices (1969), El limonero real (1974), La mayor (1976), Nadie nada nunca (1980) y Glosa (1986)– revela una filiación que termina por imponerse: la filosofía barroca de Leibniz, que presenta al mundo como una sucesión interminable de pliegues. Saer entendía la narración como «un modo de relación del hombre con el mundo»: desde la autonomía de la ficción, su obra está construida por una prosa que emula, con inconfundible precisión estilística, las escurridizas inflexiones de lo real. Si, como ya se dijo, representar es, por principio, una empresa fallida, el texto no hará más que registrar, desde la impotencia, nuestras vacilantes percepciones. Así, la supuesta realidad, el hipotético referente objetivo será interrogado a través de un dueto, conciencia y memoria, cuya fiabilidad es, ay, dudosa. La experiencia del mundo queda marcada, entonces, por los ineficaces medios usados para aprehenderlo. De ahí que la escritura de Saer insista en los detalles, en la descripción obsesiva de los objetos, acaso exorcizando así el vértigo provocado por el sentimiento de irrealidad.

Como explicó Gilles Deleuze en El pliegue (1988), Leibniz concebía el mundo como una comunicación, establecida a través de plegamientos, entre dos niveles, el inteligible (la materia) y el sensible (el alma). El sistema narrativo de Saer traduce ese esquema al vínculo que la escritura crea entre lo real y nuestra percepción. El resultado es una prosa espiral, un punto de vista que dilata los instantes, que produce arrugas en el tiempo:
«el procedimiento se emparienta con el de ciertos pintores que emplean capas sucesivas de pintura de diferente densidad para obtener una superficie rugosa, como si le tuviesen miedo a la extrema delgadez de la superficie plana» (“Razones”).

Uno de sus relatos más radicales, “La mayor”, ayuda a entender la mecánica de la escritura saeriana, que, formulada desde una estética negativa que no hace concesiones al lector –o que, en todo caso, brinda lo que Harold Bloom llama
«placeres difíciles»–, apunta a la creación de una lengua privada que se despliega y repliega en modulaciones y que, al radicalizarse, se desentiende del argumento, borra los límites entre prosa y verso y, convertida en forma pura, emula la autonomía de la música: «Otros, ellos, antes, podían. Mojaban, despacio, en la cocina, en el atardecer, en invierno, la galletita, sopando, y subían, después, la mano, de un solo movimiento, a la boca, mordían y dejaban, durante un momento, la pasta azucarada sobre la punta de la lengua, para que subiese, desde ella, de su disolución, como un relente, el recuerdo, masticaban despacio y estaban, de golpe ahora, fuera de sí, en otro lugar, conservando mientras hubiese, en primer lugar, la lengua, la galletita, el té que humea, los años».

Esa entonación, podríamos decir, asmática se explica con una frase que Deleuze desliza en su libro sobre Leibniz y el Barroco:
«percibir es desplegar». El ritmo hipnótico de la prosa –que asimila tanto las libertades como las restricciones formales de la lírica moderna– abre paréntesis sucesivos que revelan, en una suerte de sondeo espeleológico, zonas de percepción. En algunos momentos de El limonero real, el narrador se concentra en la reseña obsesiva de los pliegues de las superficies, como queriendo demostrar que la realidad es indescifrable, que el referente es inagotable, que el relato puede extenderse indefinidamente. En Nadie nada nunca, el Gato repite una especie de mantra: «Pliegues y pliegues, superpuestos, postigos elásticos de ventanas puestas unas detrás de otras en el largo corredor rojizo. Pliegues, y pliegues, y después otros pliegues, y más pliegues todavía. Y así al infinito».

Como los versos de su maestro Juan L. Ortiz, la escritura de Saer remeda las fluctuaciones del torrente fluvial: el agua, elemento estable, transita por el cauce adquiriendo su forma cambiante. Así, los aspectos invariables (el elenco de personajes, el paisaje del Litoral, las obsesiones temáticas) fluyen por estructuras y procedimientos renovados cuyo roce produce un murmullo distintivo: la frase saeriana, que impone su sonoridad oscilante, que se despliega y repliega revelando la incertidumbre ante lo real.


Alejada de su funcionalidad doméstica, reproduciendo los quiebres sucesivos de la materia, la prosa de Saer ya no comunica. Expresa, desde la intemperie, el carácter inestable y convulso de la belleza.

El Poeta y su Trabajo, México, otoño de 2005

El antihumanista

Para Laura

La naturaleza humana, básicamente cambiante
e
inestable como el polvo, no soporta las ataduras;
si se ata, no tarda en romper con rabia las cadenas

hasta que absolutamente todo queda hecho pedazos,

las paredes, las cadenas y su propio yo.

Franz Kafka subrayado por Kubrick

Han pasado diez años de la muerte de Stanley Kubrick, y su obra no deja de suscitar equívocos. Kubrick es, además de uno de los grandes cineastas de la historia, un mito. Incapaz de aceptar su supuesto aislamiento –que nunca fue más que una absoluta dedicación a su trabajo y una férrea defensa del ámbito privado–, la prensa se creyó obligada a crear un personaje a la altura de sus necesidades. El inicio del documental Stanley Kubrick. Una vida a través del cine (Jan Harlan, 2001) pone a bailar, al ritmo de La urraca ladrona de Rossini –haciendo eco, así, de la golpiza que Alex (Malcolm McDowell) propina a sus insurrectos drugos en Naranja mecánica (1971)–, algunos de los adjetivos que han terminado por dibujar la figura mediática del cineasta neoyorquino: misterioso, excéntrico, megalómano, solitario, demente, controlador, obsesivo, meticuloso, perfeccionista, enigmático, hermético, exigente, tirano, subversivo, fóbico. Como el propio Kubrick declaró en una entrevista, su leyenda terminó por adquirir vida propia, hasta independizarse de su persona casi por completo.


Hay un adjetivo que, sin embargo, escapa a la lista del filme de Harlan, si bien ha circulado durante décadas entre los miembros de cierto sector de la crítica: misántropo. Una miríada de textos ineptos han creído encontrar, tanto en las películas como en la biografía de Kubrick, a un artista que odiaba a la humanidad (con un encono especial hacia las mujeres). Se habla de ausencia de emociones, de pesimismo, de desprecio por las empresas de los hombres, de ironía despiadada. La contraofensiva de su círculo íntimo (familiares, amigos, colaboradores) ha disparado sus municiones en la dirección equivocada, pues acepta los términos de la discusión: ¿cómo podía ser misógino si vivía rodeado de mujeres?, ¿cómo podía ser un tirano alguien que ofrecía el más dulce de los tratos? Se reconoce su tacañería, su excentricidad, su carácter obsesivo, pero al mismo tiempo se busca disculparlo, situando su obra en la estela de un humanismo ajeno a los estereotipos, pero igualmente legítimo. ¿Se trata, entonces, de un largo debate propiciado por malos entendidos? ¿Y si el aporte central de Kubrick fuera, precisamente, haber producido un cine antihumanista?

Gilles Deleuze ha escrito que los grandes cineastas pueden «ser comparados no sólo con pintores, arquitectos, músicos, sino también con pensadores. Ellos piensan con imágenes-movimiento y con imágenes-tiempo, en lugar de conceptos» (La imagen-movimiento. Estudios sobre cine 1, 1983). En ese sentido, Kubrick fue un autor que pensó desde el lenguaje audiovisual, en paralelo a algunos de los grandes filósofos de la segunda mitad del siglo XX, el antihumanismo. En nuestros tiempos de consenso democrático, donde la reflexión ha sido relevada por la opinión y la política por la administración, atestiguamos la restauración de la antigua doctrina de los derechos naturales del hombre. Se trata, como ha escrito Alain Badiou en La ética. Ensayo sobre la conciencia del mal (2003), de un «violento movimiento reactivo respecto a todo lo que los años sesenta habían pensado y propuesto». ¿A qué se refiere, específicamente? A los aportes de tres pensadores franceses que publicaron obras capitales en las mismas fechas en las que Kubrick filmó sus primeras películas maduras (lo que no quiere decir que lo hayan influido; se trata, más bien, de un movimiento simultáneo): Michel Foucault declaró que el Hombre es un concepto histórico, construido de acuerdo a un cierto discurso, a una temporalidad, y que por ello mismo es imposible fundar una ética universal a partir de él; Louis Althusser denunció que el humanismo es una elaboración ideológica de la burguesía y propuso, a partir de Marx, un «antihumanismo teórico»; Jacques Lacan expuso que el hombre no tiene ninguna sustancia, ninguna naturaleza, ninguna esencia. De ahí que, en años recientes, Giorgio Agamben haya concluido que el hombre es en potencia: «Los comportamientos y las formas del vivir humano no son prescritos en ningún caso por una vocación biológica específica ni impuestos por una u otra necesidad; sino que, aunque sean habituales, repetidos y socialmente obligatorios, conservan en todo momento el carácter de una posibilidad, es decir ponen siempre en juego el vivir mismo» (Medios sin fin. Notas sobre la política, 1996).

Cuando leemos un texto que acusa a Kubrick de misántropo, debemos entender el verdadero reclamo. No incomoda que odie a los hombres, sino que los presente al margen de las tranquilizadoras concepciones de la ideología humanista (es decir burguesa). Las emociones que despiertan sus películas nunca son las mismas, por la sencilla razón de que el significado es construido, no sin dificultades, por el espectador (de ahí que frecuentemente se hable, en lo referido a su trabajo, de ambigüedad o de ambivalencia). No encontramos en la pantalla a hombres buenos y malos (salvo en sus películas épicas, Patrulla infernal –1957– y Espartaco –1960–), percibimos por el contrario individuos en situación (el dolly out en cintas como Naranja mecánica o, especialmente, Barry Lyndon –1975– es ejemplar en ese sentido). ¿Era, entonces, un relativista moral? No. Cinematográficamente, se acerca a lo que Badiou ha señalado en la estela de Aristóteles: «No hay ética en general. Hay sólo –eventualmente– ética de procesos en los que se tratan los posibles de una situación». Así como no hay juicios preestablecidos –antes que demostrar, su cine muestra–, en las películas de Kubrick no hay emociones codificadas. Michael Herr entendió el asunto a la perfección cuando escribió en su Kubrick (2000): «Los críticos se quejaron, con abundancia de palabras, de que Ojos bien cerrados [1999], al igual que las demás películas de Stanley, no les decía una y otra vez lo que debían sentir, por lo que, añadían, era una película sin sentimientos».


¿Desde dónde pensar, entonces, el cine de Kubrick? Sus ideas fílmicas no son, ni por asomo, brechtianas, pero muchas de sus estrategias pueden asociarse al distanciamiento, procedimiento que separa lo real del semblante, el rostro de la máscara (y, en este caso, el hombre del Hombre). Su celebrado uso de la música ­–posiblemente no ha existido un director con mayor talento para establecer vínculos entre imagen y sonido– es un buen ejemplo. Antes de Kubrick –aunque por desgracia ha seguido ocurriendo después– la banda sonora tendía a establecer un determinado plano de sensaciones, conducía al espectador en la dirección emocional deseada. En Kubrick no sólo hay deslumbrantes moments musicaux (con 2001: Odisea del espacio –1968– y Barry Lyndon como logros mayores), verdaderos manifiestos sobre la autonomía del lenguaje cinematográfico –no pueden narrarse, sólo describirse–, hay también un permanente gesto irónico, un efecto distanciador: Naranja mecánica es el mejor ejemplo de ello (aunque oscila entre la ciencia ficción y la comedia negra, bien puede ser vista como un musical: piénsese en el momento en el que Alex practica la ultraviolencia junto a sus drugos mientras canta “Singing in the Rain”), pero también las secuencias inicial y final de Dr. Insólito (1964). Por un lado, cuerpos celestes y naves espaciales rotando al dictado de El Danubio azul de Strauss; por el otro, una sucesión de hongos atómicos montados al ritmo de “We’ll Meet Again” de Vera Lynn. (Hay una escena menos célebre en la que se aprecia, en otro sentido, el enorme rigor conceptual y la gran sensibilidad musical de Kubrick: hacia el final de Ojos bien cerrados, William Harford, interpretado por Tom Cruise, encuentra a su mujer –Nicole Kidman– dormida junto a la máscara que utilizó en una de sus aventuras nocturnas. La pieza elegida es Musica ricercata II, de György Ligeti, que, en el momento en que Harford se lleva la mano al corazón, sobrecogido, se detiene en una sola nota de piano, tocada obsesivamente, en un gesto que significó para el compositor húngaro, según ha declarado, dar «puñaladas a Stalin».)


Pero la música no es el único recurso a través del cual Kubrick impide que el espectador se identifique con lo que ve (su cine es claramente antiempático). El narrador, que en las primeras películas –Casta de malditos (1956) o Patrulla infernal– impedía la autonomía del relato fílmico, pues lo ligaba a sus orígenes literarios, adquirió una función distinta a partir de Lolita (1962). No es ya una voz que nos pone en contexto, sino que construye, a través de comentarios que nunca son meramente enunciativos, una distancia respecto a los hechos. Barry Lyndon es un momento cumbre de este procedimiento: el narrador (Michael Hordern) recurre a un tono alejado de la corrección palaciega que podría esperarse en una historia ambientada en el siglo XVIII para instalar un ánimo ambiguo en el espectador, que queda atrapado entre la majestuosa melancolía de Sarabande de Händel y la sutil ironía del narrador conjetural (cuya impronta puede detectarse, por ejemplo, en dos películas estrenadas en 2003: Dogville, de Lars von Trier, y Las maletas de Tulse Luper, de Peter Greenaway).

Las actuaciones son un punto importante en la cuestión del distanciamiento. Se sabe que Kubrick extenuaba –es una manera de decirlo– a los intérpretes haciéndolos repetir decenas de veces las escenas. Su intención era alejarlos del naturalismo, aunque aspiraba por momentos a lograr algunas escenas cargadas de “normalidad”. Herr ha escrito que el cineasta seleccionaba, en el montaje final, «las tomas donde [a los actores] se les veía más exagerados, incómodos, emocionalmente confusos». Jack Nicholson, por ejemplo, fue literalmente exprimido –a veces con resultados notables– en El resplandor (1980): por momentos nos convence de ser Jack Torrance, para luego transformarse lo mismo en un consumado comediante que en un terrorífico psicópata. En Naranja mecánica –junto a Dr. Insólito, su obra más fársica– Kubrick lleva al extremo la teatralidad amparado en la inmejorable actuación de Malcolm McDowell. Los resultados, en este caso, demostraron ser contradictorios (y sospechosamente antipolíticos). Como ha visto el director Michael Haneke, la película representa un «error de cálculo». La hiperestilización de la brutalidad impide el distanciamiento del espectador hasta el punto de volverla consumible, incluso entretenida. Paradójicamente, Kubrick parecía tener clara la cuestión en una entrevista: «diría que el tipo de violencia que puede provocar ciertos impulsos es la “divertida” […] Violencia irreal, violencia saneada, violencia presentada como una broma». La prueba más clara de su fracaso –conceptual, mas no estético– es el entusiasmo que la cinta despertó entre grupos de vándalos ingleses, que encontraron en ella una suerte de motivación suplementaria. Kubrick terminó retirándola de la exhibición en la Gran Bretaña: se trata de una de las autocríticas más contundentes en la historia del cine.

Así como descreía de la “naturaleza humana”, Kubrick no rindió culto a ninguna concepción preestablecida del cine. Aunque su estilo se volvió claramente identificable a partir de Dr. Insólito y en términos de factura hay un rasgo común a todas sus cintas –la búsqueda de la perfección, la máxima depuración a través de muy diversas técnicas–, todas ellas son radicalmente distintas entre sí (lo que no impide que su obra forme un conjunto coherente): en su historia, en su registro, en su contexto histórico, en su género. Este último aspecto sirve para entender la gran inteligencia que anima el cine de Stanley Kubrick (1928-1999). El cineasta comprendía a la perfección la función del género: establecer un código compartido entre el director y el público, pero también, en palabras de Rick Altman, «enlazar y explicar todos los aspectos del proceso, desde la producción hasta la recepción» (Los géneros cinematográficos, 1999). Aparentemente, sus filmes funcionan siempre dentro de uno o más cánones genéricos: noir (El beso del asesino –1955–, Casta de malditos), bélico (Miedo y deseo –1953–, Patrulla infernal, Cara de guerra –1987­–), épico (Patrulla infernal, Espartaco), comedia (Lolita, Dr. Insólito), ciencia ficción (2001, Naranja mecánica), drama de época (Barry Lyndon), terror (El resplandor), melodrama (Lolita, Ojos bien cerrados), el thriller (Casta de malditos, de nuevo Ojos bien cerrados). Kubrick, sin embargo, desmontó cada uno de esos sistemas expresivos para ofrecer obras de arte disfrazadas de productos industriales, como lo hicieron ciertos autores de serie negra respecto a la novela policial. Hay, entonces, un desplazamiento de algunas funciones del género, lo que desemboca, en mayor o menor medida, en un efecto paródico. El cineasta Jaime Rosales ha llamado a este proceso «transgresión invisible», a su juicio la gran lección de Kubrick: «avanzar en un lenguaje que quiere redefinirse sin perder de vista al espectador». En este plano, el complejo entramado simbólico –una suerte de exorcismo de las visiones del pasado y del futuro en las películas anteriores de su autor, como ha sostenido Fredric Jameson– que articula una aparente historia de fantasmas como El resplandor la convierte en un logro mayúsculo.


Volvamos al inicio. ¿Acaso no se ha acusado a Kubrick, también, de deshumanizar a sus personajes? Resulta interesante asociar su “frialdad” y su “insensibilidad” –en suma, su impiedad– a las de los constructivistas rusos de los años veinte, que celebraban la mecanización y rehuían todo psicologismo. (Paradójicamente, el estalinismo significó la restauración del viejo hombre del humanismo, el individuo psicológico, esta vez inscrito en el «socialismo con rostro humano». Hoy se reclama, desde la ideología liberal de los derechos del hombre, en medio de una profunda crisis económica global, la construcción de un «capitalismo con rostro humano».) Lo que esa vanguardia perseguía no era otra cosa que la superación del Hombre, esa entelequia dominada por pasiones y sentimientos y enraizada en la tradición (burguesa). Es momento de defender el antihumanismo de Stanley Kubrick como un paso decisivo del cine moderno hacia su autonomía artística. Su obra es sobre la humanidad, no sobre lo que el humanismo postula acerca de ella. De ahí que sea pertinente preguntarse por qué, en una película (2001) y un proyecto (Inteligencia artificial, materializado en 2001 por Steven Spielberg, que conservó diversos gestos de la idea original), el director neoyorquino piensa en la posibilidad de una humanidad que trasciende su cuerpo y afirma su inmortalidad en las máquinas. En este punto, y para finalizar, citemos nuevamente a Badiou:
«Cierto, la humanidad es una especie de animal. Es mortal y depredadora. Pero ni uno ni otro de estos papeles pueden singularizarla en el mundo de lo viviente. En tanto que verdugo, el hombre es una abyección animal, pero es preciso tener el valor de decir que en tanto víctima, en general no es mucho mejor. […] Ahí está el hombre, si se insiste en pensarlo: en aquello que hace que se trate […] de una bestia que resiste de una manera muy diferente que los caballos: no por su cuerpo frágil, sino por su obstinación en persistir en ser lo que es; es decir, precisamente otra cosa que una víctima, otra cosa que un ser-para-la-muerte, o sea: otra cosa que un mortal».

La Nave, Veracruz, septiembre de 2009